El pasado tres de enero, a propósito del arranque del nuevo año, la actual Jefa de Gobierno de la Ciudad de México (y por mucho la mejor opción de MORENA para el relevo presidencial del 2024, ante los peligros reaccionarios que suponen Marcelo Ebrard y Ricardo Monreal), Claudia Sheinbaum, publicó en sus redes sociales dos breves mensajes cuya temática central era resaltar la naturaleza y los beneficios del programa Bienestar para Niñas y Niños, Mi Beca para Empezar, cuya población meta está constituida por las y los infantes que estudian en instituciones públicas de la CDMX, en niveles que van desde el preescolar hasta la secundaria.
El primero de dichos mensajes indicaba, textualmente, que «antes, se daba un pequeño apoyo a estudiantes de más altos promedios y se les llamaba “niños talento”. Para nosotros, una calificación no define el talento y sólo genera desigualdades. Porque la educación es un derecho, creamos la beca universal del Bienestar para Niñas y Niños». Mientras que el segundo, por su parte, ahondaba en el plano cuantitativo y cualitativo de dicha política subrayando que su padrón de beneficiarios y beneficiarias es del orden de poco más de un millón de niñas y niños, quienes «reciben un apoyo mensual y uno anual para útiles y uniformes escolares».
Por si mismos, ambos mensajes no se diferencian en mucho de cualquier otro tipo de comunicación emitida por una autoridad gubernamental en funciones (cualquiera que sea el partido político por el que ésta gobierne), pues entre sus responsabilidades cotidianas se hallan aquellas que obligan a los funcionarios públicos y a las funcionarias públicas a rendir cuentas de lo que hacen o dejan de hacer en beneficio o en perjuicio de la ciudadanía a la que, en principio, deben su cargo (en tanto que su naturaleza es de elección popular) y para la cual gobiernan. Dichas comunicaciones (en forma de tuits), sin embargo, fueron todo menos irrelevantes en las horas y los días siguientes; por lo menos no para un amplio espectro de la comentocracia que desde diciembre del 2018 profesa una profunda hostilidad en contra de los gobiernos emanados del Movimiento de Regeneración Nacional o que, en su defecto, afirman gobernar bajo las siglas y en consonancia con el espíritu de la Cuarta Transformación, ya sean estos municipales o estales (¡ni qué decir del federal!).
¿Cuál fue el problema? Aunque a la fecha ya es relativamente común encontrar reacciones inmediatas y agresivas (casi que en automático) en redes sociales y en espacios tradicionales de discusión y de opinión (radio, prensa y televisión) en contra de cualquier política pública que emane de los gobiernos de la 4T (en especial aquellas que tienen un carácter marcadamente social), en esta ocasión, más allá del automatismo de la respuesta por parte de la oposición (desde hace tempo tan adepta a usar cualquier temática que involucre a las infancias y a las juventudes como carne de cañón para movilizar su agenda de golpeteo mediático), lo que parece haber encendido su virulencia tan pronto en el nuevo año fue la decisión del gobierno de la Ciudad de México de desmarcarse de una práctica tan común en gobiernos anteriores que, para ponerlo simple, se sintetizaba en la idea de que la meritocracia (y no al mérito) hay que alimentarla desde la más tierna infancia de las y los estudiantes, para que crezca con robustez en la medida en que avancen por los siguientes niveles educativos que constituyen el esquema básico de escolarización en México.
Y es que, en efecto, si hubiese que sintetizar los principales reclamos que se emitieron en contra de los tuits de Sheinbaum, en el fondo, la idea compartida por todos esos ataques es que, al proceder de la manera en que lo hacía con la asignación de becas, el gobierno de la CDMX no estaba haciendo otra cosa más que sacrificar a las mejores hijas y los mejores hijos de México (a sus más prometedores talentos) al descuidarlos o, más aún, al sacrificarlos ante la mediocridad, so pretexto de promover una pretendida universalidad en el acceso a condiciones dignas de escolarización entre capas mucho más amplias de la población estudiantil general. Es decir, al final, en esos reproches, lo que se le reclama a la Jefa de Gobierno capitalina es la pretensión de igualar o dar un trato igualitario a aquellas niñas y a aquellos niños que, siendo superiores a sus pares en su desempeño escolar, deberían de merecer una mayor atención y un mayor impulso que el resto de sus compañeros y de sus compañeras, pues de lo contrario su talento terminaría por ser desperdiciado.
