Zedillo y la democracia al margen del pueblo

En su edición de mayo de 2025, la revista Letras Libres publicó un ensayo firmado por quien fuera presidente de México entre diciembre de 1994 y noviembre del año 2000, Ernesto Zedillo Ponce de León. El texto en cuestión se titula «México: de la democracia a la tiranía». Para no variar, el propio encabezado del documento expone con claridad prístina la que sería su tesis principal: México solía ser una democracia y ahora no únicamente ya no lo es sino que, más grave aún que ello, hoy por hoy es una tiranía.

La idea de fondo aquí, por supuesto, brilla por la simplicidad de los términos en los que es expuesta, pero, también, por ser harto conocida en el país: es el mantra que la oposición al obradorismo, en general; y a la figura política de Andrés Manuel López Obrador, en particular; ha venido repitiendo incansablemente desde principios del siglo XXI para demonizar a ambos, cuando AMLO se convirtió en la personificación de un proyecto de nación alternativo al que hasta entonces oligárquicamente dominaba en el país. Un proyecto alternativo de nación, no sobra subrayarlo, que hizo suyos los reclamos históricos y coyunturales de las capas populares de la población como su fundamento y horizonte de realización.

Para sorpresa de nadie (o quizá de muy pocos), el ensayo de Zedillo se convirtió, de inmediato, en una prolífica fuente de polémicas que, en los días que siguieron a la publicación de la revista que lo auspició, no han dejado de saturar la conversación pública y la agenda de los medios de comunicación (incluyendo ese aberrante y degradado avatar suyo que son las redes sociales), opacando, en muchos casos, otros tantos acontecimientos noticiosos que, aún sin generar tanta estridencia, son de igual o mayor relevancia que la discusión propiciada por las palabras del expresidente mexicano.

La cloaca destapada por Carmen Aristegui, alrededor de las operaciones mediáticas orquestadas en las oficinas de una de las dos más grandes televisoras del país, para no ir más lejos, es ejemplo claro de ello. Más aún cuando la magnitud del silenciamiento del que es víctima el caso parece ser proporcional a la dimensión y la profundidad de los daños que es capaz de causar a múltiples y diversos intereses políticos y empresariales involucrados si lo revelado por la periodista se comprueba y se judicializa.

La centralidad adquirida por el debate alrededor de las palabras de Zedillo, sin embargo, no es producto del azar. En principio, para comprender por qué su escrito ha desatado la vorágine mediática que terminó desatando, lo que no se debería de perder de vista es que él, Ernesto Zedillo, es a menudo considerado como el último de los presidentes priístas del siglo XX que hasta hace poco aún respetaba esa regla no escrita de la cultura política mexicana según la cual, un expresidente debía de abstenerse de hacer declaraciones públicas de cualquier tipo luego de terminar su mandato (en parte, por supuesto, para no propiciar que se le exijan cuentas por lo dicho y lo hecho durante su administración, pero, también, para no dinamitar la autoridad de quien lo sucediera en el puesto). La ruptura de su silencio, en este sentido, aunque no es nueva (pues ya en un par de ocasiones previas había opinado sobre la situación política del país, a puerta cerrada, en cónclaves de las élites empresariales nacionales y extranjeras con intereses en México) sí ha llegado a desencadenar reacciones mediáticas y en el seno de la conversación pública nacional hasta cierto punto inéditas precisamente porque, hasta antes del arribo del panismo a la presidencia de la República, la ruptura del silencio que acompañaba al retiro político era una ofensa que se pagaba caro.

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Teuchitlán y los campos de exterminio… ¡Otra vez la metáfora del mal radical!

A mediados del siglo XX, cuando las operaciones de guerra en la Europa continental por fin comenzaban a cesar, la mayor parte del mundo, que hasta entonces se había mantenido al margen del conflicto bélico, descubrió, en parte gracias a la masificación de viejos y nuevos medios de comunicación en la época, que lo que había estado ocurriendo en Europa desde el ascenso del nacionalsocialismo alemán, del fascismo italiano y de los sucedáneos y derivados de ambos fenómenos entre otras naciones del viejo continente, de ningún modo podía reducirse, agotarse o explicarse exclusivamente por el recurso a la guerra entre ejércitos, pueblos, naciones y/o Estados. El mundo descubrió con asombro (inclusive con ingenuidad), pues, que, por debajo de la guerra convencional, de los Estados Mayores, había estado teniendo lugar, particularmente en Alemania, pero no sólo, un proceso de sistemático exterminio de poblaciones enteras mediante la organización, el despliegue y la operación de una potentísima maquinaria industrial de aniquilación en masa: a través, sí, de paredones de fusilamiento, de cámaras de gas y de hornos crematorios, pero también por medio de la reclusión orientada a la maximización de la explotación, de la extenuación física, sicológica y moral extrema, de la vejación del espíritu y del suplicio del cuerpo y de la imposición de condiciones de inanición y desamparo generalizadas.

Visto en retrospectiva el holocausto que estaba ocurriendo en las entrañas mismas de la guerra europea, sin duda resulta contraintuitivo el aceptar que, dada la magnitud y las proporciones del exterminio humano en curso en el continente, una parte significativa del mundo (e inclusive de las poblaciones europeas) no tuviese noticia (ya ni se diga conciencia) de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Y es que, si bien es verdad que tanto la dinámica del conflicto bélico y la localización de los campos de concentración, así como el hermetismo político propio de los regímenes totalitarios, en conjunto coadyuvaron a garantizar el carácter arcano del complejo militar-industrial genocida en funciones, no es menos cierto que, precisamente por las dimensiones adquiridas por este drama humano, los crímenes de los totalitarismos europeos no eran, en absoluto, insondables para el ciudadano y la ciudadana comunes. Los indicios de lo que ocurriría con la institución de la solución final, de hecho, ya estaban ahí, presentes en la vida cotidiana de las personas que habitaban en los Estados europeos insertos en la órbita imperial del Tercer Reich mucho tiempo antes de que aquello se organizara extensiva e intensivamente como la maquinaria homicida que terminó siendo (los primeros campos de concentración improvisados en hospitales, escuelas, hoteles y edificios civiles reacondicionados en los centros urbanos para recluir a socialistas y comunistas durante la primera mitad de la década de los años 30 daban cuenta de ello y lo anticipaban).

