Durante muchos años (por lo menos desde que en comenzaron a experimentarse alternancias partidistas en las elecciones de gobiernos locales en el país), en el imaginario político mexicano se aceptó como sentido común dominante la idea de que, en un escenario comicial de carácter federal, la candidatura que fuese capaz de ganar las votaciones en el Estado de México invariablemente se convertiría en la ganadora para ocupar la presidencia de la república por los siguientes seis años. Esta idea (que por cierto se parece muchísimo a la manera en la que en Estados Unidos se afirma que quien gana Estados como California o Texas tiene ganada, también, la presidencia de la Unión) sin duda parece haber nacido de dos consideraciones sobre los cambios que en la definición de la política nacional habían introducido, justo, las alternancias partidistas locales.
A saber, por un lado, al dejar de ser el priísmo la fuerza política absoluta que lo conquistaba todo, en los análisis de las jornadas comiciales en todo el país comenzó a hacerse necesario prestar atención a aspectos como el desempeño que los gobiernos emanados de las filas del Partido Revolucionario Institucional tenían en sus respectivas entidades federativas, a lo largo de sus mandatos constitucionales, para valorar si a nivel nacional la legitimidad del partido podía verse fortalecida o debilitada por ello entre la población. En un sentido un poco más pragmático, además, en la medida en la que comenzaron a ser cada vez más las entidades gobernadas por perfiles salidos de otros partidos (de Acción Nacional o del de la Revolución Democrática), también se volvió más y más importante el análisis de las aportaciones que cada gobierno local estaba en condiciones de hacer en favor del fortalecimiento de las capacidades de su propio partido para conquistar la presidencia de la república cada seis años.
La cantidad de electores que cada gobierno local podía movilizar, comprar o coaccionar, así como los recursos materiales, financieros, infraestructurales, etc. que podía poner a disposición de su partido para contender por la presidencia del país, en este sentido, con el tiempo se convirtieron en variables de estudio de la ingeniería electoral nacional que poco a poco fueron sustituyendo en importancia a otras —como la dinámica de operación del corporativismo priísta—, de manera proporcional a los grados de federalización política y electoral que dichas alternancias partidistas conseguían con sus triunfos sucesivos. Y es que, si bien es verdad que desde antes del nacimiento del priísmo México ya era, formal y jurídicamente, una federación que garantizaba unos márgenes relativamente holgados de autonomía a las entidades federativas, en los hechos, también es cierto que el presidencialismo posrevolucionario había reducido ese carácter federal de la política mexicana a poco menos que una apariencia o un recurso retórico de la narrativa presidencial cuyo único propósito era vender al electorado mexicano la idea de que, en efecto, en la federalización de la política se hallaba el germen de la vocación democrática del régimen político emanado de la Revolución de principios del siglo XX.
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