El autoritarismo social brasileño en tiempos de esperanza

La sociedad brasileña acaba de pasar por una de sus jornadas electorales más tensas y llenas de contradicciones en lo que va de su vida post-dictadura de seguridad nacional. Y, sin embargo, más allá de los ánimos y hasta de la esperanza que la victoria de Luiz Inacio “Lula” da Silva ha vuelto a despertar entre quienes buscan hacer de este mundo, en general; y de esta América, en particular; un lugar de convivencia social mucho más libre, más justo, más democrático e igualitario para todos y todas sus habitantes, hay un par de preguntas que no dejan de flotar en el aire enrareciendo la atmósfera triunfalista que ya se vive en distintas latitudes del continente y más allá de ambos océanos.

La primera y más importante de ellas, aunque en apariencia resulte obvia, tiene que ver con discernir quién ganó en verdad en este proceso electoral. La segunda, en comprender qué se ganó. Y es que, por supuesto, cualquier persona que cuente con un conocimiento mínimo del panorama político que domina en Brasil sin ninguna dificultad podría afirmar que, por cuanto a los vencedores, es innegable que en las urnas ganaron Lula, el Partido de los Trabajadores y las bases sociales de apoyo tanto del personaje como del movimiento político por él encabezado; mientras que, en relación con los derrotados, es claro que perdieron Jair Bolsonaro, el Partido Liberal y las bases sociales de apoyo respectivas de este candidato y de su plataforma política. ¿Qué tanto esto es, sin embargo, verdad, y en qué medida se comprueba que vencedores y vencidos, en efecto, se han repartido así lo ganado y lo perdido?

La pregunta viene a cuento, sobre todo, porque si se mira al proceso electoral enfocando la atención no en los actores singulares que saltan a la vista de inmediato sino, antes bien, poniendo el ojo sobre la manera en la que se terminaron configurando las fuerzas sociales y políticas en disputa, el abierto y claro contraste entre un bando (la izquierda) y el otro (la derecha), que domina en la narrativa general de los medios de comunicación regionales, ya no parece del todo una división entre dos absolutos antitéticos, irreconciliables y mutuamente excluyentes, sino que, antes bien, aparecen en toda su complejidad y en todas sus contradicciones dos grandes movimientos de masas, populares, en los cuales es posible hallar matices de izquierda y de derecha en cada uno.

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Chile: cuando la rabia claudicó

El pasado 21 de noviembre del año en curso, la sociedad chilena fue convocada a las urnas con el propósito de renovar los 155 escaños que componen a la Cámara de Diputados, 27 de las cincuenta senadurías que conforman al Senado y, por supuesto, la presidencia del Estado. Desde las generales del 2017 —y dando por descontada la trascendencia intrínseca al plebiscito de octubre del 2020, a través del cual se logró la institucionalización de la rabia popular que en 2019 tomó las calles de la capital y de las principales ciudades chilenas para mercarle un alto a los abusos del neoliberalismo—, los comicios de este año fueron, sin lugar a dudas, uno de los ejercicios electorales más importantes a los que se ha tenido que enfrentar la ciudadanía chilena en los últimos veinte años, toda vez que de sus resultados depende el que la agenda progresista puesta en marcha por las protestas masivas del 2019 avance lo más profunda y ampliamente que le sea posible o, por lo contrario, simplemente se detenga sin llegar a conquistar las reivindicaciones que en principio se propuso.

¿Qué sucedió, pues, en Chile? Quizá el resultado más importante observado al finalizar la jornada tiene que ver con una duda que ya plaga los espacios de opinión de las izquierdas regionales: ¿cómo es posible que, luego de dos años en los que la rabia popular se apoderó del espacio público y saturó el discurso político con sus propias demandas y reivindicaciones, en materia electoral, ese descontento no se haya traducido una participación masiva e incluso en una radicalización del movimiento? La pregunta no es, por supuesto, retórica ni mucho menos. Y es que, al finalizar el computo de las votaciones, lo que quedó claro fue que la extrema derecha nacional se fortaleció como no lo había hecho en las últimas dos décadas, luego de la supuesta transición a la democracia que los partidos de la Concertación pactaron con los restos del pinochetismo. Y lo más importante es que lo hizo no sólo en el plano de la disputa por la presidencia del Estado sino, asimismo, en ambas Cámaras del congreso nacional.

Los resultados hablan por sí mismos: José Antonio Kast, candidato a la titularidad del poder ejecutivo, obtuvo un margen de casi el 28% de la votación efectiva emitida por la ciudadanía, casi tres puntos porcentuales más que los obtenidos por el candidato del Frente Amplio y el Partido Comunista (en los hechos, una coalición que más o menos se mueve homogéneamente dentro los márgenes del centro-izquierda). En el Senado, las diferentes facciones de la derecha (desde los extremos hacia el centro) ya suman casi la mitad de los asientos, al tiempo que las fuerzas de centro-izquierda acumulan dieciocho representaciones y la coalición del Frente Amplio con el Partido Comunista cinco (más dos independientes). En la Cámara baja, por su parte, la bancada de Kast (el Frente Social Cristiano, conformado por el Partido Republicano y el Partido Conservador Cristiano), se llevó quince diputaciones; la derecha centrista (Chile Podemos Más: constituida por Unión Demócrata Independiente, Renovación Nacional, Evolución Política y el Partido Regionalista Independiente Demócrata), cincuenta y tres; y el Partido de la Gente (por el que compitió el outsider, también de derecha, Franco Parisi), seis. En contraste, las fuerzas de centro-izquierda se llevaron treinta y siete curules, a las que se suman los treinta y siete del Partido Comunista y el Frente Amplio (los restantes seis corresponden a fuerzas minoritarias o independientes).

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Cuba y los múltiples disfraces de la contrarrevolución: la sociedad civil impoluta

A propósito de Cuba… De entre toda la vorágine de desinformación que se apoderó, en los últimos días, de las redes sociales y otros espacios de discusión pública, uno de los mensajes que más se replicó entre aquellos y aquellas que demandaban libertad para la sociedad cubana, el que quizá sea más representativo de ellos es ese que rezaba: «al pueblo no se le toca». Estas palabras, repetidas una y otra vez en infinidad de mensajes son importantes y significativas porque, a su vez, son indicativas de la prisión en la cual se encuentra la crítica social, a lo largo y ancho de América, así como al interior de Estados Unidos: en los tiempos que corren, es ya un sentido común el aceptar que la sociedad civil movilizada es, por antonomasia o por naturaleza, antítesis de las opresiones políticas, las injusticias económicas y los fundamentalismos culturales.

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