Psicología y reacción del celibato involuntario

De acuerdo con estimaciones de Naciones Unidas, una de las principales y más preocupantes epidemias que tendrá que enfrentar la humanidad en los siguientes años no tiene que ver con patógenos transmisibles como el del SARS-Cov-2 sino, antes bien, con la proliferación de padecimientos psicológicos de distinta índole entre todas las capas etarias de la población a lo largo de las siguientes dos o tres décadas. Ahora mismo, de hecho, siguiendo estos mismos criterios proyectivos, para los paneles de expertos y de expertas en salud mental de esta organización, la magnitud, la frecuencia y la prevalencia con la cual una parte significativa de la población del mundo ya padece algún tipo de enfermedad mental (o, como ahora se suele nombrar, para obviar estigmas asociados: algún tipo de neurodivergencia) son indicativos de que aquí y ahora este tipo de padecimientos ya se presentan a nivel internacional bajo la forma de una epidemia en desarrollo temprano. Y es que, en números redondos, una de cada ocho personas en el planeta experimenta algún tipo y/o grado de neurodivergencia.

¿Cómo explicar esta situación? Como con muchos otros aspectos de lo social, dos formas elementales de problematizar estos hechos tienen que ver, por un lado, con el reconocimiento de que, en efecto, en el ámbito de lo social se han estado experimentando cambios cualitativos y, sobre todo, cuantitativos, en un fenómeno dado (es decir, aquí lo básico es comprender que los padecimientos mentales son una realidad de facto para más personas de lo que lo fueron en cualquier tiempo pasado del que se tenga registro alguno). Por otra parte, este fenómeno también se puede explicar por el hecho de que, a lo largo de los años, las técnicas y los métodos de estudio, así como los marcos teóricos y analíticos en los que se inscriben, han venido sufriendo transformaciones sustanciales y significativas que, en última instancia, han permitido contar con mayor exactitud al momento de analizar fenómenos como éste y asociados.

Cualquier apelación al primer tipo de explicación implica reconocer que algo sucedió, ha sucedido o sucede en la vida cotidiana de millones de personas cuyas consecuencias más palmarias son la alteración de su condición psicológica y/o psicoemocional. Recurrir, por el contrario, al conjunto de explicaciones que hacen de su foco de atención las mutaciones sufridas por los marcos mentales que explican la realidad experimentada demanda cobrar conciencia de que, probablemente, en materia de salud mental y de enfermedades mentales no hay realmente nada nuevo bajo el sol, salvo un cambio de sensibilidad que hoy sí permite apreciar lo que antes o bien pasaba desapercibido o estaba oculto, o bien era ignorado, despreciado, marginado, estigmatizado, etcétera.

Dado que la naturaleza de lo social es siempre dialéctica (y lo es, ante todo y sobre todo, en las relaciones que se tejen entre sus dimensiones práctica e intelectual), es claro que intentar explicar esta epidemia de hecho señalada por Naciones Unidas recurriendo sólo o a la argumentación fáctica (por el lado de la realidad) o a la idealista (por el lado del pensamiento), es aspirar a escindir en dimensiones recíprocamente exclusivas y mutuamente excluyentes lo que en y por mismo es unidad (con todas sus tensiones y contradicciones, sí, pero unidad a fin de cuentas). De ahí que sea imprescindible, al momento de abordar este fenómeno, el reconocer que los cambios cualitativos y cuantitativos experimentados por la humanidad en cuestiones de salud mental y de enfermedades mentales se explican por el hecho de que ambas cosas han tenido lugar a lo largo del último medio siglo: por un lado, el incremento en el número de personas que en efecto padecen algún tipo de neurodivergencia, acompañado de una mayor prevalencia de un conjunto singular de estos padecimientos (como la ansiedad, el estrés, la disociación social, la depresión, etc.); y, por el otro, un cambio de sensibilidad individual y colectiva (un cambio de espíritu de época) que ha favorecido, en primerísima instancia, que lo que con anterioridad no se alcanzaba a apreciar a través del prisma de la salud mental y de sus neurodivergencias hoy sí lo sea y, además, que en ningún caso se minimice o desestime la gravedad del padecimiento en cuestión.

Ejemplos más o menos claros y paradigmáticos que son reveladores de esta convergencia entre ambos extremos se hallan sin dificultad en la apreciación de los mayores grados de normalización y de normalidad con los que se habla públicamente de la dimensión psicológica de la vida de las personas y, más aún, la cada vez mayor normalización y normalidad de su padecimiento reconocido motu proprio. A ello se suma la proliferación de todo tipo de contenidos culturales (películas, series televisivas, podcast, revistas, libros, etc.), enfocados en tematizar lo psicológico en su amplitud, recurriendo cada vez menos a su estigmatización apriorística; una mayor propensión a integrar a lo psicológico como algo consustancial a hechos, fenómenos y/o acontecimientos políticos, económicos, culturales, etc.; la cada vez mayor aceptación colectiva del oficio de psicólogo/a en sociedad, y, para no variar, hasta lo mucho que las personas argumentan sobre la importancia del cuidado de su paz/salud/integridad/estabilidad mental como determinante y/o condicionante de las decisiones que toman en su vida cotidiana.

