Este lunes 19 de junio comenzaron los trabajos de base de las seis personas que contienden entre sí por ganar la candidatura única y oficial del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) para competir, en 2024, por la presidencia de la República. Y aunque apenas han transcurrido un par de días, las distancias y las diferencias encarnadas en cada uno de los proyectos políticos personificados por cada uno de los perfiles en competencia no han tardado en evidenciarse y, de paso, en comprobar que la autoridad política de López Obrador era lo único que evitaba que se hicieran tan evidentes ante el electorado como lo son ahora. Eso y un par de constricciones institucionales propias de los cargos que cada quien desempeñaba hasta antes de su registro en el partido.
Ahora que no deben de rendirle cuentas a Andrés Manuel y, sobre todo, teniendo en perspectiva que quien gane el proceso de auscultación interno de MORENA será quien presida a la nación los siguientes seis años (sin que tenga que reconocer por encima suyo a autoridad alguna), sin embargo, los estilos personales de hacer política de los cinco hombres y la única mujer que compiten en este proceso han aflorado de inmediato y, con ello, de a poco van permitiéndole al electorado mexicano observar las filias y fobias que cada uno de esos perfiles arrastra consigo.
A ese respecto, por ejemplo, en el caso de Claudia Sheinbaum (la puntera en encuestas) ha quedado claro, hasta el momento, que ella se asume conscientemente a sí misma como el perfil más auténticamente obradorista de los seis, pero sin que ello signifique sacrificar ni su propia identidad política ni, mucho menos, su propio proyecto de nación (que no es para nada una simple calca del echado a andar por Andrés Manuel este sexenio). En una tónica similar, el tercero en discordia con verdaderas posibilidades de competir contra Sheinbaum y Marcelo Ebrard, Adán Augusto López, por su parte, no ha dudado ni un segundo en venderse a sí mismo, también, como el más obradorista entre obradoristas, aunque a menudo ocultando las muchas diferencias que lo distancian de López Obrador, sobre todo en lo que respecta a su propio talante autoritario, evidenciado en su paso por la Secretaría de Gobernación.
Gerardo Fernández Noroña, por otro lado, no ha tenido empacho en demostrar que si bien no es un obradorista más, sí se ve a sí mismo como un radical a la izquierda del obradorismo. Y Ricardo Monreal y Manuel Velasco, aunque insisten en ocultar el hecho de que en realidad representan a la derecha más rastrera y acomodaticia dentro y fuera de MORENA, tampoco ponen mucho empeño en esconder, en el caso del primero, que el verdadero botín político que anhela es la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México (desde donde buscaría construir su candidatura presidencial para el 2030); y, en el del segundo, que lo que quiere es que su partido (El Verde Ecologista, aunque de ello ni tenga ni un ápice) se beneficie la siguiente administración federal con repartos de cuotas en secretarias del Poder Ejecutivo; en parte como moneda de cambio por su apoyo legislativo durante la siguiente administración, pero en parte, también, como retribución por la lealtad legislativa que mostró a Andrés Manuel desde 2018.
¿Y qué pasa, en este sentido, con Marcelo Ebrard, segundo lugar, detrás de Claudia, en preferencias electorales para el 2024? A diferencia de lo que ocurre con las otras cinco personas contra las que compite por la candidatura única y oficial de MORENA para contender por la presidencia de México en 2024, la del hoy excanciller ha resultado ser una campaña cuyo rasgo más característico es, hasta el momento, el de la ambigüedad. Y lo ha sido hasta un punto en el que, inclusive, a tan pocos días de haber comenzado oficialmente su trabajo territorial para ganarse las preferencias del electorado en la encuesta interna de MORENA, resulta sumamente difícil poder decir de él, por lo menos, si es o no un obradorista más de la 4T.
De hecho, si en alguno de los perfiles presidenciables de MORENA para el 24 es posible afirmar con contundencia que se aprecia más el cambio sufrido en su estilo personal de hacer política después de comenzadas las internas del partido en el Consejo Nacional del domingo 11 de junio, ese alguien es Ebrard. Y la pregunta es ¿por qué? ¿Por qué precisamente Ebrard es quien se muestra a sí mismo y quién más es percibido por la opinión pública y los medios de comunicación como el más ambiguo de la y los contendientes morenistas siendo que, durante cinco años seguidos, operó como uno de los hombres más cercanos y fuertes del gabinete legal de López Obrador?
La respuesta, por supuesto, no es sencilla, ni univoca. Sin embargo, fundamentalmente tiene que ver con la percepción popular que se tiene de su lealtad no tanto a Andrés Manuel sino, sobre todo, al proyecto de nación del aún presidente de la república. Situación que, dicho sea de paso, por la forma en la que se expresa, al mismo tiempo que lo lleva a buscar reforzar entre las bases sociales de apoyo del Movimiento que es, en efecto, un político leal a la izquierda y al obradorismo (además de a la persona de López Obrador), lo empuja a tomar distancia de ambos proyectos y de Andrés Manuel. ¿En qué sentido?
