Hace unos días, la Revista Común: memorias, combates, proyectos (uno de los espacios de reflexión de la izquierda crítica más rico, lúcido y prolífico en el México de hoy) publicó un texto de mi autoría titulado «Sobre geopolíticas imperiales y soberanía energética». El objetivo de dicho texto era triple. A la luz de la discusión que sobre la materia se ha abierto en México, en los últimos meses, impulsada por López Obrador, se buscaba:
a) evidenciar la falsedad en las acusaciones que hace la iniciativa privada sobre la inutilidad del sector público para satisfacer las necesidades de una población dada;
b) mostrar que la disputa que sostiene la presidencia de la República al respecto tiene que ver con una cuestión de estrategia y de supervivencia política, a partir de la conquista de posiciones de fuerza ante las grandes corporaciones transnacionales y sus respectivas potencias globales;
c) colocar en su justa dimensión el rol fundamental que juegan los combustibles fósiles en la definición de las trayectorias que desarrolla el capitalismo contemporáneo, vis à vis las posibilidades que ofrece el control de esos recursos, por parte de apuestas políticas de izquierda, para su propia continuidad histórica en un mundo en crisis sistémica.
Sobre ese último aspecto, por ejemplo, el argumento de partida tenía que ver, necesariamente, con cobrar conciencia de la participación tan diminuta que tienen las energías renovables en la cuota general del mercado energético global. El argumento, en ese sentido, fue el siguiente:
Y aunque hay voces que sin duda colocan como la prioridad del debate no la discusión sobre la nacionalidad de las empresas que deberían de ser dominantes en la industria, sino, antes bien, la necesidad de transitar hacia la producción masiva de energías más limpias, para atajar calentamiento global y el colapso climático antropogénico (Saxe-Fernández, 2018: 39-85), a esas posturas, por completo legítimas, habría que hacerles dos observaciones que tienen, además, cierta utilidad estratégica para la supervivencia de cualquier proyecto de izquierda en México y en el resto de América. La primera tiene que ver con no perder de vista que la cuota de mercado global de los tres principales combustibles fósiles (carbón, gas y petróleo) se ubica por encima de los ciento cuarenta mil terawatts/hora al año, de un consumo total de alrededor de ciento sesenta mil terawatts/hora al año. Es decir, la suma de todas las tecnologías de producción de energías renovables (como la solar, la eólica, la marítima, la geotérmica, la nuclear, y demás) no alcanza a producir más de veinte mil terawatts/hora al año (OWD, 2019; Orozco, 2021).
Apenas publicado el texto, un par de reacciones se hicieron sentir en el debate público por él generado, partiendo del argumento de que la postura ahí defendida era ingenua e indolente respecto de la magnitud y las consecuencias que se desprenden de la crisis climática por la cual atraviesa el planeta, en particular en aquello que tiene que ver con el calentamiento global y el impacto determinante que sobre éste tiene la quema de combustibles fósiles. El argumento de defensa de la política lopezobradorista, en materia de soberanía energética, de acuerdo con el grueso de las críticas planteadas, no difería de la cínica defensa que los grandes capitales, MORENA, la 4T y el partido republicano estadounidense hacen de su aprovechamiento, ignorando o desconociendo el trauma por el cuál atraviesa el medio ambiente del planeta Tierra en su conjunto.
Más allá de entrar en discusiones sobre la falsa percepción que en esas respuestas se tiene sobre la identidad política compartida por los grandes capitales, MORENA, la 4T y los republicanos estadounidenses, ¡como si en verdad todos los gatos fuesen pardos y no existiesen diferencias entre unos y otros!, el tema al que en realidad vale la pena dar réplica aquí es a aquel que se centra en resaltar la necesidad de la utilización generalizada de energías verdes, abandonando la quema de combustibles fósiles.
Que el mundo atraviesa por su sexta extinción masiva de especies (Barnosky, et. al.; 2011), que el calentamiento global está destrozando los frágiles equilibrios orgánicos de los ecosistemas (Altvater, 2019: 111-130), que el desastre ecológico y ambiental por el cuál atraviesa la humanidad tiene como autora intelectual y material a la humanidad (el antropoceno); que es el modo de producción capitalista el vector que acelera la crisis y la radicaliza a cada segundo que pasa (el capitaloceno) (Saxe-Fernández, 2018: 39-85); y que es la quema de combustibles fósiles el principal motor de dicho fenómeno… Todo eso (y las consecuencias derivadas y adyacentes) es algo que no está a discusión: es un hecho. Basta con prestar apenas un mínimo de atención a las advertencias que sobre la materia sistemáticamente se hacen desde las ciencias naturales (por lo menos desde sus voces críticas, no financiadas por grandes corporaciones transnacionales para publicar informes ad-hoc) para comprobarlo y comprenderlo.