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Las incertidumbres del trumpismo

Donald J. Trump está a punto de cumplir sus primeros ciento cincuenta días como 47° presidente de Estados Unidos. Suponiendo que a lo largo de los siguientes años no logre degradar lo suficiente al sistema político de su país como para asegurarse un tercer mandato, le restan exactamente 1,318 días más en el cargo. Dados los saldos que hasta ahora han dejado tras de sí sus palabras y sus acciones en tan poco tiempo, lo mismo dentro que fuera de las fronteras territoriales estadounidenses, los aproximadamente cuarenta y tres meses que le restan como inquilino de la Casa Blanca no pueden sino presentársele a la cualquiera que preste atención como un futuro lleno de incertidumbres; más todavía de las que ya son propias de la indeterminación en la que se juega todo tiempo futuro para el ser humano. Más aún cuando aquí y ahora, un día sí y otro también, el actual jefe del poder ejecutivo estadounidense se ha mostrado capaz de superar la mayor parte de las expectativas negativas que sobre él auguraban propios y ajenos al trumpismo (o quizá más los segundos que los primeros).

Sea como fuere, una cosa es más o menos evidente: la magnitud de la descomposición política, económica y cultural que el trumpismo 2.0 ha generado en tiempo récord (sobre todo al interior de Estados Unidos) ya es tal que, hoy más que nunca, dentro y fuera de ese país se ha vuelto cuestión de supervivencia la necesidad de superar el estado de desconcierto y de consternación que sus dichos y sus hechos suelen provocar (particularmente entre quienes no hacen parte de sus bases sociales de apoyo) y, por lo menos, ofrecer algún tipo de explicación que alcance a dar cuenta de por qué este segundo mandato de Trump indefectiblemente parece estar encaminado a rebasar por la extrema derecha cada uno de los límites y de los hitos que el trumpismo enfrentó y alcanzó entre 2017 y 2021, cuando ya era, de por sí, el principal faro de las extremas derechas en todo el mundo.

Asumiendo, pues, esta tarea, en principio parecería que la radicalidad con la que el trumpismo se manifiesta hoy día se debe a la convergencia de, por lo menos, cinco factores que, individual y conjuntamente, brillaron por su ausencia durante el primer paso de Trump por la Casa Blanca. A saber:

Primero: el influjo de las humillaciones pasadas. Desde que en 2014 Trump anunciara públicamente sus pretensiones de competir por la presidencia de Estados Unidos, el personaje en cuestión se vio enfrentado a una opinión pública mayoritaria en círculos intelectuales y medios de comunicación que no se cansó de hacer de él un hazmerreír; actitud, por supuesto, que en absoluto se atemperó ni, mucho menos, desapareció, una vez que el magnate neoyorkino de la industria inmobiliaria juramentó como 45° presidente de su país. A menudo, sin embargo, Trump asumió ese despreció y las burlas de las que fue objeto con singular estoicismo. Llegó, inclusive, a emplearlas a su favor: como cuando, a pregunta expresa por el significado del adjetivo White Trash (a menudo empleado para calificar peyorativamente a su electorado), él mismo se asumió como una Basura Blanca cualquiera, pero con dinero.

Esta vez las cosas son distintas: Trump (y, de paso, también la mayor parte del trumpismo) ha cobrado conciencia plena de las humillaciones de las que fue objeto (y hasta de las que objetivamente no lo eran, pero subjetivamente así las sintió) cuando perdió la presidencia de la Unión ante Joe Biden y el espectro Demócrata de la cultura política estadounidense, ensoberbecido por su triunfo y convencido de que Trump y el trumpismo nunca regresarían a habitar la Casa Blanca, redobló sus esfuerzos para reducir al líder y a sus bases sociales de apoyo a la condición de bufones esperpénticos.

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Los factores compensatorios de la debilidad estadounidense

La pregunta puede parecer retórica y, sin embargo, vale la pena su formulación: ¿en dónde radica la fortaleza que parece tener el gobierno de Donald J. Trump ante la comunidad internacional? A primera vista, las respuestas más evidentes a esta pregunta parecen ser tres. A saber: en primera instancia, parece ser incuestionable que, en este su segundo mandato presidencial, Trump ha llegado a la primera magistratura del Estado estadounidense con una legitimidad y con un respaldo popular incuestionables, amplísimos en sus alcances y con raíces muy profundas. Factores, ambos, que el resto del mundo estaría interpretando como una suerte de blindaje político interno en contra de cualquier tentativa de socavar desde el exterior la autoridad del presidente estadounidense en funciones e, inclusive, como un recurso que, en última instancia, Trump podría ser capaz  de invocar para  potenciar sus más extravagantes dichos y hechos en materia de política exterior: siempre asumiendo que unos y otros no son mera ocurrencia suya sino, antes bien, un mandato ciudadano con el cual debe de cumplir y ante el cual él, el titular del poder ejecutivo federal de la Unión, no es más que un simple intermediario; el ejecutor de la voluntad del pueblo.

