Según declaraciones de la fiscalía estadounidense que en estos días lleva la responsabilidad de conducir el juicio en contra de Genaro García Luna, en una corte de Brooklyn, acusado de haber cometido, en el ejercicio de sus funciones como Secretario de Seguridad Pública del expresidente Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), diversos delitos relacionados con el tráfico de drogas hacia Estados Unidos, el caso en cuestión comenzó a ser armado desde el año 2018, a partir de las declaraciones que fueron emitidas por los que popularmente se conocen como capos de la droga mexicanos en sus propios juicios, ya fuese en calidad de testigos y/o de cooperantes en procesos seguidos en contra de otros capos o, las más de las veces, como acusados ejerciendo su defensa a través de su testimonio. Tales fueron, en particular, los casos de Edgar Valdez Villarreal, sentenciado en junio de 2018 a 49 años de cárcel; de Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, condenado en febrero de 2019 a cumplir cadena perpetua y el de Sergio Villarreal Barragán, quien fue reclutado por las autoridades de aquel Estado como testigo protegido en 2019, evitándole la prisión.
Y es que, en efecto, lo que tienen en común esos tres ejemplos (de lejos los más mediatizados entre otros tantos igual de relevantes, lo mismo en Estados Unidos que en México), además de la proximidad en tiempo en la que se dieron, es que, tanto en las declaraciones emitidas por Valdez Villarreal y por Guzmán Loera en su propia defensa como en los testimonios ofrecidos por Villarreal Barragán al servicio del sistema judicial estadounidense para enjuiciar a viejos aliados y enemigos, acusaciones, señalamientos similares (si no idénticos) se hicieron en contra de personajes como Genaro García Luna, exfuncionario a quien en todos los casos se identificó como uno de los principales beneficiarios de los pagos realizados por diversas organizaciones criminales a las autoridades federales mexicanas en materia de seguridad pública, y, en consecuencia, como uno de los principales agentes gubernamentales de nivel federal encargado de ofrecer, a cambio de los sobornos recibidos, seguridad y protección institucional a esas mismas redes delincuenciales en el ejercicio de sus actividades delictivas.
Fue, en este sentido, el cruce de información proporcionada por distintos actores que en su momento operaron en territorio mexicano como líderes indiscutibles de amplísimas organizaciones criminales (dedicadas lo mismo a actividades ligadas con el narcotráfico que al siempre lucrativo negocio del asesinato a sueldo, pasando por el cobro de rentas a comercios legales, por el tráfico de órganos y la desaparición de personas incómodas al régimen, etc.) lo que condujo a las autoridades estadounidenses a identificar patrones de comportamiento y nexos de complicidad entre funcionarios/as del gabinete de seguridad del entonces presidente Felipe Calderón, por un lado; y los principales cabecillas de los mal llamados cárteles de la droga mexicanos, por el otro; patrones y nexos, dicho sea de paso, que hasta antes de ese momento únicamente se podían presumir como probables, y cuyas causas y consecuencias no podían ser más que materia de pura especulación mientras que no se contase con la información suficiente como para comenzar a amarrar cabos sueltos y, a partir de ello, armar un caso judicial lo suficientemente sólido como para ser llevado ante las cortes estadounidenses especializadas en delitos relativos al narcotráfico internacional sin que en el camino se corriese el riesgo de que, por falta de pruebas o por inconsistencia en las relaciones causales entre las mismas, o todo el caso en cuestión fuese improcedente o, en su defecto, imposible de ganar.
Es, de hecho, esta peculiaridad en el armado de un caso penal, en una corte federal estadounidense, en contra del que hasta ahora es el funcionario mexicano de más alto rango jamás enjuiciado en ese país por delitos relacionados con el narcotráfico internacional, lo que, por lo menos en México, desde que comenzó formalmente el juicio en contra de García Luna (el lunes 23 de enero de este año) ha desencadenado, entre múltiples y diversos actores clave de la derecha nacional (en los medios y en los circuitos de la política oficiosa) por lo menos tres reacciones igual de virulentas y de perniciosas, por sus efectos, para garantizar al conjunto de la sociedad mexicana el cumplimiento de su legítimo reclamo de justicia por todo lo que durante décadas ha tenido que sufrir y sobrevivir bajo el flagelo de la violencia que se desencadenó de la mano de la guerra declarada por Felipe Calderón Hinojosa y operacionalizada por su Secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna.
La primera de esas reacciones es aquella que se centra en la reproducción ampliada de eso que, en 1977, la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann denominó como una espiral de silencio en los medios de comunicación y que, en esta situación concreta, también extiende sus alcances hasta los confines de la política oficiosa, especialmente entre las redes de políticos y políticas que ejercieron algún cargo público federal entre 2006 y 2012 favorable a la política de guerra de Calderón Hinojosa (a todas luces irreconocible como una política de seguridad pública).
