A propósito de Mijaíl Gorbachov: la URSS y el socialismo que nunca fue

A propósito del fallecimiento de Mijaíl Gorbachov, ¿qué significado histórico tiene su deceso, a la luz del rol político que tuvo en tanto que último mandatario de la Unión Soviética?, ¿tiene, en principio, alguna implicación su muerte para pensar la historia del tiempo presente, o es que su deceso no va más allá de la simple conmemoración de un exmandatario de Estado más, como suele ocurrir con los pésames que entre las elites políticas se suelen dispensar cuando uno o una integrante de su tribu desaparece físicamente de este mundo?

En apariencia preguntas retóricas, no son éstas, sin embargo, interrogantes superficiales. De la respuesta que se de a ellas depende, entre muchas otras cosas, por ejemplo, la capacidad que se tenga de explicar por qué, en medio de uno de los contextos globales más abierta y profundamente hostiles en contra de la cultura, la política, la economía y la historia de Rusia, de pronto la mayor parte de la prensa occidental (al margen de las loas propias de ciertas clases políticas globales) se volcó hacia la extensión de pésames y de tributos discursivos tendientes a enaltecer la figura de Gorbachov.

Y es que, si bien es cierto que, para cualquier observador serio y atento de la historia, la Rusia de hoy no es de ningún modo idéntica a la Unión Soviética de ayer, los tiempos que corren se caracterizan, precisamente, por el auge de una generalizada incomprensión internacional de las enormes distancias que se abren, en todos los aspectos, entre esta Rusia y aquella Unión Soviética. En Occidente, la falsa identificación mecánica y en automático de Rusia como un mero despojo de lo que en su momento fue la Unión Soviética, por supuesto, se explica por una multiplicidad y una diversidad de factores imbricados que van desde las diferencias idiomáticas hasta las distancias culturales, pasando por el hecho de que, geográficamente, Rusia parece demasiado lejana al grueso de esas sociedades occidentales y, en última instancia, abrevando, también, de ciertas reminiscencias ideológicas normalizadas durante la época de la guerra fría que, entonces como ahora, condujeron y siguen conduciendo a sostener discursos de odio en contra de cualquier cosa que parezca una herencia del sovietismo.

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La Cumbre de cuál América…

¿Cuáles de todas las Américas que existen en este continente fueron las convocadas por el mandatario estadounidense, Joe Biden, para formar parte de los trabajos de la IX Cumbre, celebrada en California desde el pasado seis de junio? Y, sobre todo, ¿qué América se espera que emerja de dicho encuentro? Ambas preguntas parecen ociosas —y hasta profundamente retóricas— en la medida en que dan por hecho que existe más de una América y, sin embargo, por lo menos en México, a partir del debate que inauguró el presidente Andrés Manuel López Obrador, a raíz de su negativa a asistir a dicha Cumbre si no participaba en ella la totalidad de Estados que conforman el continente, son dos cuestionamientos de lo más pertinentes.

No sólo ni en primera instancia porque de las respuestas que se den dependerá la evaluación que en México se haga de la política exterior del primer gobierno que emana de la Cuarta Transformación, sino, ante todo, porque de la resolución que se ofrezca a ambas interrogantes dependerán, en gran medida, las posibilidades con las que contarán los pueblos que habitan en la región, en los años por venir, para avanzar sobre algunas agendas que, hoy más que nunca, le son de enorme importancia. Y es que, en efecto, aunque en términos geográficos a América siempre se la piensa como una única masa continental conformada por una treintena de Estados-nacionales (a menudo segmentados entre un Norte, un Sur y un Centro-caribe por lo demás abstractos), la realidad es que, en términos históricos, culturales, políticos y económicos, América es, en realidad, muchas Américas, y ningún proceso de unidad regional que pretenda ser exitoso puede sencillamente obviar ese dato (no, por lo menos, si el propósito es conseguir la unidad partiendo de la diversidad, en lugar de aniquilar lo diverso para conseguir una falsa homogeneidad).

