Groenlandia y el Ártico más allá de Trump: la geopolítica estadounidense

Comprender la racionalidad política detrás de las declaraciones y de los actos de Donald J. Trump no ha sido sencillo desde que se presentó ante la sociedad estadounidense y el resto del mundo como un aspirante serio a renovar el liderazgo, en lo interno, del viejo neoconservadurismo republicano; y, en lo externo, de las viejas aspiraciones imperiales que, a mediados del siglo XX, le permitieron a sus clases empresariales y a sus élites gobernantes el ejercer un rol hegemónico en el mundo (con todo lo que ello implica en términos de acumulación de capital y de concentración de poder).

En general, esta dificultad para comprender el estilo personal de gobernar de Trump y, sobre todo, de conducir las relaciones internacionales del Estado que gobierna, está cifrada en dos variables que se retroalimentan. A saber: por un lado, Trump cuenta en su haber con un historial de declaraciones abierta e indefectiblemente signado por un dominio absoluto de la mentira, del engaño, de la falsedad y de la tergiversación de los hechos. Historial en el que, además, no han escaseado, tampoco, las muestras de irracionalismo y hasta de abierta estupidez; ofensivas no solo para el más elemental de los sentidos comunes entre nuestras sociedades contemporáneas sino, sobre todo, de las certezas que, a lo largo de los siglos, el conocimiento científico les ha brindado. Los alardes de incompetencia con los que se condujo a lo largo de la epidemia de SARS-CoV-2, dentro y fuera de Estados Unidos, durante su primer mandato presidencial, por ejemplo, son evidencia clara e irrefutable de ello.

Por otra parte, en correspondencia con lo anterior, los grados de pedantería intelectual alcanzados por la superespecialización del conocimiento científico-social contemporáneo, cultivados a lo largo del último medio siglo de historia en Occidente, han contribuido, en virtud de la necesidad de salvaguardar su propia solemnidad y refinamiento, a hacer de Trump poco menos que una caricatura política: un personaje que sí, en efecto hoy es capaz de ejercer una enorme influencia sobre el curso de múltiples y diversos acontecimientos a lo largo y a lo ancho del mundo y de su trayectoria histórica, pero que no por ello deja de ser un payaso ocurrente, ignorante y estridente que únicamente sabe vivir del escándalo y de la irreverencia, como todo demagogo de su estirpe.

Actuando en conjunto, en los espacios de formación de la opinión pública, ambas situaciones a menudo han desembocado o bien en la tendencia a no tomar todos los dichos y los actos de Trump con tanta seriedad como se debería de hacer o bien en la propensión a ridiculizarlos. La muestra más reciente y palmaria de ello la ofrece, de hecho, el tratamiento mediático e intelectual que se le ha dado a sus declaraciones de intenciones de comprar el territorio de Groenlandia.

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Siria: la caída de Al-Assad, ¿por qué ahora?

La noticia, sin duda, tomó por sorpresa a propios y a extraños dentro y fuera de las fronteras de Occidente: el sábado 8 de diciembre de 2024, cuando apenas comenzaba a atardecer en Damasco, la ciudad capital de Siria, medios de comunicación alrededor del mundo dieron a conocer que el régimen del presidente Bashar Háfez al-Ásad había sido derrocado. ¿Por quién? La respuesta aún no es clara. Dependiendo de la posición que se asuma dentro de la disputa geopolítica y geocultural en curso, la autoría intelectual y material inmediatas de los acontecimientos o bien se le pueden adjudicar a rebeldes y fuerzas de oposición armada o bien a grupos terroristas y/o fundamentalistas islámicos. La mayor parte de la prensa estadounidense y de sus cajas de resonancia en Europa y en América, por ejemplo, no duda en calificar a estos actores de ser lo primero, pese a que en el pasado les dio trato de ser lo segundo.