Es decir, para expresarlo sin mayor complicación, es la reacción del total silenciamiento de lo que ocurre en el juicio de García Luna en Brooklyn, y que, por supuesto, tiene el propósito de mantener sumida en la más absoluta ignorancia a la sociedad mexicana en relación con todo cuanto tenga que ver con las revelaciones que día a día se van haciendo sobre los servicios de protección que brindó este exfuncionario, en distintos niveles y con variados alcances, a redes criminales para que éstas pudiesen operar no sólo sin el temor a que las autoridades federales de México actuasen en su contra, sino, asimismo, sin tener que preocuparse por competir en contra de otras redes y organizaciones delictivas, pues entre los muchos beneficios que obtenían de los sobornos pagados a García Luna también se hallaba el compromiso de echar a andar la maquinaria represiva del Estado mexicano en contra de las redes y organizaciones criminales más directamente competidoras de quienes pagaban los sobornos en efectivo.
Es, pues, una espiral de silencio que se caracteriza, tanto en los medios de comunicación como entre los círculos de la política oficiosa a nivel federal, por la reproducción de prácticas sistemáticas de silenciamiento que van desde el simple y puro acto de no hacer mención alguna del tema hasta el más refinado recurso de hacer noticia permanente otros tantos acontecimientos que, sin negarles su propia relevancia mediática, no dejan de ser menos relevantes que el esclarecer los crímenes que cometieron distintos funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones durante el sexenio de Felipe Calderón. Las sucesivas fallas que se han venido presentando en el Sistema de Transporte Colectivo Metro (STCM) de la Ciudad de México o el caso de plagio de la ministra Yasmín Esquivel, por ejemplo, han servido a este objetivo, en la medida en la que los hechos se mantienen en la agenda pública y de los medios como las principales noticias y temas de conversación más relevantes de la política nacional.
Pero no sólo, pues, aunado al silencio cínico y al artificial sostenimiento de otras noticias como el principal foco de atención del público mexicano, esta espiral de silencio también se manifiesta en el peculiar tratamiento editorial que se ofrece en la mayor parte de la prensa, de la radio y de la televisión privadas a la poca información que sí llegan a publicar acerca del juicio; tratamiento editorial particularísimo que se caracteriza por volver relevantes aspectos del proceso judicial seguido por este exfuncionario que no tienen impacto alguno en el objetivo esencial que radica en esclarecer sus actividades delictivas mientras fue Secretario de Seguridad Pública de Calderón. Así, por ejemplo, se hallan entre la prensa las múltiples notas informativas que se han centrado en rescatar el lado humano la faceta familiar y/o el rostro amoroso de García Luna — como si ello lo exculpara de los crimines que se le imputan— y las editoriales que no han tenido ningún empacho en ensalzar lo que califican como el valor, la gallardía, la entereza de carácter, la dedicación, etc., mostradas por García Luna en medio de un contexto de guerra que a cualquier mortal habría intimidado (pero a él no).
Las notas de periódicos como El Financiero-Bloomberg y las editoriales/opiniones de personajes como Carlos Marín, Raymundo Riva Palacio, Denise Maerker o Ciro Gómez Leyva, por decir lo menos, son indicativas de ello y del enorme esfuerzo editorial que parece estar operando detrás de la cobertura que múltiples y diversos medios de comunicación y opinócratas hacen del juicio de García Luna centrando el contenido de la información y la forma en la que ésta se presenta en construir a un personaje que no sería más que la encarnación del deber, del honor, de la solemnidad, de la gallardía, el valor y la integridad que tendría que caracterizar a cualquier funcionario público mexicano.
Pero son también estos ejemplos indicativos de algo que no ha terminado de trascender ni en la agenda de los medios de comunicación que dominan la definición del debate político nacional ni en la manera en la que la ciudadanía mexicana se aproxima a la interpretación de la trascendencia que tiene el juicio a García Luna: los negocios que vincularían a este personaje —a través de empresas por él fundadas, como Glac Security Consulting Technology Risk Managment— con aquellas empresas, sus consejos de administración, sus presidencias y sus direcciones o gerencias generales; y que posiblemente implicarían la comisión de actos ilegales. Así también serían indicativos de la comisión de posibles actos de corrupción cometidos mientras García Luna aún era Secretario de Seguridad y que habrían beneficiado, con contratos gubernamentales, a dueños de estos medios, tal y como habría ocurrido —según investigaciones de semanarios como Contralínea—, con el Financiero y el Heraldo.