El problema de fondo no es, por eso, ninguna supuesta negación de la crisis que acecha a la humanidad y que, sin riesgo alguno de caer en alarmismos, atenta ya con extinguirla de la faz de la Tierra. El verdadero tema de fondo en esta discusión que tiene, por un lado, a la defensa de la soberanía energética; y por el otro, a la defensa del desarrollo de energías limpias; radica en un problema que es de carácter programático; es decir, de su aplicación efectiva en el contexto que domina en este preciso momento de la historia, sin por ello dejar de prestar atención y romper todo compromiso de continuidad con las generaciones venideras.
Y es un problema programático, en efecto, por diversos motivos.
Primero. Discutir el desarrollo de energías menos contaminantes sin abordar el tema del enorme costo de producción que representan, vis à vis su baja aportación a la demanda global de energía, implica desconocer por completo las capacidades tecnologías vigentes, con las cuales se cuenta en la industria en cuestión, y los enormes retos que ello implica para conseguir su masificación en un plano temporal determinado.
Y es que es cierto que, comparativamente, hoy las tecnologías que generan y suplen este tipo de energías son relativamente menos costosas, en sus capacidades de reproducción, de lo que lo eran hace diez, quince o veinte años (IRENA, 2019). Sin embargo, comparadas con los costos de producción de energía obtenida por la vía fósil, la diferencia sigue siendo abismal, y el despliegue de infraestructura necesario para su masificación en el consumo final es, asimismo, a todas luces superior.
Segundo. En sintonía con la apreciación anterior, es importante ser conscientes de que la cantidad de energía que se libera, por ejemplo, por la quema de petróleo, es varias veces mayor a la que se da por la vía eólica o solar. Es decir, en términos concretos, el índice de aprovechamiento y la tasa de retorno energético son mayores en la quema de petróleo (incluso por encima del gas y del carbón) que en la generación de otras energías, como las ya mencionadas (Ferroni & Hopkirk, 2016).
Tercero. Los dos puntos anteriores importan porque, por evidente que sea el argumento, aún si se generaliza la utilización de energías verdes, ese uso estaría circunscrito a la realidad del modo de producción que domina. Y como el capitalista es ese sistema vigente, el problema de la renta tecnológica (Echeverría, 2005) y de la demanda energética no dejan de ser problemas, justo, de orden capitalista; determinados, en última instancia, por las lógicas de su reproducción. ¿Qué significa esto?
Por principio de cuentas, significa que si se dejan de consumir combustibles fósiles, al seguir desarrollando la humanidad su vida cotidiana dentro de los márgenes del capitalismo contemporáneo, su demanda de energía seguirá siendo la misma que hoy se demanda. Por lo tanto, la demanda efectiva que tendrían que suplir estas tecnologías sería la misma a la que hoy suplen el petróleo, el gas, el carbón y todas las demás fuentes que existen en su conjunto. Es evidente, en esa línea de ideas, que ni las tecnologías verdes tienen la capacidad de soportar esos requerimientos ni, mucho menos, que su adopción general llevará a la humanidad a cambiar sus hábitos de consumo. Mientras el modo de producción no cambie, ese cambio en la demanda global parece poco probable. Y por lo tanto, una reconversión de la noche a la mañana es poco menos que ilusoria.
En seguida, acerca de la renta tecnológica, valdría la pena recuperar la reflexión que a propósito de ella hizo en su momento el filósofo mexicano Bolívar Echeverría que, rescatando el recuerdo de la crisis del petróleo que se experimentó en los años setenta del siglo XX, «se hizo evidente hace tres décadas, durante la crisis de petróleo, cuando la propiedad de la tecnología para explotarlo demostró ser más importante para el capital que la propiedad de los yacimientos mismos» (Echeverría, 2005: 19). Para sociedades como las americanas, no perder de vista este factor es fundamental porque apunta al corazón mismo de su situación periférica y dependiente. O, en otras palabras, porque concierne directamente al problema estructural de la apropiación privada del conocimiento científico-tecnológico y su correspondiente desarrollo diferenciado y diferenciador en escalas global, continental, regional, nacional, local, etcétera.
Sobre este punto, asimismo, siempre se podrá argumentar que, entonces, la tarea del Estado y de los científicos y las científicas comprometidas con la causa de salvar al planeta tendría que ser la de desarrollar tecnologías públicas (de propiedad social compartida o colectiva), y que no estén marcadas, de nacimiento, por la lógica capitalista de la obsolescencia programada (Almeida, 2020), porque el propósito final sería el de masificarlas haciendo énfasis en la situación del planeta, y no en la de las necesidades del mercado. El argumento, sin duda, es acertado. El problema, de nueva cuenta, viene cuando se piensa en, por lo menos, dos coordenadas de problematización:
a) en aquella que tiene que ver con el hecho de que la investigación y el desarrollo tecnológico, hoy, se dan por la vía de su financiamiento capitalista;
b) en aquella que tiene que ver con la ofensiva que los grandes capitales desatarían en contra de aquellas apuestas que logren afianzarse por fuera de la obsolescencia programada, de las patentes, de los copy rights, de la renta tecnológica monopolizada por las big tech, etcétera.
