El pasado en el presente: ¿continuidad o radicalización?

El pasado 18 de marzo, en un templete acondicionado frente al Palacio Nacional, en el zócalo de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador ofreció el que quizá sea uno de sus más importantes discursos en todo lo que va de su sexenio y aún de lo que le resta para concluir. El pretexto lo proporcionó la conmemoración del 85° aniversario de la expropiación de la industria petrolera, realizada por el General Lázaro Cárdenas del Río, en 1938. Sin embargo, aunque esa fue la excusa, el motivo real parece haber sido el cumplir con la imperiosa necesidad de incidir de manera directa en la definición de lo que él considera que deberían de ser los rasgos irrenunciables del gobierno de profundización de la 4T que le habrá de suceder en 2024.

Tan adepto como es al estudio y la enseñanza de la historia, la manera en que decidió cumplir con dicha misión fue a través del rescate de un pasaje de la historia nacional que, en su discurso, funcionó como una parábola literaria a través de la cual, reinterpretando el pasado revolucionario de México a partir de las necesidades revolucionarias de la actualidad, en realidad estaba valorando el presente a la luz de las lecciones políticas y morales que esa historia le proporcionaba. A saber: explicando a un Zócalo capitalino abarrotado por sus bases sociales de apoyo el dilema al que se tuvo que enfrentar Lázaro Cárdenas ante la coyuntura electoral de 1940, Andrés Manuel en realidad estaba juzgando la disyuntiva en la que él mismo y su proyecto de nación se enfrentaban de cara a la posibilidad de que un gobierno de continuidad de la 4T salga victorioso en los próximos comicios.

El problema planteado por López Obrador, en este sentido, fue el siguiente: en 1940, Lázaro Cárdenas se vio envuelto en la necesidad de elegir, en el seno mismo de la familia revolucionaria, al político que habría de sucederle para el sexenio que habría de concluir en 1946. En ese momento, no obstante, la decisión en cuestión no era para nada sencilla, pues aunque la candidatura del filofascista Juan Andrew Almazán suponía una preocupación política ineludible para la izquierda, dado el contexto occidental (particularmente europeo) marcado por el ascenso del franquismo, del fascismo y del nacionalsocialismo, en realidad, el mayor peligro que avizoraba el general Cárdenas para dar continuidad al proceso revolucionario que había puesto en marcha durante su mandato se hallaba, desde su perspectiva, en el corazón mismo del círculo político que había emergido cómo victorioso de la guerra civil de 1910 a 1929.

De acuerdo con la lectura hecha por López Obrador sobre ese pasaje de la historia nacional, tal peligro interno al nacionalismo revolucionario anidaba en la necesidad de elegir entre quien, para Cárdenas, podría ser la personificación de una mayor profundización de la revolución (en este caso, Francisco J. Mújica) y quien representaba, por lo contrario, la reacción, el retroceso, la posibilidad de una contrarrevolución velada (Manuel Ávila Camacho). Según la interpretación hecha por Andrés Manuel, la cultura política priísta siempre justificó y explicó la designación cardenista de Ávila Camacho como sucesor presidencial para el periodo 1940-1946 apelando al argumento de que el fascismo internacional sencillamente era un peligro político e ideológico demasiado serio como para arriesgar tanto una derrota de la revolución a manos de Almazán como una probable intervención militar preventiva estadounidense en contra del candidato más radical que ofrecía la familia revolucionaria: Mújica.

Andrés Manuel, sin embargo, cuestiona esta lectura canónica de la historia de México en su flanco más débil (el que justifica el autoritarismo avilacamachista a partir del miedo de una intervención gringa en México) para colocar el dedo sobre una llaga distinta, más dolorosa, más punzante y sangrante de la historia nacional: la necesidad de reconocer que no era a pesar del fascismo, del franquismo y del nacionalsocialismo, sino gracias a ellos, que las condiciones internacionales para una intervención estadounidense en el país estaba lejos de ser una alternativa real en el diseño, la planeación, la organización y la ejecución de la política exterior estadounidense hacia México.


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Así, López Obrador termina explicando dos cosas, una mucho más explícitamente que la otra: primero, que, en 1940, el temor infundado a una invasión estadounidense en México, sustentada en una mala apreciación del peligro que suponía para la región el auge del franquismo, del fascismo y del nacionalsocialismo condujo a Cárdenas a tomar la que quizá fue su peor decisión presidencial: ungir como su sucesor a un militar que, en los hechos, sólo se dedicó a desandar el camino andado por él; y, en segunda instancia, que el México de hoy, el de la antesala electoral al relevo presidencial de 2024, se halla en una circunstancia similar a la de aquellos comicios, en la que, en particular, en el interior de la 4T se corre el riesgo de tomar decisiones costosísimas para la construcción de la posibilidad de dar continuidad y de profundizar a la Cuarta Transformación de la vida pública nacional durante los siguientes seis años.

