La tercera muerte de la Revolución Mexicana

Durante muchos años (por lo menos desde que en comenzaron a experimentarse alternancias partidistas en las elecciones de gobiernos locales en el país), en el imaginario político mexicano se aceptó como sentido común dominante la idea de que, en un escenario comicial de carácter federal, la candidatura que fuese capaz de ganar las votaciones en el Estado de México invariablemente se convertiría en la ganadora para ocupar la presidencia de la república por los siguientes seis años. Esta idea (que por cierto se parece muchísimo a la manera en la que en Estados Unidos se afirma que quien gana Estados como California o Texas tiene ganada, también, la presidencia de la Unión) sin duda parece haber nacido de dos consideraciones sobre los cambios que en la definición de la política nacional habían introducido, justo, las alternancias partidistas locales.

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Defender la soberanía nacional contra el espionaje estadounidense

Para quienes acostumbran a observar en el servilismo del presidencialismo mexicano ante el gobierno de Estados Unidos un rasgo claro de estabilidad en la relación bilateral que habría que celebrar, el hecho de que Andrés Manuel López Obrador lleve prácticamente todo el año peleando con las autoridades estadounidenses por causa del combate al tráfico de fentanilo desde este lado de la frontera hacia el Norte del Río Bravo es una señal clara de que los tratos diplomáticos entre ambos Estados se halla en uno de sus peores momentos históricos. Desde su perspectiva, después de todo, que las autoridades mexicanas se envalentonen y decidan discutirles a las estadounidenses sus dichos y hechos no puede ser considerado sino un desacierto, reprobable desde todo punto de vista (moral, político, ideológico, económico, estratégico, geopolítico, etc.) que no conduce a otro lado que no sea a despertar animadversiones del que es el principal socio comercial de México.

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El pasado en el presente: ¿continuidad o radicalización?

El pasado 18 de marzo, en un templete acondicionado frente al Palacio Nacional, en el zócalo de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador ofreció el que quizá sea uno de sus más importantes discursos en todo lo que va de su sexenio y aún de lo que le resta para concluir. El pretexto lo proporcionó la conmemoración del 85° aniversario de la expropiación de la industria petrolera, realizada por el General Lázaro Cárdenas del Río, en 1938. Sin embargo, aunque esa fue la excusa, el motivo real parece haber sido el cumplir con la imperiosa necesidad de incidir de manera directa en la definición de lo que él considera que deberían de ser los rasgos irrenunciables del gobierno de profundización de la 4T que le habrá de suceder en 2024.

Tan adepto como es al estudio y la enseñanza de la historia, la manera en que decidió cumplir con dicha misión fue a través del rescate de un pasaje de la historia nacional que, en su discurso, funcionó como una parábola literaria a través de la cual, reinterpretando el pasado revolucionario de México a partir de las necesidades revolucionarias de la actualidad, en realidad estaba valorando el presente a la luz de las lecciones políticas y morales que esa historia le proporcionaba. A saber: explicando a un Zócalo capitalino abarrotado por sus bases sociales de apoyo el dilema al que se tuvo que enfrentar Lázaro Cárdenas ante la coyuntura electoral de 1940, Andrés Manuel en realidad estaba juzgando la disyuntiva en la que él mismo y su proyecto de nación se enfrentaban de cara a la posibilidad de que un gobierno de continuidad de la 4T salga victorioso en los próximos comicios.

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