Más que los libros, la Nueva Escuela Mexicana II/III

¿Cuál es el rol histórico que debe de cumplir el Estado mexicano, a través de su nueva política educativa, en el abordaje de los cambios que han experimentado y que seguirán experimentando México, América Latina y el resto del mundo?

En México, durante el último par de meses, la decisión tomada por la Secretaría de Educación Pública federal (SEP) de iniciar el próximo ciclo escolar con una nueva batería de libros de texto gratuitos ha suscitado, en el seno del debate político nacional, una pronta y virulenta reacción por parte del grueso de las fuerzas políticas y sociales hostiles a la 4T, en general; y al obradorismo, en particular; que insiste en instaurar, entre amplios sectores de la población mexicana, el sentido común de que tanto los nuevos libros de la SEP como los planes y programas de estudio que los acompañan son, en el mejor de los casos, una ocurrencia más de Andrés Manuel López Obrador y sus funcionarios castrochavistas; en el peor, la punta de lanza de un proyecto de más largo aliento orientado a instaurar en el país una suerte de avatar a la mexicana del sovietismo que caracterizó a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas durante la mayor parte del siglo XX.

Aunque son muchos los argumentos que esgrime para descalificar por completo a la iniciativa de López Obrador de transformar —en la práctica y en la teoría— al sistema público de educación en México, en esa discusión, para la oposición al obradorismo, además de sus ridículas rabietas hechas pasar por análisis supuestamente sesudos en torno de las pocas —pero reales e innegables— erratas que es posible hallar en un par de libros (de tipo ortográficas o de sintaxis, algunas, las más graves, de imprecisiones históricas en fechas importantes, etc.), ha sido fundamental posicionar en el grueso de los medios de comunicación de alcance local y nacional los términos del debate en cuestión a partir de dos ideas centrales que para ella resultan fundamentales. A saber: por un lado, que los libros de texto gratuitos que planea distribuir el gobierno de Andrés Manuel están ideologizados; y, por el otro, que, al ser libros ideologizados, estos no pasan de ser meros manuales de politización de las infancias en favor de la 4T.

Más allá de lo absurdo que resulta el siquiera pensar en la posibilidad de que para el ser humano algo en su existencia pudiese llegar a ser a-ideológico o a-político, sin embargo, quizá valdría la pena preguntar de dónde es que surge esa suerte de esquizofrenia que, a lo largo de las últimas semanas, ha llevado a las fuerzas políticas y sociales adversas al obradorismo y a la 4T a acusar por todos lados la posibilidad de que el fantasma del comunismo reviva y recorra a México si no se detiene la impresión y la distribución de los nuevos libros de texto de la SEP en los niveles básicos del sistema público de educación nacional.

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La continuidad de la 4T en tiempos de la cuarta ola

El dato es evidente y, no obstante su obviedad, en la mayor parte de los análisis políticos de ocasión sobre la coyuntura electoral por la cual atraviesa México, ha tendido a pasar desapercibido: al interior del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), el partido que hoy ejerce funciones de dirección estatal y de control gubernamental a nivel federal, el proceso de definición de la candidatura que habrá de competir en los comicios de 2024 por relevar al aún presidente Andrés Manuel López Obrador en el cargo está marcado por tres rasgos que hacen tanto del proceso interno de este partido como —plausiblemente— de las elecciones de 2024 dos experiencias hasta ahora inéditas en la historia política reciente del país.

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En primera instancia, está el hecho de que, de entre los seis perfiles que se disputan la candidatura oficial de MORENA para contender por la presidencia de México el año que entra, sólo uno de ellos es personificado por una mujer. En segunda, esa mujer, Claudia Sheinbaum Pardo, de entre el resto de los competidores ante los cuales se enfrenta, es la que parece representar la alternativa con mayores índices de popularidad entre las bases sociales de apoyo del partido (e, inclusive, entre el amplio electorado del país, según anotan diversos estudios demoscópicos). Y, en tercer lugar, esa candidatura, con tales posibilidades de conquistar la presidencia de la República, se da en tiempos en los que, a lo largo y ancho del territorio nacional, las mujeres en pie de lucha por sus derechos (feministas o no) han conquistado para sí enormes victorias en distintos frentes (pero principalmente en el de la política).