En su discurso del pasado 18 de marzo, la comparación entre el pasado y el presente de México hecha por López Obrador a menudo no parece ser tan explícita (ni siquiera un poco explícita) como entre cierta parte de la intelectualidad de izquierda se comienza a afirmar, sobre todo, dada la reticencia de Andrés Manuel a mencionar al presente por su nombre. Sin embargo, el simbolismo del gesto, la carga histórica que para él representa la fecha en cuestión y el formato de mitin popular al que recurrió para hacer llegar su mensaje de manera directa a sus bases sociales de apoyo (sin mediaciones y sin el riesgo de censura y/o manipulación mediática que sus conferencias mañaneras suelen sufrir) confirman, desde todo punto de vista que esté medianamente versado en la historia de la cultura política del nacionalismo revolucionario mexicano, que, habiendo asumido la posición histórica de Lázaro Cárdenas en 1940, López Obrador aprecia entre sus dos principales alfiles electorales (Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard) dos personificaciones análogas, contemporáneas, a las de Mújica y Ávila Camacho en su momento.

Ahora bien, a un par de días de distancia del mitin del 18 de marzo, no es raro encontrar que, entre los círculos políticos e intelectuales más próximos a Marcelo Ebrard, se afirme que, aún sin haberla mencionado por su nombre, y apellido, AMLO asimiló a la figura de Sheinbaum con la de Ávila Camacho (es decir, con la personificación de la reacción conservadora dentro de la propia revolución), mientras que asumen que el Francisco J. Mújica de López Obrador es el propio Marcelo. Algo similar, pero de signo contrario, ya también comienza a suceder entre los círculos políticos e intelectuales de apoyo de Sheinbaum, para quienes ella es, claramente, la Mújica de Andrés Manuel (esto es, su alternativa de continuidad y hasta de radicalización del proyecto de la 4T), mientras que Ebrard sería el avilacamachista. ¿A quién considera AMLO, en todo caso, como la representación de la reacción y a quién como el sinónimo de la continuidad y de la profundización?

La respuesta a esta pregunta no es del todo clara, en principio, porque hasta el momento AMLO ha procurado ser sumamente cuidadoso con sus gestos, sus palabras y su respaldo tanto a Claudia como a Marcelo, tratando de mantener cierto equilibrio entre ambas figuras. Y es que, aunque desde el 2018 la intelectualidad mexicana ha venido especulando que Sheinbaum es su favorita, la realidad de las cosas es que, si esa afirmación fuese así de tajante y de evidente en y por sí misma, entre las bases sociales de apoyo del obradorismo y de la 4T no existiría tanta fragmentación en las preferencias electorales como existe hasta el momento ni, mucho menos, se sentiría cierta ausencia de un liderazgo claro entre quienes abiertamente han declarado estar buscando la presidencia en el 2024. De hecho, aclarar un poco más esa aparente indefinición de su parte parece haber sido, en gran medida, uno de los principales motivantes de Andrés Manuel para haber pronunciado el discurso que emitió en el zócalo este fin de semana. 

Cualquiera que sea el caso, un par de cosas son seguras. Es claro, en primera instancia, que para López Obrador, como para Cárdenas en 1940, el principal peligro que se cierne sobre la posibilidad de consolidar un proyecto de nación transexenal no proviene desde afuera de la propia 4T (así como para Cárdenas no provenía ese peligro mayor desde fuera de la familia revolucionaria, con Almazán) sino que, antes bien, anida, hoy, en el seno del Movimiento de Regeneración Nacional. En esa línea de ideas habría que pensar, quizá, en personajes como Ricardo Monreal y sus más leales personeros, cuyas ambiciones atentan una y otra vez con minar desde adentro a la 4T, aunque en ello se jueguen el destino de toda una nación.

También es claro, en segundo lugar, que, aunque López Obrador no hizo explícita la identidad de las analogías a las que recurrió, en su perspectiva de las cosas, sí existe el riesgo de que, entre quien se haga con la presidencia de la república en 2024, por MORENA, o se profundice o se retroceda en lo hasta ahora alcanzado, aún si no es un personaje como Monreal quién lo consiga. Es ésta una advertencia de fondo que no es menor, porque apunta a visibilizar que la reacción puede usar los ropajes de la transformación, ondear sus banderas y hablar su misma lengua.

Es factible especular, por lo demás, que, dada la forma en la que abordó el análisis de la política exterior cardenista y la estructura de las relaciones internacionales en la que se inscribía México en aquellos años, Andrés Manuel haya buscado enseñar al electorado del México contemporáneo que las credenciales de Marcelo Ebrard en su paso por la Secretaria de Relaciones Exteriores no debe de ser un dato que se sobrevalore al momento de seleccionarlo como candidato de MORENA a la presidencia de la república (sobre todo en tiempos en los que la hostilidad estadounidense vuelve a ser un asunto de preocupación general en México). Sin embargo, inclusive si especular en este sentido no es del todo acertado, lo que es incuestionable es la enseñanza de fondo que transmitió AMLO en esta reflexión: son las contradicciones y las conflictividades internas, de cada Estado, los factores que, en última instancia, determinan las posibilidades con las que contará la izquierda de triunfar o de perder ante el ascenso de la derecha en un contexto de crisis y de polarización, como el que hoy atraviesa el capitalismo.

