El dato es evidente y, no obstante su obviedad, en la mayor parte de los análisis políticos de ocasión sobre la coyuntura electoral por la cual atraviesa México, ha tendido a pasar desapercibido: al interior del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), el partido que hoy ejerce funciones de dirección estatal y de control gubernamental a nivel federal, el proceso de definición de la candidatura que habrá de competir en los comicios de 2024 por relevar al aún presidente Andrés Manuel López Obrador en el cargo está marcado por tres rasgos que hacen tanto del proceso interno de este partido como —plausiblemente— de las elecciones de 2024 dos experiencias hasta ahora inéditas en la historia política reciente del país.
En primera instancia, está el hecho de que, de entre los seis perfiles que se disputan la candidatura oficial de MORENA para contender por la presidencia de México el año que entra, sólo uno de ellos es personificado por una mujer. En segunda, esa mujer, Claudia Sheinbaum Pardo, de entre el resto de los competidores ante los cuales se enfrenta, es la que parece representar la alternativa con mayores índices de popularidad entre las bases sociales de apoyo del partido (e, inclusive, entre el amplio electorado del país, según anotan diversos estudios demoscópicos). Y, en tercer lugar, esa candidatura, con tales posibilidades de conquistar la presidencia de la República, se da en tiempos en los que, a lo largo y ancho del territorio nacional, las mujeres en pie de lucha por sus derechos (feministas o no) han conquistado para sí enormes victorias en distintos frentes (pero principalmente en el de la política).
El dato, por eso, no es menor. Y es que, si se lo medita apenas por un instante, por lo menos en los últimos cincuenta años de historia del país, en ningún otro momento, además del actual, se han presentado esos tres rasgos, de manera concurrente, en el transcurso de un mismo proceso electoral de carácter federal. Piénsese, en este sentido, en que mujeres candidatas a la presidencia de México han habido varias. Sin embargo, ninguna habiendo dispuesto de las condiciones favorables de las que hoy sí goza Sheinbaum: por un lado, un contexto signado por un ambiente de época en el que el feminismo y las luchas políticas, económicas, sociales y culturales protagonizadas por las mujeres han conseguido instaurar nuevos sentidos comunes, prácticas de convivencia y narrativas favorables a sus intereses y sus derechos y, por el otro (producto, a su vez, de ese avance en las luchas de las mujeres a lo largo y ancho del territorio nacional), unos niveles de popularidad tan elevados, amplios y sólidos, lo mismo dentro que fuera de su partido.
Prueba de lo anterior son los registros históricos que dejaron en sus campañas presidenciales las últimas cinco mujeres que, desde principios de los años ochenta del siglo pasado, han competido por la titularidad del poder ejecutivo federal. En las dos rondas comiciales en las que participó Rosario Ibarra de Piedra, por ejemplo, únicamente pudo conseguir, como porcentaje total de la votación válida, un 1.84%, en 1982; y un 0.39%, en 1988. Más adelante, Cecilia Soto, en 1994, apenas obtendría un 2.75% de los sufragios. Marcela Lombardo, ese mismo año, sacaría el 0.47%; y Patricia Mercado, en el año 2006, captaría el 2.78%. Sólo Josefina Vázquez Mota, hasta las elecciones de 2012, lograría superar esos niveles tan bajos de votación respaldando las aspiraciones presidenciales de una mujer, consiguiendo hasta el 26.1% en esa ocasión.
Y si bien es cierto que en la obtención de dichos resultados influyen diversas variables (como los menores grados de democratización que existían en el sistema político mexicano todavía en el siglo XX, el tamaño y la debilidad de los partidos políticos por los cuales competían o, asimismo, la sistematicidad de prácticas de coacción y de compra del voto en demérito suyo), también es verdad que, inclusive al márgenes de esos factores, en general, el electorado mexicano veía en las candidaturas de las mujeres a ocupar cargos de elección popular aspiraciones políticas vanas y superficiales (a menudo un mal chiste para la solemnidad de la política nacional) por las que no consideraba que valía la pena apostar ni su voto ni, mucho menos, los destinos de la nación. Valoración, dicho sea de paso, que más que encontrar su fundamento en criterios estrictamente político-electorales, hundía sus raíces en las entrañas del machismo nacional.
¿Qué hace, por lo tanto, tan distinta a la plausible candidatura presidencial de Claudia Sheinbaum, en 2024, respecto de otras tantas en el pasado, en las que también participaron mujeres? La respuesta indirecta a esta pregunta es sencilla de enunciar: en relación con las mujeres que la precedieron, Sheinbaum Pardo se halla en un contexto en el que el régimen político nacional es mucho más democrático que en el pasado, ante un sistema tradicional de partidos en las ruinas y, por supuesto, formando parte de un partido-movimiento de masas inédito en la historia del México posrevolucionario, etcétera. Sin embargo, la respuesta directa y de fondo es que, en gran medida, tanto su candidatura, como los niveles de popularidad social de los que goza, así como las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales que en este momento favorecen a su carrera por la presidencia de México se deben, sobre todo, a las conquistas de las propias mujeres movilizadas y en rebeldía en este terreno, arrebatadas al patriarcado mexicano, y cuyos mayores o menores beneficios (según sea el caso) no pudieron gozar quienes la antecedieron (sencillamente porque las condiciones sociohistóricas no estaban dadas).
