El pasado en el presente: ¿continuidad o radicalización?

El pasado 18 de marzo, en un templete acondicionado frente al Palacio Nacional, en el zócalo de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador ofreció el que quizá sea uno de sus más importantes discursos en todo lo que va de su sexenio y aún de lo que le resta para concluir. El pretexto lo proporcionó la conmemoración del 85° aniversario de la expropiación de la industria petrolera, realizada por el General Lázaro Cárdenas del Río, en 1938. Sin embargo, aunque esa fue la excusa, el motivo real parece haber sido el cumplir con la imperiosa necesidad de incidir de manera directa en la definición de lo que él considera que deberían de ser los rasgos irrenunciables del gobierno de profundización de la 4T que le habrá de suceder en 2024.

Tan adepto como es al estudio y la enseñanza de la historia, la manera en que decidió cumplir con dicha misión fue a través del rescate de un pasaje de la historia nacional que, en su discurso, funcionó como una parábola literaria a través de la cual, reinterpretando el pasado revolucionario de México a partir de las necesidades revolucionarias de la actualidad, en realidad estaba valorando el presente a la luz de las lecciones políticas y morales que esa historia le proporcionaba. A saber: explicando a un Zócalo capitalino abarrotado por sus bases sociales de apoyo el dilema al que se tuvo que enfrentar Lázaro Cárdenas ante la coyuntura electoral de 1940, Andrés Manuel en realidad estaba juzgando la disyuntiva en la que él mismo y su proyecto de nación se enfrentaban de cara a la posibilidad de que un gobierno de continuidad de la 4T salga victorioso en los próximos comicios.

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Caso García Luna: el coraje de la verdad y la espiral de silencio

Según declaraciones de la fiscalía estadounidense que en estos días lleva la responsabilidad de conducir el juicio en contra de Genaro García Luna, en una corte de Brooklyn, acusado de haber cometido, en el ejercicio de sus funciones como Secretario de Seguridad Pública del expresidente Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), diversos delitos relacionados con el tráfico de drogas hacia Estados Unidos, el caso en cuestión comenzó a ser armado desde el año 2018, a partir de las declaraciones que fueron emitidas por los que popularmente se conocen como capos de la droga mexicanos en sus propios juicios, ya fuese en calidad de testigos y/o de cooperantes en procesos seguidos en contra de otros capos o, las más de las veces, como acusados ejerciendo su defensa a través de su testimonio. Tales fueron, en particular, los casos de Edgar Valdez Villarreal, sentenciado en junio de 2018 a 49 años de cárcel; de Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, condenado en febrero de 2019 a cumplir cadena perpetua y el de Sergio Villarreal Barragán, quien fue reclutado por las autoridades de aquel Estado como testigo protegido en 2019, evitándole la prisión.

Y es que, en efecto, lo que tienen en común esos tres ejemplos (de lejos los más mediatizados entre otros tantos igual de relevantes, lo mismo en Estados Unidos que en México), además de la proximidad en tiempo en la que se dieron, es que, tanto en las declaraciones emitidas por Valdez Villarreal y por Guzmán Loera en su propia defensa como en los testimonios ofrecidos por Villarreal Barragán al servicio del sistema judicial estadounidense para enjuiciar a viejos aliados y enemigos, acusaciones, señalamientos similares (si no idénticos) se hicieron en contra de personajes como Genaro García Luna, exfuncionario a quien en todos los casos se identificó como uno de los principales beneficiarios de los pagos realizados por diversas organizaciones criminales a las autoridades federales mexicanas en materia de seguridad pública, y, en consecuencia, como uno de los principales agentes gubernamentales de nivel federal encargado de ofrecer, a cambio de los sobornos recibidos, seguridad y protección institucional a esas mismas redes delincuenciales en el ejercicio de sus actividades delictivas.

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Buenaventura: una lección histórica de pacificación de la violencia armada para toda América

A pesar de que América comienza este nuevo año colmada de gobiernos progresistas (más o menos moderados, según sea el caso particular del que se trate, pero progresistas al final del día), desde hace unos meses, una conjunto de eventos desafortunados a lo largo y ancho de la región han venido opacando a algunos de los grandes logros que estas presidencias han conseguido en favor de la construcción de condiciones de vida mucho más democráticas, más libres, más igualitarias y socialmente justas para sus respectivos pueblos.

En efecto. Desde ilegítimas destituciones de los titulares de los poderes ejecutivos nacionales de algunos Estados (como en Perú), hasta la repetición de catástrofes humanitarias de proporciones y consecuencias aún imprevisibles (como en Haití), pasando por asaltos ciudadanos a los poderes legal y legítimamente constituidos (en Brasil), o por derrotas constituyentes en contra de los resabios aún vivientes de viejas dictaduras (en Chile), y por la extensión del recurso a la instauración de Estados de excepción para hacer frente a cualquier problemática que parezca ingobernable (El Salvador y Honduras), en diversos puntos del continente pareciera que las cosas no marchan tan bien como deberían, en medio de lo que con bastante premura entre las filas intelectuales de la izquierda ya se celebra como un nuevo ciclo o una nueva ola progresista regional que —tantos y tantas afirman— llegó para quedarse ante las derrotas políticas, económicas, ideológicas y morales sufridas por la derecha en el contexto post-contingencia sanitaria por Covid-19.

