La crisis de la geocultura global: repensar la crisis ucraniana en perspectiva sistémica

Quizás habría que comenzar estas breves notas partiendo de hacer explícita una consigna: el imperialismo es imperialismo con independencia de si la potencia que lo practica es Estados Unidos, Francia, China o Rusia. Hoy, en medio de la que probablemente es la campaña mediática más grande en la historia de la comunicación política moderna desde los tiempos de las dos guerras mundiales y de la invasión estadounidense a Vietnam, recordar y sostener con firmeza esta simple constatación de hechos es, por lo menos para las izquierdas del mundo, el principio ético y político mínimo al cual debe de apelarse si de manera auténtica y con espíritu crítico se aspira a construir un mundo mucho más democrático, más igualitario, más libre y socialmente justo. Ningún sentimiento antiestadounidense, antioccidental, antirruso, antichino, o similares y derivados, para quienes militan en la defensa de estas causas, nunca debería de ser suficiente pretexto para justificar y conceder legitimidad a una agresión armada, ya sea que ésta se produzca entre grandes potencias, entre superpotencias y sociedades periféricas o sólo entre periferias. El sufrimiento y la miseria que causa la violencia desatada por toda guerra de agresión, entre las masas más empobrecidas y explotadas, sencillamente no vale su defensa.

Dicho lo anterior, y reafirmando que tan condenable es la postura adoptada en Occidente acerca de Ucrania como lo es la rusa, valdría la pena anotar un par de reflexiones que coadyuven a esclarecer, por lo menos, una porción de realidad dentro del enorme cúmulo de acontecimientos que en los últimos días se han sucedidos los unos a los otros de manera intempestiva y a menudo caótica. Pero ello no, por supuesto, con la pretensión de querer agotar el tema y defender aquí respuestas definitivas a problemas que en su mayor parte aún se siguen desarrollando, sino, antes bien, ofreciendo un par de coordenadas de lectura que sirvan a la opinión pública, en general, para arrojar un poco de luz sobre esa espesa bruma que rodea no tanto a los acontecimientos sobre el terreno ucraniano, sino, antes bien, a la narrativa de los hechos en el nivel internacional y a la manera en que las masas, en su rol de espectadoras, reciben esa información y la procesan para tomar decisiones que directa o indirectamente impacten en el curso de la situación.

Es claro, por ejemplo, que, aunque en lo que va del siglo XXI la humanidad ha atestiguado el comienzo de un número relativamente amplio de intervenciones bélicas que van desde la aniquilación de Irak y Afganistán, a comienzos del milenio, entre 2001 y 2003; hasta la avanzada balcanización de Siria —aún en curso—, desde el 2011; pasando por la destrucción del Magreb africano, desde 2010; el aplastamiento de Yemen, desde 2014; o cualquiera de los conflictos aún activos a lo largo y ancho de África, desde hace décadas; en ninguno de esos casos, el flujo de información que se hizo correr entre las distintas sociedades que habitan este planeta llegó a alcanzar las proporciones a veces abismales que sí se han observado en relación con la cobertura de los hechos en Ucrania en los últimos meses.

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