Debido a su militancia priísta, a su paso por el Partido Verde (en 1997) y por Movimiento Ciudadano (en 2015) y, sobre todo, a su insistencia en competir, durante la campaña electoral de 2012, contra Andrés Manuel, por la candidatura presidencial de las izquierdas contra el Partido Acción Nacional y el Revolucionario Institucional, a ojos de muchos y de muchas comentaristas dentro del propio espacio ideológico de las izquierdas, así como ante la opinión de una porción importante del electorado hoy aglutinado en las entrañas del Movimiento de Regeneración Nacional, Ebrard parece cargar sobre sus hombros con un estigma que le ha resultado sumamente difícil de desmontar, por mucho que haya dicho y haya hecho para demostrar lo contrario: el estigma de ser un político que sólo estuvo con López Obrador durante este sexenio por pura conveniencia política (para armar su candidatura para el 2024) y que, además, precisamente en virtud de ese pragmatismo que lo habría llevado a acercarse a AMLO en 2018, en cualquier momento podría llegar a traicionarlo a él personalmente, pero también a su proyecto de nación.
En los hechos, esta simple acusación (que tampoco es cualquier cosa, dada la autoridad moral y política de la que hoy goza Andrés Manuel ante y entre el pueblo de México), por un lado, ha conducido a Ebrard a buscar adoptar posturas y gestos políticos que, ante las bases sociales de apoyo del obradorismo, más allá de su pasado priísta, de su tránsito por el Partido Verde y Movimiento Ciudadano en tiempos en los que ya eran abiertamente antiobradoristas y de su intransigencia ante el segundo intento de López Obrador por ganar la presidencia de México, le permitan afirmar de sí que él es, en efecto, y al margen de todo lo anterior, un político y una persona próxima y leal a todo lo que Andrés Manuel y su proyecto de nación representan en la transformación de la vida pública nacional.
Gestos como, por ejemplo, ofrecer al pueblo de México que, de llegar a ser presidente de la nación en 2024, garantizaría la creación de una nueva Secretaría de Estado dedicada a salvaguardar en términos transexenales los proyectos de infraestructura prioritarios del hoy presidente de México. Pero no sólo eso, sino, inclusive, atreverse a ofrecerle la titularidad de dicha cartera a uno de los hijos de López Obrador: Andrés Manuel López Beltrán; en lo que a todas luces es, además de una traición a la política antiburocrática del obradorismo, un insulto a la propia concepción que tiene Andrés Manuel del nepotismo y del compadrazgo en el ejercicio del noble oficio de la política y de la administración pública.
Pero por el otro, además de esta tendencia a aproximarse y a veces hasta buscar mimetizarse con obradoristas en verdad recalcitrantes para demostrar públicamente su propia lealtad a éste, ese estigma de la traición, el pragmatismo y el arribismo que pesa sobre Ebrard también lo ha conducido a marcar enormes distancias con aquellos (aunque quizá no tanto con Andrés Manuel como político y persona). Ello, quizá, calculando que si la influencia de este estigma entre las bases sociales de apoyo más fervientemente militantes del obradorismo o es considerable o sencillamente imbatible, probablemente ampliar sus horizontes y sus propios apoyos electorales entre sectores más distantes respecto de esos círculos poblacionales podría conseguirle cierta ventaja respecto de contrincantes como Claudia Sheinbaum.
Concretamente, y con independencia de que el cálculo sobre el cual se basa Marcelo Ebrard para conseguir apoyos por fuera del obradorismo sean o no acertados, a lo único a lo que ello lo han conducido ha sido a subrayar con mucha más insistencia sus diferencias respecto del proyecto de nación de López Obrador que las afinidades que tiene con él, con ambos. El propio énfasis que el hoy excanciller de México hace en la idea de que lo que representa su propuesta electoral hacia el 24 es la de la continuidad con el cambio es indicativo de ello. Tanto como lo es su insistencia, asimismo, en construir su propia campaña haciéndose propaganda entre medios de comunicación que sin dudarlo el propio Andrés Manuel y una porción mayoritaria del Consejo Nacional de MORENA identificarían como espacios mediáticos «reaccionarios, conservadores, adversarios de la Cuarta Transformación y partidarios del viejo régimen»; según lo establecido por el propio Consejo del Movimiento en su plenaria del 11 de junio pasado.
Las entrevistas que concedió en los espacios de Ciro Gómez Leyva, en Imagen Tv; de Joaquín López Dóriga, en Grupo Fórmula; y, más reciente, de René Delgado, en El Financiero/Bloomberg (aunque ésta se hiciera a modo en una residencia de Ebrard para disfrazar el espacio mediático en cuanto tal), son ejemplos claros de ese distanciamiento o, por lo menos, de esa necesaria autonomía relativa respecto de la figura de López Obrador que Ebrard considera que debe de transmitir a los sectores más moderados o externos al Movimiento de Regeneración Nacional, en general; y al obradorismo, en particular; para captar sus preferencias tanto en estas internas de MORENA como en los comicios presidenciales de 2024.