Pero Claudia, no obstante lo anterior, a pesar de gozar de unas condiciones históricas mucho más favorables a su candidatura presidencial que las que jamás pudieron gozar las mujeres que la precedieron en el intento de conquistar la misma aspiración (quizá con excepción de Josefina Vázquez Mota, en 2012, aunque la distancia temporal entre ambas tampoco es tan corta), al igual que Rosario Ibarra, Cecilia Soto, Marcela Lombardo, Patricia Mercado y Josefina Vázquez Mota antes que ella, no está exenta de tener que enfrentar el que sin duda es y seguirá siendo su mayor desafío (aún si se convierte en presidenta de México en 2024): la reacción del orgullo patriarcal nacional que no perderá oportunidad alguna para hostilizarla, sabotearla y, en última instancia, contener los efectos sociopolíticos y culturales que pudiesen desencadenar tanto su candidatura oficial por parte de MORENA a los comicios presidenciales de 2024 cuanto su posible triunfo en dicha contienda (en especial en todo aquello que tenga el potencial de fortalecer las luchas de las mujeres por sus derechos e intereses).
La muestra más clara de que esa reacción ha comenzado a organizarse en gran escala, de hecho, se dio apenas un par de días después de que MORENA celebrase su Consejo Nacional, el 11 de junio de este año, cuando en redes se filtró un video en el que la hoy Exjefa de Gobierno de la Ciudad de México aparece en una actitud en la que muchos y muchas no tardaron en calificar de autoritaria, prepotente, intolerante, y hasta tiránica o dictatorial ante el propio Consejo de MORENA y en relación directa con la persona que lo presidía, Alfonso Durazo (presunta víctima de la histeria de Claudia). Y es que, en efecto, a pesar de que inmediatamente después de que se viralizó el video en internet algunas de las personas que atestiguaron el acontecimiento aclararon que en realidad de lo que se había tratado era de una exigencia mínima y legítima de respeto por parte de Sheinbaum ante actos de intolerancia y de asedio hacia su persona, cometidos por bases sociales de apoyo de las campañas presidenciales de Marcelo Ebrard y de Ricardo Monreal, el daño en perjuicio de suyo ya estaba hecho y era irreversible. ¿En qué sentido?
Sacado totalmente de contexto, el video que se filtró en redes sirvió para movilizar como sentido común dominante en el debate público nacional (por lo menos desde las trincheras mediáticas de quienes se oponen a las aspiraciones políticas de Sheinbaum) la idea de que la hoy única precandidata de MORENA por la presidencia de la República es, en el mejor de los casos, una copia del supuesto autoritarismo que caracterizaría al estilo personal de gobernar de López Obrador; o, en el peor, una mujer prepotente, intolerante y autoritaria por el hecho mismo de ser mujer. Una réplica femenina de López Obrador, en el mejor; y una mujer simplemente histérica, en el peor; dicho sea de paso, porque el principio sobre el cual se asienta esta narrativa parte del supuesto de que una mujer no se tendría que comportar naturalmente así: fuera de los cánones del servilismo, la sumisión y la docilidad que el sexismo reserva para las mujeres; y, si lo hace, es mejor que sea por efecto de algún tipo de masculinización.
A Sheinbaum, en esta línea de ideas, se la presentó como ambas cosas, porque desde la lógica de quienes pretenden dinamitar su candidatura presidencial en 2024 era importante mostrarla no como una alternativa o una superación de Andrés Manuel para el siguiente sexenio, sino, antes bien, como una continuidad suya hasta en los aspectos que la oposición al obradorismo más rabiosa y virulentamente han buscado denostar del estilo personal de gobernar de López Obrador. Pero, también, y al margen de ese supuesto rasgo heredado, como una mujer cuyo carácter supondría un peligro para México de llegar a conquistar la presidencia de la República, en la medida en la que ya no habría ningún hombre más poderoso que ella capaz de controlar sus arranques y sus desplantes en el ejercicio de sus actividades púbicas (como se supone que ahora mismo operaría a modo de contención la figura de AMLO, según esta misma narrativa).
