Los espectros de la violencia y sus narrativas en México

En las últimas semanas, un puñado de ciudades en el Norte (Chihuahua y Baja California), Occidente (Jalisco) y Bajío (Guanajuato) de la geografía mexicana se colocaron en el centro del debate político nacional debido a los hechos de violencia que ahí se registraron: ataques indiscriminados en contra de la población civil, incineraciones de vehículos particulares y adscritos al transporte público local y/o incendios inducidos en instalaciones comerciales de grandes cadenas trasnacionales dedicadas a la venta por menudeo.

En un país que, por lo menos desde diciembre de 2006, en los albores del sexenio encabezado por Felipe Calderón, es visto regional e internacionalmente como uno de los principales epicentros de la violencia armada en América, producto del actuar de organizaciones criminales dedicadas, entre otros rubros, al trasiego de estupefacientes, los atentados de los últimos días bien podrían no parecer, a primera vista, nada anormal o fuera de lo común si se los compara, por ejemplo, con la masacre perpetrada en el Casino Royale, en Monterrey, el 25 de agosto de 2011, cuando un grupo armado provocó un incendio al interior del inmueble, encerrando a un centenar de personas en él, provocando la muerte de, por lo menos, cincuenta y dos de ellas. De hecho, en esa misma lógica, habría, inclusive, quien podría llegar a afirmar que, en un frío cálculo comparativo, los atentados de Jalisco, Guanajuato, Chihuahua y Baja California de estos días sin duda alguna palidecerían (lo mismo por sus consecuencias en la psique de la población que por el número de víctimas mortales) ante acontecimientos como los granadazos en pleno Zócalo de Morelia, Michoacán, abarrotado por los festejos relativos a la conmemoración del 198 aniversario del grito de independencia, en 2008.

Y es que, en efecto, ya sea que se tomen como referentes eventos de este tipo o, por el contrario, se lleven a cabo comparaciones de crueldad entre los incendios de estos días (caracterizados por haberse llevado a cabo luego de vaciar de personas tanto los locales comerciales como los vehículos, aunque en otros acontecimientos el objeto directo de la violencia fueron civiles) con las masacres de personas que marcan el recuerdo de San Fernando, Tamaulipas (2010), Boca del Río, Veracruz (2011) o Villas de Salvárcar, Chihuahua (2010), lo que bien podría ser un hecho, hablando en términos de la concepción que se tiene de México, en general, a partir del despliegue de la guerra irrestricta declarada por el calderonato, en 2006, lo mismo dentro del país que fuera de él, sería el reconocimiento de que la violencia, en todas sus formas, es un espectro que recorre toda la geografía nacional, brindándole a su población y al público extranjero, de vez en cuando, un par de espectáculos de crueldad que, en última instancia, sólo se esperaría observar en escenarios bélicos como los de Siria, Yemen, Palestina, El Congo, Somalia, etc., o que, en su defecto, más bien parecerían propios de actitudes barbáricas como aquellas de las que hicieron alarde las milicias del Dáesh, apenas un par de años atrás.

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La falsa «conciencia climática» en la nacionalización eléctrica francesa

A pesar de que el desarrollo de los acontecimientos alrededor de la invasión rusa a Ucrania sigue siendo el principal foco de atención del grueso de la prensa mainstream en Occidente (incluyendo los grandes medios corporativos que acaparan el sector en América), en estos primeros días de julio de 2022, Francia logró convertirse en una de las noticias más relevantes a ambos lados del Atlántico debido al anuncio hecho por la primera ministra, Élisabeth Borne, acerca de la pretensión del Estado francés de hacerse con el 100% del control accionario de la multinacional Electricité de France (EDF). La noticia, por supuesto, no es en estricto sentido una novedad: desde hacía varios meses, Emmanuel Macron había venido barajando la posibilidad de nacionalizar EDF para garantizar que el Estado que preside contase con un amplísimo margen de soberanía energética entre las economías de Europa.

Ese objetivo, de hecho, se convirtió en uno de los principales caballos de batalla de Macron en los comicios presidenciales de abril pasado, en los que, dicho sea de paso, el mandatario reelecto se dejó ver en una de sus facetas más abiertamente cargadas hacia la derecha del espectro ideológico, demostrando, una vez más, que cuando el liberalismo de centro se siente acosado por ambos extremos (por una izquierda mucho más radical y una derecha mucho más extrema), la solución fácil siempre resulta ser el decantarse por la derecha, antes que ofrecer alguna alternativa por la izquierda.

Y lo cierto es que no era para menos: antes, inclusive, de que la guerra en Ucrania estallase, en febrero de 2022, Macron ya había advertido en algunas declaraciones del presidente ruso, Vladimir Putin, acerca de la dependencia energética de Europa del gas ruso, ciertas amenazas que, en diversas ocasiones, lo llevaron a plantear, hasta en el seno del entramado institucional de la Unión, la necesidad de que las economías de Europa fuesen capaces de garantizarse un mínimo de autonomía y/o independencia energética hacia el futuro, dada la previsible volatilidad de los años por venir.

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La Cumbre de cuál América…

¿Cuáles de todas las Américas que existen en este continente fueron las convocadas por el mandatario estadounidense, Joe Biden, para formar parte de los trabajos de la IX Cumbre, celebrada en California desde el pasado seis de junio? Y, sobre todo, ¿qué América se espera que emerja de dicho encuentro? Ambas preguntas parecen ociosas —y hasta profundamente retóricas— en la medida en que dan por hecho que existe más de una América y, sin embargo, por lo menos en México, a partir del debate que inauguró el presidente Andrés Manuel López Obrador, a raíz de su negativa a asistir a dicha Cumbre si no participaba en ella la totalidad de Estados que conforman el continente, son dos cuestionamientos de lo más pertinentes.

No sólo ni en primera instancia porque de las respuestas que se den dependerá la evaluación que en México se haga de la política exterior del primer gobierno que emana de la Cuarta Transformación, sino, ante todo, porque de la resolución que se ofrezca a ambas interrogantes dependerán, en gran medida, las posibilidades con las que contarán los pueblos que habitan en la región, en los años por venir, para avanzar sobre algunas agendas que, hoy más que nunca, le son de enorme importancia. Y es que, en efecto, aunque en términos geográficos a América siempre se la piensa como una única masa continental conformada por una treintena de Estados-nacionales (a menudo segmentados entre un Norte, un Sur y un Centro-caribe por lo demás abstractos), la realidad es que, en términos históricos, culturales, políticos y económicos, América es, en realidad, muchas Américas, y ningún proceso de unidad regional que pretenda ser exitoso puede sencillamente obviar ese dato (no, por lo menos, si el propósito es conseguir la unidad partiendo de la diversidad, en lugar de aniquilar lo diverso para conseguir una falsa homogeneidad).

Dentro de la larga y nutrida tradición del pensamiento social americano y, en particular, en el seno de la filosofía política americana que desde hace siglos procura darle un sentido de unidad a las múltiples y diversas realidades políticas, económicas, culturales e históricas que se experimentan a lo largo y ancho del continente, por ejemplo, una idea que se repite con insistencia es aquella que distingue entre, por lo menos, dos grandes matrices culturales, dos actitudes de vida y/o dos opciones civilizatorias distintas: la América latina y la América anglosajona (o simplemente sajona). Es decir, la América que, en términos geográficos, va desde los márgenes del Río Bravo, en la frontera Norte de México, hasta el archipiélago de la Tierra de Fuego, en la frontera Sur de Argentina y Chile; por un lado, y la América que en esencia constituyen sólo Estados Unidos y Canadá, por el otro.

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