El resultado de optar por ambas estrategias de manera simultánea no es, sin embargo, tan mecánico o lineal como se supondría que es. Y es que, en efecto, en la medida en la que los dichos y los hechos de Marcelo para construir su candidatura como una apuesta por una opción sí obradorista, pero de centro (o por lo menos distanciada de sus principios más radicales) no son precisamente dichos y hechos centristas o moderados, sino que, antes bien, de un lado y del otro rayan en la exageración (ofrecer una secretaría de Estado a un hijo de Andrés Manuel —aunque fuese previsible que éste la rechazaría—, de una parte; y acudir a entrevistas a modo con algunos de los más rabiosos voceros de la derecha más antiobradorista en los medios de comunicación nacionales, de la otra), el mensaje final enviado al electorado no termina de ser claro, más allá de la percepción de que Ebrard, en efecto, intenta seducir a tiros y troyanos por igual, por irreconciliables que sean las relaciones entre ambos bandos.
En un contexto distinto, probablemente las cosas no resultarían así de ambiguas para Ebrard. Sin embargo, en los tiempos que corren, la variable que hace toda la diferencia y que tanto ideológica como políticamente vuelve irreconciliables los dichos y hechos contradictorios del canciller tiene que ver con el sistemático esfuerzo pedagógico que supuso la presidencia de López Obrador y, dentro de ella, sus conferencias matutinas diarias, en el sentido en que la una y las otras sirvieron al electorado para aprender a reconocer las mezquindades que atraviesan a las industrias de la información, al comunicación y el entretenimiento en el país. Era evidente, por ello, que con un electorado así (hoy mucho más crítico con medios y figuras de la farándula informativa de lo que jamás fue en el pasado reciente de la política nacional), sobre todo entre las bases sociales de apoyo del obradorismo, los guiños de Ebrard a esos medios y esas figuras fuesen interpretados como una lisa y llana traición a su movimiento.
¿Y cómo no iban a interpretarse así si durante cinco años seguidos Andrés Manuel evidenció un día sí y el otro también que esos mismos medios y esas mismas figuras han intentado de todo para destruir al movimiento nacional-popular que él encabeza? Lo menos que Ebrard podía esperar como respuesta por su cada vez mayor cercanía a esos espacios y esas personalidades era suspicacia por parte del obradorismo: una fundada sospecha de que, al carecer de apoyo popular suficiente para garantizar el éxito de sus aspiraciones presidenciales, no le quedó más remedio que recurrir a viejas estrategias mediáticas de las que también se valieron mandatarios de cuestionable legitimidad democrática como Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto para imponer sus intereses personales y oligárquicos.
En última instancia, además, su negativa a explicitar qué tipo de participación tendría en el siguiente sexenio si él no fuese el elegido como presidente de la República y, más aún, su rechazo manifiesto a ocupar nuevamente una secretaría de Estado, la coordinación de las bancadas de MORENA en las cámaras del Congreso de la Unión o la dirigencia nacional del partido por los próximos seis años, para mantener la unidad del Movimiento si otra persona y no él gana el proceso de selección interna de MORENA, a lo único a lo que han conducido es a reforzar la idea de qué sí, entre sus cartas a jugar en medio de la derrota estarían las de la traición, la ruptura y la fragmentación del partido y del movimiento con tal de garantizar sus aspiraciones electorales. Quizá no como para llegar al extremo de buscar cobijo entre los partidos de oposición, pero sí como para intentar construir su propia corriente (en el PRD le llamaban tribus), al interior del Movimiento de Regeneración Nacional.
Y es que, aunque Ebrard cuenta con la edad suficiente como para esperar seis años más por su turno y con ello garantizar la continuidad de la 4T por un mandato más, luego del que plausiblemente ejercerá Sheinbaum a partir del 24, al parecer, en sus planes de vida esa no es una alternativa que le parezca sensata.
Y lo cierto es que no es para menos: en estas elecciones, el peso de la figura de López Obrador aún es una garantía de que de las filas de MORENA saldrá la próxima presidencia de la República en 2024. Dentro de seis años eso ya no es garantía, y tampoco se puede saber qué tanto la oposición al obradorismo habrá conseguido, para entonces, recomponerse y rearticularse orgánicamente, con la fortaleza necesaria para enserio disputarle el país a la 4T. Por ahora, por eso, a Marcelo no parece quedarle otra alternativa que apelar a quienes se hallan más allá del obradorismo y, en el camino, capitalizar para sus propósitos algo del descontento, de la decepción y/o del rechazo polarizantes que palpitan entre quienes, a falta de una mejor alternativa entre los partidos de oposición al oficialismo, aspiran a hacer de Marcelo Ebrard su propio Caballo de Troya. Pero todo ello, por supuesto, dentro de unos márgenes que le permitan seguir siendo percibido popularmente como un político leal al Movimiento de Regeneración Nacional, al obradorismo y a Andrés Manuel.
Ricardo Orozco
Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Premio Internacional Dr. Leopoldo Zea por la mejor tesis de Maestría sobre América Latina o el Caribe (2021) otorgado por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, de la UNAM. Docente de Relaciones Internacionales en la UNAM.
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