A propósito de Mijaíl Gorbachov: la URSS y el socialismo que nunca fue

A propósito del fallecimiento de Mijaíl Gorbachov, ¿qué significado histórico tiene su deceso, a la luz del rol político que tuvo en tanto que último mandatario de la Unión Soviética?, ¿tiene, en principio, alguna implicación su muerte para pensar la historia del tiempo presente, o es que su deceso no va más allá de la simple conmemoración de un exmandatario de Estado más, como suele ocurrir con los pésames que entre las elites políticas se suelen dispensar cuando uno o una integrante de su tribu desaparece físicamente de este mundo?

En apariencia preguntas retóricas, no son éstas, sin embargo, interrogantes superficiales. De la respuesta que se de a ellas depende, entre muchas otras cosas, por ejemplo, la capacidad que se tenga de explicar por qué, en medio de uno de los contextos globales más abierta y profundamente hostiles en contra de la cultura, la política, la economía y la historia de Rusia, de pronto la mayor parte de la prensa occidental (al margen de las loas propias de ciertas clases políticas globales) se volcó hacia la extensión de pésames y de tributos discursivos tendientes a enaltecer la figura de Gorbachov.

Y es que, si bien es cierto que, para cualquier observador serio y atento de la historia, la Rusia de hoy no es de ningún modo idéntica a la Unión Soviética de ayer, los tiempos que corren se caracterizan, precisamente, por el auge de una generalizada incomprensión internacional de las enormes distancias que se abren, en todos los aspectos, entre esta Rusia y aquella Unión Soviética. En Occidente, la falsa identificación mecánica y en automático de Rusia como un mero despojo de lo que en su momento fue la Unión Soviética, por supuesto, se explica por una multiplicidad y una diversidad de factores imbricados que van desde las diferencias idiomáticas hasta las distancias culturales, pasando por el hecho de que, geográficamente, Rusia parece demasiado lejana al grueso de esas sociedades occidentales y, en última instancia, abrevando, también, de ciertas reminiscencias ideológicas normalizadas durante la época de la guerra fría que, entonces como ahora, condujeron y siguen conduciendo a sostener discursos de odio en contra de cualquier cosa que parezca una herencia del sovietismo.

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Los espectros de la violencia y sus narrativas en México

En las últimas semanas, un puñado de ciudades en el Norte (Chihuahua y Baja California), Occidente (Jalisco) y Bajío (Guanajuato) de la geografía mexicana se colocaron en el centro del debate político nacional debido a los hechos de violencia que ahí se registraron: ataques indiscriminados en contra de la población civil, incineraciones de vehículos particulares y adscritos al transporte público local y/o incendios inducidos en instalaciones comerciales de grandes cadenas trasnacionales dedicadas a la venta por menudeo.

En un país que, por lo menos desde diciembre de 2006, en los albores del sexenio encabezado por Felipe Calderón, es visto regional e internacionalmente como uno de los principales epicentros de la violencia armada en América, producto del actuar de organizaciones criminales dedicadas, entre otros rubros, al trasiego de estupefacientes, los atentados de los últimos días bien podrían no parecer, a primera vista, nada anormal o fuera de lo común si se los compara, por ejemplo, con la masacre perpetrada en el Casino Royale, en Monterrey, el 25 de agosto de 2011, cuando un grupo armado provocó un incendio al interior del inmueble, encerrando a un centenar de personas en él, provocando la muerte de, por lo menos, cincuenta y dos de ellas. De hecho, en esa misma lógica, habría, inclusive, quien podría llegar a afirmar que, en un frío cálculo comparativo, los atentados de Jalisco, Guanajuato, Chihuahua y Baja California de estos días sin duda alguna palidecerían (lo mismo por sus consecuencias en la psique de la población que por el número de víctimas mortales) ante acontecimientos como los granadazos en pleno Zócalo de Morelia, Michoacán, abarrotado por los festejos relativos a la conmemoración del 198 aniversario del grito de independencia, en 2008.

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La falsa «conciencia climática» en la nacionalización eléctrica francesa

A pesar de que el desarrollo de los acontecimientos alrededor de la invasión rusa a Ucrania sigue siendo el principal foco de atención del grueso de la prensa mainstream en Occidente (incluyendo los grandes medios corporativos que acaparan el sector en América), en estos primeros días de julio de 2022, Francia logró convertirse en una de las noticias más relevantes a ambos lados del Atlántico debido al anuncio hecho por la primera ministra, Élisabeth Borne, acerca de la pretensión del Estado francés de hacerse con el 100% del control accionario de la multinacional Electricité de France (EDF). La noticia, por supuesto, no es en estricto sentido una novedad: desde hacía varios meses, Emmanuel Macron había venido barajando la posibilidad de nacionalizar EDF para garantizar que el Estado que preside contase con un amplísimo margen de soberanía energética entre las economías de Europa.

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La Cumbre de cuál América…

¿Cuáles de todas las Américas que existen en este continente fueron las convocadas por el mandatario estadounidense, Joe Biden, para formar parte de los trabajos de la IX Cumbre, celebrada en California desde el pasado seis de junio? Y, sobre todo, ¿qué América se espera que emerja de dicho encuentro? Ambas preguntas parecen ociosas —y hasta profundamente retóricas— en la medida en que dan por hecho que existe más de una América y, sin embargo, por lo menos en México, a partir del debate que inauguró el presidente Andrés Manuel López Obrador, a raíz de su negativa a asistir a dicha Cumbre si no participaba en ella la totalidad de Estados que conforman el continente, son dos cuestionamientos de lo más pertinentes.

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La política de poder de las grandes potencias: racionalizar el caos

En la larga historia del moderno sistema mundial, una cosa es segura (dada su tendencia a comportarse en forma cíclica): en el capitalismo global, las crisis coyunturales son recurrentes y las crisis estructurales son inevitables. Pero un periodo o un momento de crisis, no obstante, no es cualquier fenómeno en el marco de funcionamiento de este sistema de dimensiones planetarias: cuando se producen, tienden a orillar a los actores a actuar de manera distinta a como lo harían mientras la lógica del capitalismo opera con relativa normalidad. Y si bien es verdad que esta afirmación parece ser poco menos que evidente en y por sí misma, a juzgar por la forma en la que se ha abordado intelectualmente la confrontación entre Rusia, por un lado; y Estados Unidos y la OTAN, por el otro; la realidad de la cuestión es que esta comprensión de las crisis como un elemento determinante en el diseño y el despliegue de la Raison d’état de las grandes potencias no parece ser muy bien aceptada.

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