El fenómeno que llevó al derrocamiento del gobierno de al-Ásad, sin embargo, ni es monolítico ni, mucho menos, susceptible de ser reducido a uno u otro bloque en su conjunto, toda vez que, en sus entrañas, en efecto aglutina lo mismo a amplios contingentes de militantes de organizaciones terroristas y de agrupaciones fundamentalistas que a extensas y muy diversas bases sociales de apoyo civil, junto a las cuales, además, también se hallan exintegrantes de las fuerzas armadas antaño leales al gobierno, viejos y nuevos cuadros burocráticos inconformes con el statu quo ante, elementos paramilitares y excombatientes en algún momento desmovilizados, etcétera. La incomprensión de esta complejidad, amplitud y pluralidad en la composición poblacional del fenómeno social que llevó a término al dominio de la dinastía Assad en el gobierno nacional sirio es, de hecho, lo que desde hace una década ha dificultado, en otras partes del mundo, el entendimiento de que es en virtud de esa misma complejidad, amplitud y diversidad de los actores políticos involucrados —y no a pesar de ella— lo que a lo largo de ese mismo periodo de tiempo ha facilitado la intervención de tantos actores extranjeros en el conflicto sirio. Incomprensión, dicho sea de paso, que con el transcurrir de los años se ha visto acentuada por el tratamiento maniqueo que se ha hecho de la información proveniente del conflicto en medios de comunicación tradicionales y, por supuesto, en redes sociales.

Más allá, no obstante, de la necesaria discusión sobre el sujeto sociopolítico al que se le pueden adjudicar los acontecimientos, lo que sin duda resulta mucho más interesante analizar ahora mismo son las razones que explicarían por qué, después de poco más de una década de conflicto armado (en el que convergieron una guerra antiterrorista con una proxy war entre potencias regionales y una más entre potencias globales con intereses estratégicos en la zona; un proceso de deposición gubernamental con uno de balcanización territorial del Estado; así como un conflicto de clases con uno de carácter confesional; todo al mismo tiempo), en apenas dos semanas, y prácticamente sin grandes, costosos y sangrientos enfrentamientos armados, el régimen de al-Assad sencillamente se desmoronó, sin que, al parecer, éste haya opuesto resistencia alguna. ¿Cómo explicar, pues, lo abrupto del resultado al que se arribó este fin de semana, cuando hasta hace apenas un par de días las apuestas en favor de la supervivencia de la dinastía al-Assad aún eran significativamente elevadas inclusive entre comentaristas occidentales especializados/as en el conflicto?

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México, Ecuador, el lawfare y el asilo político

En la noche del pasado 5 de abril del presente año, elementos de los cuerpos de seguridad de Ecuador irrumpieron en la sede de la Embajada mexicana en ese país, sin que previamente hubiese mediado notificación oficial alguna de que aquello ocurriría. ¿El motivo de que así sucediese? Extraer por la fuerza y colocar bajo arresto a quien fuera el expresidente del gobierno de Rafael Correa entre el 2013 y el 2017: Jorge Glas. Más allá de la estridencia mediática que de inmediato causaron las imágenes en las que se observa a policías ecuatorianos trepar por la fachada de la Embajada para ingresar en ella y, por supuesto, de lo alarmante que puede parecer el que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, haya decidido romper relaciones diplomáticas con Ecuador, los hechos en sí mismos resultan de enorme relevancia por dos razones.

En primer lugar porque, a juzgar por el tratamiento mediático que se les han dado a los hechos desde que ocurrieron, entre el grueso de la opinión pública no parece quedar claro, bien a bien, qué de todo lo que sucedió fue justo, legítimo y, en consecuencia, legal, y qué no Y, en segundo lugar, porque la violación de la sede diplomática mexicana y la ruptura de relaciones que le siguió han venido a eclipsar problemas más de fondo dentro y fuera de Ecuador —en diversas partes de la región— que, por supuesto, no tienen su origen ni, mucho menos, se agotan, en la en efecto condenable transgresión cometida en contra de México y de su representación en ese país.

Dicho, pues, lo anterior, quizá habría que comenzar por contextualizar un poco cómo es que se llegó a esta situación en la que el exvicepresidente Glas terminó por refugiarse en la Embajada mexicana y por qué México decidió concederle dicha prerrogativa. Y aquí, por supuesto, lo primero que tendría que observarse es que, al finalizar su mandato presidencial, Rafael Correa y una veintena de sus principales colaboradores a lo largo de sus diez años de gestión al frente del ejecutivo ecuatoriano (entre los que se encontraba el entonces vicepresidente) fueron objeto de persecución judicial y presidencial, cortesía de quien en ese momento fue su sucesor (y hasta ahora el más grande traidor de lo que en aquellos años significaron el proyecto de nación de la Revolución Ciudadana, por un lado; y el correísmo como su núcleo político, por el otro): Lenin Moreno.

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