En una sucesión de acontecimientos desafortunados cuyo desenlace no parecía del todo previsible (en la forma en que se dio), la política peruana volvió a sumergirse en un estadio de absoluta incertidumbre, marcada por la emergencia de un nuevo momento de crisis derivado de la destitución del presidente Pedro Castillo. Los hechos, vistos en su dimensión coyuntural, se presentaron, primero, como el intento del ahora expresidente Castillo de disolver al Congreso; y, en seguida, por la aprobación, en el seno del poder legislativo, de la moción de vacancia que conduciría a la destitución del titular del ejecutivo bajo el argumento de que éste se hallaba moralmente incapacitado para ejercer el cargo. Así fue, de hecho, como la derecha mediática local, regional e internacional presentó la noticia: como una tragedia que se explicaba exclusivamente por las supuestas ambiciones dictatoriales de Castillo y los errores que había cometido en cadena nacional el pasado miércoles 7 de diciembre.
En una lectura de mucho más largo aliento, por supuesto, los rasgos coyunturales de la destitución de Pedro Castillo palidecen ante el reconocimiento de que, desde su toma de protesta como presidente de la nación, en julio del 2021, Castillo no vivió ni un solo instante de su gestión gubernamental librado del sistemático asedio que sobre su investidura desplegó un poder legislativo plagado de representantes de la derecha política más reaccionaria de la que se tenga memoria en la historia reciente de aquel país andino. De tal suerte que, para comprender en profundidad lo que en realidad condujo a la destitución de Castillo no basta con repetir mecánicamente que la aprobación de su vacancia fue la respuesta lógica a la tentativa presidencial de disolver al Congreso para llamar a elecciones a un constituyente que le diese a la nación un nuevo texto normativo fundamental.
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