Sin embargo, más allá de que en verdad hay mucho que destacar, en general, de lo trabajado con mayor o con menor profundidad y amplitud por estos gobiernos ahí en donde han proliferado en los últimos años (en México, en Brasil, en Argentina, en Colombia y en Bolivia, etc.), un fenómeno local comienza a materializarse como el que quizá podría llegar a tener un impacto decisivo en la manera en la que los pueblos de América coexisten con la violencia armada tan lacerante que desde hace décadas desgarra sus vidas, expolia sus recursos naturales y sus riquezas sociales, destruye sus formas de convivencia cotidiana y desarticula sus dinámicas comunitarias. A saber: el pasado domingo 8 de enero de 2023, mientras el grueso de la región asistía como espectadora incrédula a lo que parecía una reedición tropical (en Brasilia) del asalto al Capitolio estadounidense, en Colombia, enclavada en lo profundo del Valle del Cauca, la ciudad de Buenaventura pasó de ser una de las veinte urbes más violentas de todo el mundo (113 homicidios violentos en 2019; 111, en 2020; 186, en 2021; en una población de 311,508 habitantes) a cumplir sus primeros cien días sin contabilizar una sola muerte violenta dentro de sus fronteras.

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Brasil: la izquierda y el bolsonarismo más allá de Jair Bolsonaro

¿En qué medida era previsible el asalto ciudadano que experimentó la sede de los tres poderes federales de Brasil, el pasado domingo 8 de enero de 2023 (08/01), cortesía de una amorfa, pero al parecer mínimamente organizada, derecha social envalentonada desde el golpe a Dilma Rousseff, en 2016?

Seguro habrá, tanto entre las filas de la derecha como de la izquierda, a nivel nacional, regional e internacional, quién asegure que algo como lo acontecido el 08/01 era, desde todo punto de vista, una verdadera imposibilidad históricamente objetiva, en la medida en la que, hasta antes de los hechos, tres eventos permitían descartar toda opción de una reacción social por la derecha de tales proporciones. A saber: i) la victoria electoral de Lula y su consecuente investidura presidencial sin sobresaltos (acompañado por un bono demográfico de legitimidad como sólo su carisma sabe convocar en tiempos de escasez de relevos generacionales en la política nacional brasileña); ii) la resignación en la derrota electoral y la posterior huida a Estados Unidos del que se consideraba el principal factor de instigación golpista en contra de Lula, Jair Bolsonaro; y, iii) la confirmación, por parte de Lula, de un gabinete federal al parecer tendencialmente más moderado que aquellos que conformó en sus dos mandatos anteriores, discursivamente defendido apelando a la reconciliación y la unidad nacional del pueblo brasileño (en esa línea de ideas, fragmentado por Bolsonaro).

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Perú: el martirio de Pedro Castillo

En una sucesión de acontecimientos desafortunados cuyo desenlace no parecía del todo previsible (en la forma en que se dio), la política peruana volvió a sumergirse en un estadio de absoluta incertidumbre, marcada por la emergencia de un nuevo momento de crisis derivado de la destitución del presidente Pedro Castillo. Los hechos, vistos en su dimensión coyuntural, se presentaron, primero, como el intento del ahora expresidente Castillo de disolver al Congreso; y, en seguida, por la aprobación, en el seno del poder legislativo, de la moción de vacancia que conduciría a la destitución del titular del ejecutivo bajo el argumento de que éste se hallaba moralmente incapacitado para ejercer el cargo. Así fue, de hecho, como la derecha mediática local, regional e internacional presentó la noticia: como una tragedia que se explicaba exclusivamente por las supuestas ambiciones dictatoriales de Castillo y los errores que había cometido en cadena nacional el pasado miércoles 7 de diciembre.

En una lectura de mucho más largo aliento, por supuesto, los rasgos coyunturales de la destitución de Pedro Castillo palidecen ante el reconocimiento de que, desde su toma de protesta como presidente de la nación, en julio del 2021, Castillo no vivió ni un solo instante de su gestión gubernamental librado del sistemático asedio que sobre su investidura desplegó un poder legislativo plagado de representantes de la derecha política más reaccionaria de la que se tenga memoria en la historia reciente de aquel país andino. De tal suerte que, para comprender en profundidad lo que en realidad condujo a la destitución de Castillo no basta con repetir mecánicamente que la aprobación de su vacancia fue la respuesta lógica a la tentativa presidencial de disolver al Congreso para llamar a elecciones a un constituyente que le diese a la nación un nuevo texto normativo fundamental.

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