En tercera instancia es claro, asimismo, que Andrés Manuel es plenamente consciente de que, quienquiera que le suceda por MORENA en la presidencia de la república, lo hará desde una posición de desventaja (quizás hasta de debilidad) ante ciertos poderes formales y fácticos que buscarán limitar su programa de gobierno a menos de que la persona que triunfe en los comicios opte por negociar con ellos para favorecer sus intereses; es decir, a menos de que el ganador o la ganadora de la contienda electoral se corra ideológicamente hacia el centro del espectro político. La razón de esto parece ser la carencia de ciertos atributos que López Obrador ve en sí mismo, pero que no alcanza a apreciar ni en Claudia ni en Ebrard; atributos como su popularidad, su carisma, su talento y su experiencia, todos ellos rasgos que, a lo largo de su sexenio, le permitieron sobrevivir al asedio de élites políticas y económicas opositoras a su proyecto de transformación.



Quizás es esa misma conciencia lo que llevó a Andrés Manuel a abrir su disertación sobre Cárdenas delineando las estrategias que el General empleó para construirse unas bases sociales de apoyo capaces de hacerle sobreponerse a cualquier afrenta política por difícil que ésta pareciera, o, en un sentido similar, lo que le llevó a recomendar estudiar a quienes quieran dedicarse al noble oficio de la política la forma en que Cárdenas consiguió no sólo legitimar la forma de Estado que construyó y la cultura política de la que se valió para ejercer el poder, sino, asimismo, también la manera en que organizó a ese mismo Estado y a ese mismo poder para servir a los intereses de la nación y, dentro de ellos, en primera instancia, para servir a las necesidades del pueblo marginado, humillado, explotado y empobrecido. Su apelación a ganar el apoyo, la lealtad, del pueblo, en este sentido, lejos de ser un recurso demagógico o una estrategia populista (como acusan sus detractores), en el fondo parece ser una recomendación pragmática para una política (Claudia) y un político (Marcelo) que no cuentan con ninguna experiencia en el ejercicio de una política de masas, pero que lo necesitaran para aguantar la reacción que se organice en 2024 si en verdad desean profundizar la Cuarta Transformación y no ser sólo su opaca continuidad.

Habría que decir, por ello, que cabe la posibilidad de que quizá ni Sheinbaum ni Ebrard sean dos perfiles presidenciables a quienes se les haga justicia comparándolos con Francisco J. Mújica y con Manuel Ávila Camacho, respectivamente (o viceversa). Podría ser, de hecho, que ya estando en la presidencia de México, ni ella sea tan radicalmente de izquierda ni él tan radicalmente moderado como el propio López Obrador piensa que son (aunque si lo piensa así sus razones de peso y con causa debe de tener). Sin embargo, aunque esas opciones están ahí, latentes, para Andrés Manuel, ello no significaría que tanto Claudia como Marcelo no puedan corregir aún el rumbo y ceñirse a las lecciones que él mismo extrajo del pasado cardenista.

Lecciones como estar más cerca de las mayorías explotadas y humilladas, empobrecidas y marginadas, que de las clases medias y los sectores privilegiados. Lecciones como privilegiar la propiedad estatal de los recursos naturales que son estratégicos y vitales para la supervivencia del pueblo de México. Lecciones como mantener la unidad del proyecto de nación aunque sus aspiraciones personales se vean atajadas. Lecciones como repartir la riqueza nacional entre el pueblo y hacer de él la base social que le permita a cualquiera que se dedique al noble oficio de la política sobrevivir al asedio de las élites empresariales y los intereses facciosos. Lecciones, por supuesto, que ni él ni ella deberían de echar en saco roto, pues ni ella ni él (ni Claudia ni Marcelo) cuentan con la popularidad, con el carisma, con la experiencia, con el apoyo popular y el capital político suficientes como para resistir los embates que López Obrador sí pudo aguantar durante su gestión por gozar de todo ello.

Finalmente, en cuarto lugar, también habría que subrayar que el discurso ofrecido por el presidente de México del 18 de marzo no fue nada cercano a un acto reflejo, circunstancialmente condicionado por la marcha del 25 de febrero de 2023 (#ElINEnosetoca), con el objetivo de volver a medir músculo político con sus adversarios ni, mucho menos, un discurso puramente incendiario o provocativo, orientado a decantar, una vez más, las posturas de quienes enmascaran sus posturas reaccionarias con vestiduras y consignas ciudadanas. No. El mitin del 18 de marzo fue, por lo contrario, una oportunidad que a Andrés Manuel le permitió dirigirse, sin mediaciones, a las masas, aprovechando la fecha para circunscribir la importancia política que tiene el definir posturas e intereses en el presente para construir el futuro que el pueblo de México habrá de habitar. Su discurso sobre el cardenismo, por ello, fue histórico, pero no fue una lección de historia, sino un alegato en favor de pensar con radicalidad la política del presente sin la cual toda proyección hacia el futuro de la 4T se vuelve imposible de realizar.


Ricardo Orozco

Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Desde el 2019, miembro del Grupo de Trabajo Geopolítica, integración regional y sistema mundial, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).

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