En la larga historia del moderno sistema mundial, una cosa es segura (dada su tendencia a comportarse en forma cíclica): en el capitalismo global, las crisis coyunturales son recurrentes y las crisis estructurales son inevitables. Pero un periodo o un momento de crisis, no obstante, no es cualquier fenómeno en el marco de funcionamiento de este sistema de dimensiones planetarias: cuando se producen, tienden a orillar a los actores a actuar de manera distinta a como lo harían mientras la lógica del capitalismo opera con relativa normalidad. Y si bien es verdad que esta afirmación parece ser poco menos que evidente en y por sí misma, a juzgar por la forma en la que se ha abordado intelectualmente la confrontación entre Rusia, por un lado; y Estados Unidos y la OTAN, por el otro; la realidad de la cuestión es que esta comprensión de las crisis como un elemento determinante en el diseño y el despliegue de la Raison d’état de las grandes potencias no parece ser muy bien aceptada.
Un dato elemental que evidencia este enorme grado de incomprensión de la manera en que se producen y funcionan las crisis en sistemas sociales tan complejos como lo es la arena de las relaciones internacionales se halla, por ejemplo, en cada afirmación que sostiene que son los acontecimientos experimentados en el conflicto por Ucrania los detonantes que en verdad cuentan con todo el potencial para sumir al resto del mundo en una nueva era de catástrofes (el alarmismo que pronto cundió en la prensa internacional, acerca de la posibilidad de una guerra nuclear, es indicativo de ello); como si el mundo, al margen de la emergencia sanitaria y de su correlato económico, se hallase atravesando por un momento de estabilización de su funcionamiento, sin cobrar conciencia, por un lado, de que el telón de fondo sobre el cual se desencadenó la avanzada militar rusa en el Donbás ucraniano es el propio de una crisis cuyas raíces se hunden tan profundo en el pasado como la década de los años noventa del siglo XX; y, por el otro, que, desde la perspectiva de las grandes potencias en conflicto, es de la definición del estatus de Ucrania en el marco del sistema interestatal global de lo que depende la posibilidad de contener los efectos más perversos de esa crisis irresuelta desde el siglo pasado (y que rebasa, por mucho, la geografía de Europa del Este).
Que toda crisis coyuntural sea pensada, en esa línea de ideas, a partir de los efectos de corta duración histórica que produce (como cuando en 2012 ya se empezaba a afirmar que se había superado lo peor de la contracción global de 2008; o como cuando ahora se comienza a vaticinar que lo peor de la emergencia sanitaria ya sucedió; teniendo por delante nada más que la recuperación de la vieja normalidad como nueva normalidad)), forma parte de esa misma lógica de análisis inmediatista que domina al grueso de las valoraciones políticas que hoy circulan a propósito del escenario bélico en Donetsk y Luhansk, impidiendo observar al grueso de la población mundial que toda crisis (en especial si es estructural y/o sistémica) además de acorralar, en distinto grado, a los actores internacionales hasta el punto de sobredeterminar su comportamiento y llevarles a tomar decisiones a menudo diametralmente divergentes de las que tomarían en un contexto de relativa normalidad, también se caracteriza por su capacidad para hacer que acontecimientos que usualmente no tendrían un impacto global significativo lo tengan; dejando siempre abierta la posibilidad de que la situación se agudice como en una suerte de espiral degenerativa cuyos resultados últimos siempre son difíciles de anticipar o de trazar como tendencias o trayectorias previsibles.
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