Una segunda respuesta posible a esta pregunta sin duda podría prescindir del recurso que tiende a ver en el respaldo popular la fuente de la fortaleza política de un mandatario, por considerar que éste es, más bien, un elemento explicativo de la autoridad que un jefe de Estado y/o de gobierno es capaz de ejercer al interior de su país y que, en lo esencial, no afecta el curso de sus relaciones internacionales (salvo, quizás, en casos en los que ese apoyo es capaz de traducirse en una variable disuasoria de intervenciones extranjeras, intentos de desestabilización, golpes de Estado, etc.), y, en cambio, subrayar, por lo contrario, que más bien lo que hoy hace tan poderoso al presidente estadounidense en turno es el hecho de que, en esta ocasión, a diferencia de lo que ocurrió en su cuatrienio previo, Trump cuenta no sólo con el respaldo casi incuestionado de algunas de las fracciones más importantes de las élites corporativas del país (poco importa si ello es por convicción o no) sino que, además, también tiene de su lado y a su servicio a algunas de las figuras políticas más experimentadas dentro de la extrema derecha republicana y, al mismo tiempo, algunas de las más abiertamente imperialistas y excepcionalistas en el seno de la cultura política estadounidense. Todo lo cual, en última instancia, estaría siendo percibido por otros gobiernos alrededor del mundo como el claro indicador de que ahora mismo el problema mayor para las relaciones internacionales ya no es Donald Trump en y por sí mismo, pues en su gabinete el presidente hoy cuenta con perfiles que, en muchos casos, han demostrado ser capaces de rebasar al titular de la Casa Blanca por la derecha (aunque sin tanta estridencia).

Y, en tercer lugar, también podría contestarse a la pregunta inicial argumentando que, más allá de los distintos grados de validez y de acierto que puedan tener o no las dos respuestas anteriores, lo que hoy resultaría decisivo para evaluar la fortaleza con la que cuenta la administración Trump —y él en lo personal— en el ámbito de la planeación, la organización, la ejecución y el control de la política exterior estadounidense sería el hecho de que, en éste su segundo mandato, Trump (y una buena parte de su gabinete, de las élites que lo respaldan y del electorado que lo apoya) parece estar mucho más dispuesto que antes a valerse de tácticas y de estrategias de agresión directa multimodal (militar, económica, financiera, diplomática, tecnológica, etc.) para conseguir todo aquello que no considere que no puede obtener a través de medios menos hostiles y violentos. No querría esto decir, por supuesto, que en la historia de Estados Unidos (ni en la más remota ni en la más reciente) no sea posible hallar una plétora de ejemplos en los que la unilateralidad de la política exterior estadounidense no se haya hecho valer a través de medidas de agresión directa (golpes de Estado, invasiones militares, conquistas territoriales, etc.). Pero la particularidad que se estaría señalando aquí, en esta respuesta, sería la de reconocer que, por un lado, los causes agresivos estarían, nuevamente, desplazando a los no hostiles ni violentos como la primera opción en un abanico más amplio de posibilidades y, por el otro, que ante la necesidad de ampararse en este tipo de recursos, el gobierno en funciones de Estados Unidos parece estar mucho menos preocupado que en el pasado por la necesidad de guardar las apariencias y por el imperativo de minimizar las consecuencias negativas a corto, mediano y largo plazo que se puedan desprender de ese tipo de actuar. Y es que, si bien es verdad que Donald Trump ha dado muestras una y otra vez de ser un empresario/político que no siente particular afinidad por comprometer a Estados Unidos con campañas bélicas si las considera un gasto innecesario o si llega a la conclusión de que las conquistas geopolíticas que puedan ser alcanzadas por la vía armada son menos importantes que los fines económicos, ahora mismo, a juzgar por el contenido de su retórica, parecería ser que hacer cada vez más excepciones a esta regla podría no implicar un problema mayor para su administración si en ello se juega la consecución de algunas de sus prioridades políticas.

Las reiteradas insinuaciones sobre la posibilidad de anexar o de administrar territorio danés y panameño a/por Estados Unidos y las oportunidades de intervención territorial armada que ofrece la designación de cárteles de la droga en México como grupos terroristas son apenas dos ejemplos que ilustran con claridad esta nueva actitud del trumpismo hacia las medidas de agresión directas.

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