La segunda reacción de la derecha mexicana en contra del juicio seguido en Brooklyn contra García Luna no tiene que ver con guardar silencio, con generar un silencio artificial a través de privilegiar otras agendas informativas en la discusión política nacional o con lavarle editorialmente la cara al exsecretario de Seguridad Pública Federal de Calderón sino, antes bien, con la no menos compleja estrategia de desacreditar las acusaciones que sobre y alrededor de su persona hacen/hicieron exintegrantes de organizaciones y redes criminales como Valdez Villarreal, Villarreal Barragán y Guzmán Loera. Esto, partiendo del argumento de que, por definición, cualquier tipo de declaraciones emitidas por criminales como estos (en su momento dedicados a gobernar imperios de la droga y a administrar regímenes de terror a través de la violencia armada) ni son confiables ni pueden ser tomadas como verídicas, por el simple hecho de ser testimonios emitidos por delincuentes.
Y es que, en efecto, esa fue, de hecho, la acusación que sustentó el fondo de los alegatos de apertura de la defensa de García Luna, que, dirigiéndose al jurado de la corte, sostuvo, palabras más, palabras menos, que la confesión de unos narcotraficantes no tendría que ser tomada en cuenta como algo más de lo que en realidad son —según su perspectiva—: intentos desesperados de un puñado de delincuentes que buscan exculparse por sus crímenes, que la historia los absuelva por sus actos o, en el mejor de los casos, obtener beneficios legales relacionados con la purga de sus condenas en prisión.
En México, por lo demás, el impacto que ha tenido este tipo de narrativas que ex ante desacreditan los dichos de estos viejos capos de la droga no ha sido menor pues, apelando a la misma petición de principio, al mismo argumento falaz esgrimido por la defensa de García Luna, intelectuales y políticos muy cercanos a los círculos de Felipe Calderón (lo mismo ayer que hoy) han buscado instalar entre la sociedad mexicana el sentido común de que las confesiones de un criminal son, por definición, inverosímiles; más aún si éstas son esgrimidas en contra de un funcionario o de un exfuncionario público (como si el funcionario o el exfuncionario, sólo por serlo, ya fuese dueño de algún tipo de verdad inmanente e incuestionable). ¿Cuál es el problema en todo esto?
Aunque los problemas de aceptar acríticamente este tipo de narrativas son varios, los dos principales son: por un lado, que este tipo de afirmaciones, sí se toma al pie de la letra, tendría que conducir a la totalidad de los sistemas judiciales de Estados Unidos y de México a poner en duda y, en última instancia, a rechazar, todo veredicto, toda sentencia, todo fallo que se halla dado en algún momento de la historia de ambos países en contra de algún criminal con base en el testimonio de otros criminales (como los cómplices que deciden cooperar con los sistema de justicia nacionales para obtener beneficios que el propio marco normativo penal les ofrece). Esto implicaría, por ejemplo, invalidar las sentencias que cumplen muchísimos criminales (incluidos narcotraficantes como Valdez Villarreal o Guzmán Loera) partiendo del supuesto de que las confesiones hechas por otros criminales (cooperantes, testigos protegidos, convictos y/o exconvictos) fueron/son, por antonomasia, mentira.
Pero también implicaría, en segundo lugar, el tener que poner en cuestión el fundamento mismo sobre el cual se fueron edificados los sistemas de justicia de Estados como México y Estados Unidos, pues en la raíz de su existencia misma se halla la función que la confesión tiene en el esclarecimiento de los crímenes y en la búsqueda de la verdad de los hechos enjuiciados. Y es que, después de todo, no hay manera de que al poner en cuestión la veracidad de las confesiones de un criminal no se atente en contra, también, de la presunción de veracidad de las declaraciones de cualquier otra persona que jamás haya cometido ningún delito; esto, por la sencilla razón de que no existe motivo alguno para pensar, por un lado, que la veracidad es una prerrogativa inmanente y esencial a las personas que no cometen delitos; y, por el otro, que la mentira le es consustancial al criminal.
De ahí la necesidad de prestar atención no sólo en la manera en que relatos distintos, testimonios ofrecidos por múltiples y diversos actores se van sobreponiendo y reforzando los unos a los otros, sino, asimismo, a las pruebas que se puedan ofrecer para someter a ejercicios rigurosos, sistemáticos, confiables de falsación y de verificación de esas declaraciones. Porque sí, es verdad que las puras declaraciones, aunque tienen su grado de veracidad propio, en casos como estos no son suficientes para sacar a la luz la verdad de los hechos. En México, además, comprender esto no sólo implica demandar, en el presente y hacia el futuro, mayores grados de profesionalismo y de rigurosidad en los procesos de procuración e impartición de justicia, sino, asimismo, hacia el pasado, apreciar con mirada crítica la forma en que durante la presidencia de Felipe Calderón la laxitud y/o la ausencia absoluta de estos mecanismos y de estas prácticas de control de la veracidad de las confesiones a partir de su falsación/verificación con pruebas de otro orden condujo, durante todo el sexenio, a abusar de figuras como la del testigo protegido para instrumentalizar políticamente al sistema de justicia federal de acuerdo con las necesidades y los intereses propios del presidente y su círculo cercano.