El daño causado a Claudia Sheinbaum con ese vídeo, pues, es el mismo al que quedará expuesta en adelante (y en mayor grado en la medida en la que más se aproxime a la conquista de su objetivo): la del escarnio y la hostilización públicos basados en los grados en los que el patriarcado nacional considere que la Exjefa de Gobierno de la Ciudad de México no cumpla con los estereotipos históricamente construidos para las mujeres en México. Y es que es innegable que, ante una situación similar en la que la persona que protagonizase un reclamo similar al de Claudia en el Consejo Nacional de MORENA hubiese sido un hombre, por supuesto, la respuesta general del público ante lo observado, lejos de demonizar al político que se hubiese comportado así, o lo habría celebrado como un ejemplo de carácter o, en su defecto, por lo menos lo habría justificado como un signo de decencia y hasta de autoestima. Ejemplos de esto en la historia reciente del país, de hecho, existen muchos, y todo el peñanietismo (2012-2018) es prueba palmaria e irrefutable de ello, comenzando por los actos de prepotencia del propio expresidente Enrique Peña Nieto, que nunca fueron sometidos a juicios similares a los que ahora mismo tiene que soportar Claudia.
Sheinbaum, en este sentido, a diferencia de sus contrincantes hombres (aquello de llamarles Varones a los hombres suena a título nobiliario), mientras se encuentre en campaña (y aún durante una hipotética presidencia suya), se tendrá que enfrentar ante un cúmulo sumamente amplio de prejuicios que se hallan arraigados en la cultura mexicana en nociones que durante años, décadas y siglos se han naturalizado (lo cual los hace más difíciles de combatir que, por ejemplo, los nacidos del clasismo o de la identidad político-partidista) siendo susceptible, por ello, de experimentar un mayor desgaste que el que no vivirán sus pares masculinos. Y la cuestión es que, por muchas acciones afirmativas que institucionalmente se tomen al interior y por fuera de MORENA para paliar sus efectos, en el fondo, aún quedará, a pesar de ellas y de los resultados discriminatorios en sentido positivo que tengan, un resto de violencia (de género, simbólica, política, cultural, sexual, etc.) que no podrá eludir. En última instancia, inclusive, el que Claudia llegue a ser objeto de medidas de reafirmación positiva para nivelar el piso de la competencia en relación con sus adversarios hombres seguramente llegará a ser interpretado por una amplia proporción del electorado nacional como prueba de que existe cierto favoritismo por ella.
La magnitud del problema estructural que sí tendrá que enfrentar Claudia y que no lo harán Marcelo o Adán Augusto es tal que la ventaja que Sheinbaum logró construir a lo largo de los últimos dos años de su gestión al frente de la Ciudad de México podrían erosionarse en tiempo récord por causa de absurdos similares al vídeo filtrado del Consejo Nacional morenista; e, inclusive, revertirse, en la medida en la que cada acto suyo, cada palabra, cada gesto, propuesta, promesa o decisión que tome, etc., será sometido a un riguroso escrutinio sexista cuya lógica siempre partirá de la base de que ella, siendo mujer, deberá de demostrar no sólo su idoneidad política, intelectual y profesional para el cargo, sino también su integridad personal, sicológica, moral y espiritual, como una buena mujer.
Y es que, aunque en las últimas dos décadas del siglo XXI se ha incrementado sustancialmente el número de mujeres ejerciendo el noble oficio de la política en los tres niveles de gobierno y los tres poderes de la Unión, dada la herencia que dejó tras de sí el presidencialismo posrevolucionario del siglo XX en la definición de la cultura política nacional, no habría que subestimar la posibilidad de que el electorado mexicano considere que está bien tener presidentas municipales, diputadas, senadoras, gobernadoras y hasta ministras, pero no una mujer en la presidencia de la República. Piénsese, para dar cuenta de ello, en que ahora mismo, por ejemplo, en el país se cuenta con nueve gobernadoras en distintas entidades federativas de la República (el número más alto de mandatarias locales en la historia de esta sociedad). Y, sin embargo, a pesar de ello, mujeres como Beatriz Gutiérrez-Müller, aún sin ejercer un cargo público legal, desde comienzos del sexenio no ha dejado de ser objeto de múltiples y diversas violencias cuyo origen social es la creencia de que ni se comporta como la esposa de un presidente ni con la supuesta dignidad que su estatus social y su posición política demandarían (reclamos que a menudo han venido acompañados de comparaciones con otras —mal llamadas— primeras damas, de la historia de México y del resto del mundo; como si dicha comparación no fuese sexista, por estar midiendo a una mujer con el estándar de otra).
Si MORENA en verdad busca hacer de su proceso interno de selección de candidato o candidata a la presidencia de México, en 2024, uno signado por su vocación democrática e igualitaria, por ningún motivo puede perder de vista la desventaja estructural en la cual se encuentra Claudia por ser mujer, en comparación con sus pares hombres. Y más aún, para garantizar ambas condiciones, el partido no puede darse el lujo de no tomar acciones afirmativas y de discriminación positiva que, en este sentido, le permitan a la Exjefa de Gobierno de la CDMX reducir esa desventaja, a riesgo de que entre el electorado sean interpretadas como signos de favoritismo.
Ricardo Orozco
Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Premio Internacional Dr. Leopoldo Zea por la mejor tesis de Maestría sobre América Latina o el Caribe (2021) otorgado por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, de la UNAM. Docente de Relaciones Internacionales en la UNAM.
Descubre más desde /la docta ignorancia
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