No hace falta ahondar mucho más en la lógica intrínseca de estos argumentos para caer en la cuenta de que su pretensión última es defender el mérito de quienes más y mejor trabajan en el ámbito educativo como el principio básico de su desempeño escolar y, en consecuencia, del trato que se espera que reciban por parte de las autoridades los mejores talentos de que se dispongan en cada uno de los centros públicos de educación preescolar, primaria y secundaria de la capital. De ahí que, con tanta facilidad, los mensajes de Sheinbaum se convirtieran en tendencia en redes sociales y en el principal tema de discusión de algunos espacios prime time en la agenda de los medios de comunicación: interpretar sus acciones como un retroceso en materia educativa fue una construcción ideológica fácil de movilizar en la discusión pública porque, en el fondo, para la comentocracia que le es opositora, en el fondo estaba, de nueva cuenta, la idea de que se estaba cometiendo un atentado abierto en contra del mérito: el único instrumento —desde su perspectiva— verdaderamente democratizador de sociedades desiguales, habida cuenta de que, al valerse cada individuo de sus propios méritos para progresar (la redundancia no es azarosa), a lo largo de su vida, éste habría de llegar hasta donde le condujese su potencial.
¿Cuánto de cierto y de verdadero hay, sin embargo, en esta acusación (movilizada principalmente por la derecha más conservadora y reaccionaria de la que dispone el espectro político-ideológico nacional)? Quizás habría que comenzar por aclarar que discutir al mérito es siempre una operación intelectual complicada porque, en general, a éste se lo suele confundir con ese régimen (clasista, sexista y racista) de jerarquización social que es la meritocracia; un régimen de ordenación, pues, que, pese a que en su denominación se halla la raíz común al mérito (merito-cracia), en realidad es una perversión dogmática (clasista, racista y sexista) de aquel. Una comunidad organizada alrededor del mérito, por ello, no es el equivalente de una comunidad meritocrática, pues mientras que en la primera se reconocen los frágiles equilibrios que se dan en el seno del sistema de las capacidades y de las necesidades individuales (de quienes conforman a la comunidad) que la constituyen, en la segunda, las diferencias sociales son obviadas o ignoradas, en el mejor de los casos; veladas y camufladas, en el peor; haciéndolas operar en favor del sostenimiento de élites artificialmente construidas (de ahí la importancia de comprender que, al condenar a la meritocracia como estilo de vida, no se condene, por ello, mecánicamente, al mérito).
Puestas así las cosas, es claro, en segunda instancia, que sólo en una sociedad estructurada jerárquicamente y organizada alrededor de la competencia; esto es, sólo en una sociedad en la que política, económica, cultural y moralmente se sanciona, se justifica y se legitima que una parte de la población es desechable por no ser competitiva o por no contar con habilidades excepcionales (aquellas que el mercado laboral más necesita en el presente o requerirá en el futuro), hace sentido y es defendible la idea de que únicamente los mejores individuos de los que dispone deben de tener garantizado el acceso a mejores condiciones de vida y, en consecuencia, a más y mejores apoyos y oportunidades para destacar de entre el resto.
No sucede así, en cambio, en aquellas sociedades en las que se comprende que el mérito depende de condiciones justas y equitativas de desarrollo individual y colectivo. O, en otras palabras, en sociedades en las que la lógica de su funcionamiento es, antes que la de la competencia descarnada, la de los derechos que garantizan a sus individuos igualar contextos, circunstancias o condiciones de vida socialmente desiguales para que esas disparidades de origen, experimentadas desde la infancia, no constituyan un lastre que con el tiempo no haga sino ensanchar las diferencias que separan a aquellos estratos poblaciones más privilegiados de aquellos otros con menores privilegios o condiciones objetivas de desarrollo.