No deja de ser irónico, en este sentido, que los mismos intelectuales que en sexenios anteriores aplaudieron las confesiones de capos del narcotráfico (bajo la figura de testigo protegido) como una batalla más ganada en el contexto general de la guerra en contra de las drogas hoy sencillamente desacrediten la función que las confesiones de criminales y/o excriminales cumple en el esclarecimiento de los posibles crímenes de Estado cometidos en sexenios pasados.
Finalmente, está la tercera reacción puesta en marcha por la derecha mexicana, consistente en reciclar el viejo discurso calderonista de la guerra en contra del narcotráfico internacional según el cual, en un contexto de delincuencia generalizada como el de México, es el Estado el que se encuentra en una posición de debilidad ante el actuar de las redes de la delincuencia organizada (discurso, dicho sea de paso, que muy pronto se volvió hegemónico en la forma de pensar al narcotráfico mexicano gracias al despliegue de toda una enorme y sistemática campaña cultural en la que al narco siempre se lo mostraba con mayor poder de fuego, operativo y financiero que al propio Estado, a su andamiaje gubernamental y a sus aparatos represivos).
Pero si algo demuestran (o por lo menos visibilizan) los juicios seguidos en cortes de Estados Unidos en contra de grandes capos de la droga mexicanos, no sólo por sus declaraciones sino por las pruebas que se han logrado mostrar en dichos procesos, ese algo es lo que desde hace tiempo muchos y muchas intelectuales hemos venido argumentando: que en la ecuación crimen organizado vs. Estados-nacionales no son las redes ni las organizaciones criminales las que tienen el poder de mando sobre el Estado, su gobierno y sus aparatos represivos, sino que, antes bien, es el Estado (a través de su andamiaje gubernamental y de sus aparatos represivos) el que todo el tiempo instrumentaliza al crimen organizado de conformidad con su propia raison d’être/raison d’Etat; esto es, de conformidad con sus propios intereses nacionales y sus propias necesidades de seguridad. Y la prueba de ello es que, para poder operar, las redes y las organizaciones criminales todo el tiempo tienen que estar dispuestas a negociar con él (con el Estado), dispuestas a pagarles millonarios sobornos, so pena de que, de no acatar las condiciones impuestas por aquel, se conviertan en su principal enemigo: objeto de operativos de seguridad, de decomisos, de detenciones de sus integrantes de base y de sus líderes; objeto de operaciones de exterminio, de fiscalización de sus recursos financieros, etcétera.
Basta con prestar un mínimo de atención a las declaraciones ofrecidas por estos capos ante las cortes frente a las cuales han estado para comprender que es el Estado el que todo el tiempo extorsiona a las redes y a las organizaciones criminales para extraer recursos de sus actividades; lo cual, por supuesto, no significa exonerar a los criminales de sus delitos ni, mucho menos, invertir la ecuación y sostener por principio que el Estado es el malo de esta historia y que los criminales son los buenos que se resisten a los abusos del actuar de aquel. Se trata, sencillamente, de comprender que en la relación redes/organizaciones criminales vs. Estados-nacionales no sólo se dan confrontaciones sino, también, relaciones de complicidad en las que los agentes de la política oficiosa también ganan y, a menudo, lo hacen porque son capaces de hacer operar a la criminalidad en su favor, como un brazo armado, paramilitar, a su servicio, garante del cumplimiento de sus intereses.
La trascendencia del juicio de García Luna para el pueblo y la historia de México, en este sentido, radica en que, de comprobarse los cargos de los que se acusa al exsecretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón, las mexicanas y los mexicanos estarían un paso más adelante en el camino del esclarecimiento de estas relaciones de complicidad entre la política y la criminalidad organizada que podría abrir un nuevo horizonte de demandas de justicia, de verdad, de reparación del daño y de instauración de garantías de no repetición en relación con los actos criminales que también cometió el Estado mexicano durante el sexenio de Felipe Calderón. Es, pues, una oportunidad como pocas para disputar el sentido del Estado mexicano y demandar de él una refundación ética de la política nacional. Es, también, un camino para sanar el dolor que millones de mexicanos y de mexicanas aún cargan sobre sus hombros, producto de la estela de asesinatos, de torturas, de descuartizamientos y de desapariciones que dejó tras de sí el calderonato.