Durante muchos años (por lo menos desde que en comenzaron a experimentarse alternancias partidistas en las elecciones de gobiernos locales en el país), en el imaginario político mexicano se aceptó como sentido común dominante la idea de que, en un escenario comicial de carácter federal, la candidatura que fuese capaz de ganar las votaciones en el Estado de México invariablemente se convertiría en la ganadora para ocupar la presidencia de la república por los siguientes seis años. Esta idea (que por cierto se parece muchísimo a la manera en la que en Estados Unidos se afirma que quien gana Estados como California o Texas tiene ganada, también, la presidencia de la Unión) sin duda parece haber nacido de dos consideraciones sobre los cambios que en la definición de la política nacional habían introducido, justo, las alternancias partidistas locales.
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