Esa es, de hecho, la parte que, en el grueso de las acusaciones esgrimidas en contra de Sheinbaum en los últimos días, no se ha alcanzado a comprender. Y es que, en efecto, acá, el problema de raíz se halla en que, para los detractores de la política social en materia educativa del gobierno de la CDMX, el individuo es la base de toda sociedad y, en consecuencia, en su visión del mundo, la suma de los éxitos individuales de cada persona hace, en automático, mucho más exitosa, más próspera y rica a la sociedad en su conjunto, como si de la suerte de sus talentos dependiese el destino del resto de la humanidad. Y es este imaginario o sentido común un problema porque, al final del día, lo que se termina obviando (ignorando u ocultando) es el hecho de que, si en un sistema social en el que existen profundas y sistemáticas desigualdades (como ocurre en un país con la mitad de su población viviendo en condiciones de pobreza, y un cuarto en situación de pobreza extrema) a quienes cuentan con mejores condiciones de origen (una familia con un estatus económico elevado, por ejemplo) se les favorece aún más a través de la política social del Estado, marginando de dichos beneficios al resto de la población que carece de condiciones de origen favorecedoras (como la posibilidad de contar con una alimentación nutritiva en su día a día), el resultado de dicho proceder no será otro más que la ampliación y la agudización de la marginación en la que estos estratos se encuentran.
En la postura del la Jefatura de Gobierno capitalina, por eso, la ecuación que intenta resolver las inequidades lacerantes que atraviesan a la población de la Ciudad de México no es del tipo: eliminar los beneficios a los que tradicionalmente accedía una porción reducida de la matricula escolar para reorientarlos hacia el resto de la población estudiantil. Es decir, no es una lógica de suma cero en donde lo que ganan los niños y las niñas a quienes se dirige Mi Beca para Empezar supone una pérdida absoluta para otros niños y otras niñas. Sólo en una concepción del mundo profundamente elitista y clasista cabe la posibilidad de tal interpretación. Por lo contrario, en la postura asumida por la Jefa de Gobierno, la ecuación es mucho más sencilla, más democrática, equitativa, igualitaria y justa: sin quitar a nadie, se procura beneficiar a la totalidad de la matrícula. No hay más.
Parece poco, pero la radicalidad de la decisión es profunda: en el corazón mismo de esta política pública, lo que late con mayor intensidad es el reconocimiento de que la lógica de dar más a quien más tiene y privar más a quien menos tiene no puede seguir siendo un principio rector válido del sistema educativo público. Llevar hasta sus últimas consecuencias decisiones así tendría que transitar, asimismo, por el reconocimiento de que los exámenes de ingreso a cualquier nivel educativo constitucionalmente garantizado como un derecho y una obligación deben de ser eliminados. Y esto por una razón muy sencilla: porque no puede considerarse que el Estado mexicano esté efectivamente garantizando el cumplimiento de dicho derecho (el de acceder a la educación básica) si la posibilidad de cada mexicano y mexicana de estudiar en este país depende de la lógica de la competencia.
En ese sentido, ante la insistente objeción conservadora, retrógrada y reaccionaria de que el sistema educativo nacional (público) no cuenta con las capacidades o los cupos suficientes como para hacer frente a la demanda de ingreso a todos sus niveles que cada año se da, la respuesta que la sociedad tendría que dar, lejos de optar por la defensa de los filtros de ingreso y de selección (eufemismos que enmascaran la competencia meritocrática) tendría que decantarse por una mayor insistencia en pos de la ampliación de ese mismo sistema, en todos sus órdenes, hasta que éste cuente con una capacidad holgada de absorción de la demanda estudiantil. Cualquier otra opción seguirá siendo elitista, en tanto que considera que contar con escolarización es más bien un privilegio de personas talentosas y no un derecho universal, de toda la población.