Sea como fuere, tras la guerra, Occidente se tuvo que enfrentar a la necesidad de darle un nombre a aquella realidad que sólo conocían quienes lograron sobrevivir a los campos de concentración y a quienes, por tal motivo, se les demandó ser las y los responsables de narrar su crudeza bajo el imperativo de que de la recuperación de esa memoria dependía el destino de las sociedades occidentales y la posibilidad de evitar que eventos similares volviesen a ocurrir en el futuro. El resto del mundo, por supuesto, también tuvo que asistir al horror que supusieron las imágenes que comenzaron a circular públicamente por todas partes, mostrando los vestigios de aquello que ocurría en Auschwitz, Birkenau, Buchenwald, Dachau, Mauthausen, Treblinka, etc., con la intención, a veces clara a veces velada, de aleccionar a cada nación en la Tierra sobre los excesos a los que es capaz de llevar a la humanidad la maldad que habita en cada individuo. Ese resto del mundo no occidental, sin embargo, no experimentó aquello como un trauma insuperable, a la manera en que muchos pueblos dentro de Occidente sí lo hicieron, pues en las páginas de su historia aún se hallaban frescos los pasajes en los que se daba cuenta de su pasado colonial y de sus propios exterminios en masa; estos, dicho sea de paso, cometidos a la vista de la comunidad internacional y presumidos sin pudor, inclusive, como  síntoma del progreso civilizatorio, y con total impunidad, pues jamás tuvieron sus propios juicios de Núremberg.

Parafraseando a Aimé Césaire, los pueblos de Occidente, en este sentido, a diferencia de todos aquellos que en algún momento de la historia fueron colonias suyas, sí tuvieron que lidiar con la humillación (y con el trauma) que supuso el hecho de que «el muy distinguido, muy humanista y muy cristiano» hombre blanco hubiese aplicado en Europa procedimientos colonialistas que, hasta ese momento, sólo se empleaban para civilizar y desarrollar —según su arrogante y eurocentrista y provinciana perspectiva— a «los árabes de Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África». Y la forma genérica en que Occidente lidió con su trauma y con su humillación fue asimilando el genocidio en Europa como la manifestación de una especie de mal radical que, por su misma naturaleza, a decir de Hannah Arendt, no sólo resulta incastigable e imperdonable en tanto que en la esfera de los asuntos públicos los seres humanos son incapaces de «perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable» sino que, además, es un mal, también, incomprensible, pues no puede «ser explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía».

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Trump y México: ¿convergencia de intereses?

Probablemente a una parte de la crítica intelectual mexicana le cueste trabajo aceptarlo explícitamente, sin embargo, parece existir cierto consenso implícito acerca de la idea de que la primera presidencia de Donald J. Trump fue benéfica para México en muchos aspectos, empezando por aquellos de los cuales depende la estabilidad sociopolítica en este país.

Y es que, en efecto, si se excluyen del análisis a las voces que desde la extrema derecha celebran el triunfo electoral de Trump porque en él ven la oportunidad de cabildear con el próximo presidente estadounidense la posibilidad de intervenir en México, en favor de sus propios intereses, entre las voces que quedan, no sería en absoluto falsario o impreciso afirmar que, ahí, la valoración del paso de Trump por la Casa Blanca de Estados Unidos no fue un acontecimiento tan sencillo de descalificar como un desastre para México.

Sin duda, una de las razones que explicaría esta especie de autocensura cómplice con el trumpismo hunde sus raíces más profundas en el pudor que aún genera la idea de aceptar que un personaje tan reaccionario y despreciable desde muchos puntos de vista, como él, pueda representar algo bueno o positivo para este país americano, cuando para el mundo (empezando por Palestina y Cuba) y hasta para su propia población (empezando por las mujeres, las diversidades sexuales y las clases trabajadoras) puede suponer, inclusive, un desafío existencial.

Puestas así las cosas, es indudable que resulta cuando menos comprensible que la renuencia de esa parte de la intelectualidad mexicana a reconocer en la nueva presidencia de Trump algo positivo para México se ancle en el temor a que dicho posicionamiento sea interpretado colectivamente, en la agenda pública y de los medios de comunicación, como un apoyo o una defensa velada, hipócrita o eufemística de Trump y de todo lo que él y su movimiento representan.

Tradicionalmente, en el contexto mexicano, después de todo, por lo menos desde la revolución conservadora de Nixon y la reacción neoliberal de Reagan y Bush, los mandatos presidenciales de extracción republicana en Estados Unidos han sido interpretados como coyunturas de profunda calamidad para este país y para el resto de América precisamente porque estos personajes han hecho política ondeando banderas y movilizando pasiones colectivas que entre las sociedades americanas también son consideradas parte de cierto ideario asociado con experiencias de profunda y extendida virulencia autoritaria. Por oposición, a cada nueva administración de signo demócrata se la pensó como la antítesis pura del republicanismo y de sus valores y, en consecuencia, como un referente en el cual las fuerzas políticas americanas podían fundamentar su propia lucha contra sus propias revoluciones conservadoras y reacciones neoliberales nacionales.

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