¿No ha sido el destino de enormes apuestas ambientalistas el ser devoradas (privatizadas) por los grandes capitales transnacionales cuando éstas se convierten en una alternativa al consumo capitalista de energía? ¿No ha sido esa la historia de violencia que viven sociedades que pretenden conseguir su autonomía tecnológica y su soberanía energética; historia de conflictos financiados por las petroleras o las generadoras de electricidad? ¿No han optado las grandes corporaciones transnacionales por desarrollar energías menos contaminantes para así continuar con el ciclo de reproducción de capital? ¿No es ésta la historia del «capitalismo verde» (Mahnkopf, 2019: 131-156), que se nutre de la ingenuidad del discurso ecologista cuando éste no toma en consideración alguna a la geopolítica global?
Cuarto. Incluso si el Estado, a partir de una lógica de Welfare State, se apropia de los desarrollos tecnológicos para generar estas energías, y en el camino logra sortear la respuesta bélica de las grandes potencias y de los capitales transnacionales que monopolizan la industria, que dichas energías no dependan de la quema de combustibles no quiere decir que sean, ex ante, la respuesta definitiva al cambio climático. Dejar de quemar petróleo, gas y carbón sin duda reduciría en enormes proporciones los gases de efecto invernadero (aunque el metano que produce la ganadería o es varias veces más potente que el CO2). Sin embargo, la historia no acaba ahí.
Otras fuentes de energía requieren, por decir lo menos, consumir enormes cantidades de una lista reducida de recursos minerales que, por lo demás, son increíblemente escasos al rededor del planeta (Crítical Mineral Resources). Silicio, cobalto, titanio, cobre, níquel y litio, por ejemplo, son necesarios para echar a andar celdas solares, transformadores y acumuladores (baterías) de energía. De ahí que, si se está pensando en masificar apuestas como éstas, en los hechos, eso significa, por lo menos, que se tendría que radicalizar e intensificar el productivismo minero que ya tiene azoladas y devastadas a incontables comunidades al rededor del mundo (Jaskoski, 2012).
Siendo (como lo son) estos minerales increíblemente escasos, además, su extracción, apropiación y aprovechamiento implican problemas estratégicos para las grandes corporaciones transnacionales y de posicionamiento geopolítico para el caso de las potencias que dependen de su suministro para mantener su primacía en ciertas actividades económicas. Para ponerlo simple: el aprovisionamiento de estos recursos minerales estratégicos por parte de Estados Unidos, por ejemplo, de acuerdo con el U.S. Geological Survey, depende de que estos le sean importados de regiones como China, partes de Oriente Medio y prácticamente toda América (EOP, 2017).
Otras opciones, como la eólica, requieren, por lo menos, enormes cantidades de distintos tipos de plásticos (extraídos del petróleo), de aleaciones (como el acero) o de otros minerales como el aluminio, para su despliegue de infraestructura. De nueva cuenta, eso significa continuar con la explotación del suelo. ¿Y no es, acaso, el enorme esfuerzo por ampliar la cobertura de la minería marina la respuesta que se ha dado en últimos años para afrontar la escasez en la superficie de la Tierra?
Para Estados periféricos, como los americanos, esa historia es la de los golpes de Estado fraguados por la necesidad de posesión y de explotación de las reservas de estos recursos que poseen en sus territorios (Bolivia, Chile y México para el caso del más importante de ellos: el litio). Ya sea que se los privatice o que se los nacionalice (o que se ejerza algún tipo de soberanía nacional sobre ellos) la afrenta geopolítica por ellos es la misma.
Sexto. Alternativas que requieran una menor explotación mineral de recursos, como la generación de energía eléctrica por vía eólica o hidráulica, tampoco son la solución por sí mismas. Para su operación, este tipo de opciones requieren desplegarse espacialmente por enormes extensiones territoriales (en el caso de campos eólicos) o concentrarse en fuentes de recursos vitales para su aprovechamiento potencial (el caso de las presas e hidroeléctricas).
