La falsa «conciencia climática» en la nacionalización eléctrica francesa

A pesar de que el desarrollo de los acontecimientos alrededor de la invasión rusa a Ucrania sigue siendo el principal foco de atención del grueso de la prensa mainstream en Occidente (incluyendo los grandes medios corporativos que acaparan el sector en América), en estos primeros días de julio de 2022, Francia logró convertirse en una de las noticias más relevantes a ambos lados del Atlántico debido al anuncio hecho por la primera ministra, Élisabeth Borne, acerca de la pretensión del Estado francés de hacerse con el 100% del control accionario de la multinacional Electricité de France (EDF). La noticia, por supuesto, no es en estricto sentido una novedad: desde hacía varios meses, Emmanuel Macron había venido barajando la posibilidad de nacionalizar EDF para garantizar que el Estado que preside contase con un amplísimo margen de soberanía energética entre las economías de Europa.

Ese objetivo, de hecho, se convirtió en uno de los principales caballos de batalla de Macron en los comicios presidenciales de abril pasado, en los que, dicho sea de paso, el mandatario reelecto se dejó ver en una de sus facetas más abiertamente cargadas hacia la derecha del espectro ideológico, demostrando, una vez más, que cuando el liberalismo de centro se siente acosado por ambos extremos (por una izquierda mucho más radical y una derecha mucho más extrema), la solución fácil siempre resulta ser el decantarse por la derecha, antes que ofrecer alguna alternativa por la izquierda.

Y lo cierto es que no era para menos: antes, inclusive, de que la guerra en Ucrania estallase, en febrero de 2022, Macron ya había advertido en algunas declaraciones del presidente ruso, Vladimir Putin, acerca de la dependencia energética de Europa del gas ruso, ciertas amenazas que, en diversas ocasiones, lo llevaron a plantear, hasta en el seno del entramado institucional de la Unión, la necesidad de que las economías de Europa fuesen capaces de garantizarse un mínimo de autonomía y/o independencia energética hacia el futuro, dada la previsible volatilidad de los años por venir.

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Don’t Look Up! La interiorización social de las distopias

Hace unos días, previo al cierre del 2021, la plataforma de contenidos multimedia por streaming, Netflix, estrenó en México una de sus producciones originales hasta hoy más exitosas (aunque por debajo de los niveles de audiencia alcanzados por El Juego del Calamar): Don’t Look Up. El largometraje, dirigido por el guionista, director y actor estadounidense Adam McKay (quien cuenta entre sus joyas la dirección de Vice, en 2018; y The Big Short, en 2015), tiene el mérito inicial de ser una producción en la que convergieron personalidades consolidadas de la industria cinematográfica estadounidense (Leonardo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Cate Blanchett y Meryl Streep) con talentos en rápido ascenso (Jonah Hill y Timothée Chalamet).

Con una combinación entre elenco y dirección de esa magnitud (y dando por descontada la inclusión de desaciertos lamentables, como la actuación de Ariana Grande), así, a primera vista, Don’t Look Up parece ser una pieza prometedora dada la seriedad con la que históricamente han construido sus carreras algunas de las figuras estelares de la película y, más aún, a la luz del compromiso que muchos de ellos y muchas de ellas han asumido con la interpretación de roles que, por lo menos en la pantalla, expresen algún grado de responsabilidad social con causas urgentes de nuestro tiempo o algún nivel de complejidad humana difícil de representar. La realidad es, no obstante, que Don’t Look Up es una producción insufrible, que sólo alcanza a brillar tenuemente por las grandes actuaciones de sus estelares, sin las cuales sus 145 minutos de duración se sentirían simplemente como un desperdicio de vida ante la pantalla.

De ahí que, en general, lo más interesante de esta película no sea en sí mismo su calidad como un producto cinematográfico más sino, antes bien, por un lado, el mensaje de fondo que intentó transmitir; y, por el otro, el efecto social que tuvo entre las masas que atendieron su estreno y su consumo como un fenómeno cultural de enormes proporciones y de aguda concientización colectiva sobre el estado en el que se halla la vida humana (y cualquier otro tipo de vida orgánica) en el planeta Tierra.

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Supervivencia geopolítica del ecologismo

Hace unos días, la Revista Común: memorias, combates, proyectos (uno de los espacios de reflexión de la izquierda crítica más rico, lúcido y prolífico en el México de hoy) publicó un texto de mi autoría titulado «Sobre geopolíticas imperiales y soberanía energética». El objetivo de dicho texto era triple. A la luz de la discusión que sobre la materia se ha abierto en México, en los últimos meses, impulsada por López Obrador, se buscaba:

a) evidenciar la falsedad en las acusaciones que hace la iniciativa privada sobre la inutilidad del sector público para satisfacer las necesidades de una población dada;

b) mostrar que la disputa que sostiene la presidencia de la República al respecto tiene que ver con una cuestión de estrategia y de supervivencia política, a partir de la conquista de posiciones de fuerza ante las grandes corporaciones transnacionales y sus respectivas potencias globales;

c) colocar en su justa dimensión el rol fundamental que juegan los combustibles fósiles en la definición de las trayectorias que desarrolla el capitalismo contemporáneo, vis à vis las posibilidades que ofrece el control de esos recursos, por parte de apuestas políticas de izquierda, para su propia continuidad histórica en un mundo en crisis sistémica.

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