El dato, por eso, no es menor. Y es que, si se lo medita apenas por un instante, por lo menos en los últimos cincuenta años de historia del país, en ningún otro momento, además del actual, se han presentado esos tres rasgos, de manera concurrente, en el transcurso de un mismo proceso electoral de carácter federal. Piénsese, en este sentido, en que mujeres candidatas a la presidencia de México han habido varias. Sin embargo, ninguna habiendo dispuesto de las condiciones favorables de las que hoy sí goza Sheinbaum: por un lado, un contexto signado por un ambiente de época en el que el feminismo y las luchas políticas, económicas, sociales y culturales protagonizadas por las mujeres han conseguido instaurar nuevos sentidos comunes, prácticas de convivencia y narrativas favorables a sus intereses y sus derechos y, por el otro (producto, a su vez, de ese avance en las luchas de las mujeres a lo largo y ancho del territorio nacional), unos niveles de popularidad tan elevados, amplios y sólidos, lo mismo dentro que fuera de su partido.

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La tercera muerte de la Revolución Mexicana

Durante muchos años (por lo menos desde que en comenzaron a experimentarse alternancias partidistas en las elecciones de gobiernos locales en el país), en el imaginario político mexicano se aceptó como sentido común dominante la idea de que, en un escenario comicial de carácter federal, la candidatura que fuese capaz de ganar las votaciones en el Estado de México invariablemente se convertiría en la ganadora para ocupar la presidencia de la república por los siguientes seis años. Esta idea (que por cierto se parece muchísimo a la manera en la que en Estados Unidos se afirma que quien gana Estados como California o Texas tiene ganada, también, la presidencia de la Unión) sin duda parece haber nacido de dos consideraciones sobre los cambios que en la definición de la política nacional habían introducido, justo, las alternancias partidistas locales.

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A saber, por un lado, al dejar de ser el priísmo la fuerza política absoluta que lo conquistaba todo, en los análisis de las jornadas comiciales en todo el país comenzó a hacerse necesario prestar atención a aspectos como el desempeño que los gobiernos emanados de las filas del Partido Revolucionario Institucional tenían en sus respectivas entidades federativas, a lo largo de sus mandatos constitucionales, para valorar si a nivel nacional la legitimidad del partido podía verse fortalecida o debilitada por ello entre la población. En un sentido un poco más pragmático, además, en la medida en la que comenzaron a ser cada vez más las entidades gobernadas por perfiles salidos de otros partidos (de Acción Nacional o del de la Revolución Democrática), también se volvió más y más importante el análisis de las aportaciones que cada gobierno local estaba en condiciones de hacer en favor del fortalecimiento de las capacidades de su propio partido para conquistar la presidencia de la república cada seis años.

La cantidad de electores que cada gobierno local podía movilizar, comprar o coaccionar, así como los recursos materiales, financieros, infraestructurales, etc. que podía poner a disposición de su partido para contender por la presidencia del país, en este sentido, con el tiempo se convirtieron en variables de estudio de la ingeniería electoral nacional que poco a poco fueron sustituyendo en importancia a otras —como la dinámica de operación del corporativismo priísta—, de manera proporcional a los grados de federalización política y electoral que dichas alternancias partidistas conseguían con sus triunfos sucesivos. Y es que, si bien es verdad que desde antes del nacimiento del priísmo México ya era, formal y jurídicamente, una federación que garantizaba unos márgenes relativamente holgados de autonomía a las entidades federativas, en los hechos, también es cierto que el presidencialismo posrevolucionario había reducido ese carácter federal de la política mexicana a poco menos que una apariencia o un recurso retórico de la narrativa presidencial cuyo único propósito era vender al electorado mexicano la idea de que, en efecto, en la federalización de la política se hallaba el germen de la vocación democrática del régimen político emanado de la Revolución de principios del siglo XX.

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