Cualquiera que sea el escenario, en América, la implementación de ambas vías requiere acaparar una cosa o la otra. Los campos eólicos requieren situarse en posiciones estratégicas en donde la velocidad de los vientos sean las precisas y la hidroeléctricas requieren alterar el curso de los cuerpos de agua (de por sí escasos y en su mayoría profundamente contaminados). En países como México, ello implicaría entrar en disputa con una multiplicidad de comunidades que se valen de esos territorios y de esos cuerpos de agua para sobrevivir. Es más, sin ir tan lejos, para echar a andar a las hidroeléctricas se tendría que cambiar el uso del recurso, pasando a privilegiar su aprovechamiento industrial, por encima del social y humano. Energías limpias no son sinónimo de ausencia de conflictos territoriales. Por lo menos no en América.
Sin duda en el futuro muchas de estas situaciones y requerimientos se modificarán. Pero, por lo pronto, en el contexto actual. Su vigencia es plena.
Ahora bien, suponiendo que se llegue a tener una capacidad instalada suficiente para cubrir las demandas de energía actuales. Dando por sentado, además, que los grandes capitales y las potencias globales no reaccionarán con agresividad ante la afrenta que el éxito de esa alternativa les plantearía. Y concediendo, finalmente, que los problemas relativos al extractivismo mineral se resolverán sin mayor inconveniente, el peor error que se podría cometer, aún en ese escenario, es pensar que con lograr tal articulación de energías menos contaminantes el problema del cambio climático global ya está resuelto.
Esa, no sobra señalarlo, es la quimera, el canto del cisne, que guía el discurso verde del capitalismo postindustrial y socialmente responsable contemporáneo: aquel que, tributario del discurso moderno capitalista por excelencia, asegura que la razón instrumental, la matematización y el desarrollo tecnológico tendrán la potencia para detener y hasta revertir el daño. ¿No es esa la apuesta de la geoingeniería, a través de proyectos como la siembra de nubes o la terraformación? ¿No es esa, asimismo, la apuesta de la ingeniería genética, que busca, a través de la clonación y de la gestación in vitro, resolver el problema de la extinción de especies? ¿No es esa la historia sobre la recomposición de los ecosistemas recuperando especies, desde bancos de datos de ADN, ignorando por completo las dinámicas autorreguladoras (autopoiesis) de los sistemas complejos?
La promesa tecnológica de la racionalidad instrumental moderna pregona que si se logra hacer una reconversión energética, el cambio climático se puede revertir. Andado a ello, si la geoingeniería y la ingeniería genética hacen lo propio, en algún punto, algo de lo perdido se puede recobrar. En el discurso de ciertas pseudoizquierdas, eso se ha asumido acríticamente sin reconocer que cada intervención en el medio modifica por completo al conjunto de equilibrios que el medio natural echa a andar (biológicos, físicos, químicos, electromagnéticos, etc.). Más aún, eso ha llevado a pensar que bastan un par de años para restaurar a la Tierra, pasando de largo la enorme experiencia que se tiene de estudiar a los ciclos geológicos en sus propios tiempos: en tiempos geológicos que no van de década en década, sino que transitan entre siglos.
Y es que, incluso si hoy se detuviese por completo toda la actividad industrial del capitalismo, inclusive si hoy todo el mundo dejase de arrojar gases de efecto invernadero a la atmósfera (dióxido de carbono y metano) o clorofluorocarbonos, lo que es un hecho, es que los gases ya emitidos desde hace varias décadas o un par de siglos no dejarían de tener efectos adversos en el calentamiento general del planeta en los años por venir (Diego, 2019), pues los periodos de vida de estos gases van desde el par de décadas hasta los más de doscientos años (piénsese que el dióxido de carbono emitido a la atmósfera en tiempos de la revolución industrial, alrededor de 1850, aún no se extinguen de la atmósfera terrestre). Sería ingenuo pensar en que si toda la matriz energética se reconvierte hoy, en un par de años todo estará bien de nuevo.
¿Significan todas estas consideraciones, entonces, que hay que abandonar la apuesta por las energías menos contaminantes? No, por supuesto que no. Significan, antes bien, una invitación a no cerrar los ojos ante las coyunturas, ante lo específico de la crisis sistémica y ante las respuestas del gran capital ante todo aquello que lo cuestione. Para poder arribar a un escenario menos degradante de la vida en el planeta, es importante que la izquierda sobreviva a esos embates, a las respuestas sistémicas y violentas del modo de producción. Y es importante, asimismo, aprovechar algunas de sus tendencias para potenciar sus propios proyectos: lograr financiar el desarrollo y masificación de tecnologías verdad a través de la renta petrolera.
Y significa, asimismo, que en este preciso momento de la historia de México y de América es fundamental no pecar de ingenuidad y creer que con apostar por energías verdes en la región las corporaciones transnacionales ya no van a disputar los hidrocarburos que se dejen de explotar. Es vital no creer que los diseños geopolíticos imperiales en curso van a ser abandonados de la noche a la mañana, cuando la supervivencia misma del sistema y de sus actores principales depende, sí o sí, de la matriz energética que los alimenta.