Dentro de la larga y nutrida tradición del pensamiento social americano y, en particular, en el seno de la filosofía política americana que desde hace siglos procura darle un sentido de unidad a las múltiples y diversas realidades políticas, económicas, culturales e históricas que se experimentan a lo largo y ancho del continente, por ejemplo, una idea que se repite con insistencia es aquella que distingue entre, por lo menos, dos grandes matrices culturales, dos actitudes de vida y/o dos opciones civilizatorias distintas: la América latina y la América anglosajona (o simplemente sajona). Es decir, la América que, en términos geográficos, va desde los márgenes del Río Bravo, en la frontera Norte de México, hasta el archipiélago de la Tierra de Fuego, en la frontera Sur de Argentina y Chile; por un lado, y la América que en esencia constituyen sólo Estados Unidos y Canadá, por el otro.

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La política de poder de las grandes potencias: racionalizar el caos

En la larga historia del moderno sistema mundial, una cosa es segura (dada su tendencia a comportarse en forma cíclica): en el capitalismo global, las crisis coyunturales son recurrentes y las crisis estructurales son inevitables. Pero un periodo o un momento de crisis, no obstante, no es cualquier fenómeno en el marco de funcionamiento de este sistema de dimensiones planetarias: cuando se producen, tienden a orillar a los actores a actuar de manera distinta a como lo harían mientras la lógica del capitalismo opera con relativa normalidad. Y si bien es verdad que esta afirmación parece ser poco menos que evidente en y por sí misma, a juzgar por la forma en la que se ha abordado intelectualmente la confrontación entre Rusia, por un lado; y Estados Unidos y la OTAN, por el otro; la realidad de la cuestión es que esta comprensión de las crisis como un elemento determinante en el diseño y el despliegue de la Raison d’état de las grandes potencias no parece ser muy bien aceptada.

Un dato elemental que evidencia este enorme grado de incomprensión de la manera en que se producen y funcionan las crisis en sistemas sociales tan complejos como lo es la arena de las relaciones internacionales se halla, por ejemplo, en cada afirmación que sostiene que son los acontecimientos experimentados en el conflicto por Ucrania los detonantes que en verdad cuentan con todo el potencial para sumir al resto del mundo en una nueva era de catástrofes (el alarmismo que pronto cundió en la prensa internacional, acerca de la posibilidad de una guerra nuclear, es indicativo de ello); como si el mundo, al margen de la emergencia sanitaria y de su correlato económico, se hallase atravesando por un momento de estabilización de su funcionamiento, sin cobrar conciencia, por un lado, de que el telón de fondo sobre el cual se desencadenó la avanzada militar rusa en el Donbás ucraniano es el propio de una crisis cuyas raíces se hunden tan profundo en el pasado como la década de los años noventa del siglo XX; y, por el otro, que, desde la perspectiva de las grandes potencias en conflicto, es de la definición del estatus de Ucrania en el marco del sistema interestatal global de lo que depende la posibilidad de contener los efectos más perversos de esa crisis irresuelta desde el siglo pasado (y que rebasa, por mucho, la geografía de Europa del Este).

Que toda crisis coyuntural sea pensada, en esa línea de ideas, a partir de los efectos de corta duración histórica que produce (como cuando en 2012 ya se empezaba a afirmar que se había superado lo peor de la contracción global de 2008; o como cuando ahora se comienza a vaticinar que lo peor de la emergencia sanitaria ya sucedió; teniendo por delante nada más que la recuperación de la vieja normalidad como nueva normalidad)), forma parte de esa misma lógica de análisis inmediatista que domina al grueso de las valoraciones políticas que hoy circulan a propósito del escenario bélico en Donetsk y Luhansk, impidiendo observar al grueso de la población mundial que toda crisis (en especial si es estructural y/o sistémica) además de acorralar, en distinto grado, a los actores internacionales hasta el punto de sobredeterminar su comportamiento y llevarles a tomar decisiones a menudo diametralmente divergentes de las que tomarían en un contexto de relativa normalidad, también se caracteriza por su capacidad para hacer que acontecimientos que usualmente no tendrían un impacto global significativo lo tengan; dejando siempre abierta la posibilidad de que la situación se agudice como en una suerte de espiral degenerativa cuyos resultados últimos siempre son difíciles de anticipar o de trazar como tendencias o trayectorias previsibles.

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