En fechas recientes, a principios de 2021, un apologista del neoliberalismo (digno representante de algunas de las posturas político-ideológicas más reaccionarias de la derecha en el presente, aunque disfrazadas de liberalismo puro), Guy Sorman, acusó en dos ocasiones a Michel Foucault (uno de los intelectuales más relevantes del siglo XX y, al mismo tiempo, uno de los más descalificados y atacados, casi siempre por incomprensión de sus críticas, lo mismo por las izquierdas que por las derechas contemporáneas) de haber cometido una serie de atrocidades, de carácter sexual, en contra de menores de edad e incluso de infantes tunecinos. Acusaciones, pues, según las cuales, en vida, Foucault no habría sido más que un pedófilo de closet: una figura perversa por triple cuenta, toda vez que no únicamente sostenía relaciones sexuales forzadas con infantes, sino que, además de ello, lo hacía en su condición de homosexual, por un lado; y ocultando hipócritamente sus preferencias a través de sus análisis filosóficos sobre La historia de la sexualidad en Occidente, por el otro.
Es decir, de acuerdo con la forma en que fue construida la acusación en contra de Foucault, lo realmente perverso e imperdonable de sus actos estaría dado no únicamente por la práctica sexual en sí misma: por el hecho de que él, un adulto, sostuviese relaciones sexuales con menores de edad e infantes, sino que, adicional a ello, lo sería por el hecho de que él era homosexual, una figura, durante mucho tiempo, considerada en Occidente y en otras culturas como una perversión en sí misma, como una anormalidad de la naturaleza humana con el poder de corromper a las sexualidades heteronormadas y arrastrarlas tras de sí; y también por el hecho de que, durante toda su trayectoria intelectual, él mismo se encargó de reivindicar, en diversas ocasiones, la sexualidad de los y las menores de edad y de los y las infantes en un sentido por completo contrario al sentido común imperante en la época. De ahí que, en última instancia, la figura de este filosofo no fuese más que la relación circular entre su homosexualidad y sus insistentes aspiraciones a justificar sus preferencias sexuales y sus abusos a menores de edad a través de su actividad intelectual en el Collège de France, a través de sus libros, sus seminarios, sus conferencias, sus entrevistas.
Por la manera en que fue construida la acusación, y a juzgar por el debate público que se dio con posterioridad a ella, Foucault habría, por los motivos aquí expuestos, confesado de antemano sus crímenes, e intentado justificarlos filosóficamente, en sus libros, sus conferencias, sus cursos y entrevistas (por lo menos de manera legítima ante su propia mirada), en todos aquellos pasajes de su obra en los que aborda la sexualidad de los y las menores de edad y de los y las infantes, por un lado; y las sexualidades no heteronormadas, por el otro. Guy Sorman, así, de acuerdo con esta lógica, no habría sido más que el personaje que con coraje se decidió a visibilizar la perversión de Foucault que ya estaba ahí, presente, supurante en cada una de sus líneas escritas acerca del tema, pero a la cual no se le había prestado atención.
¿Qué decir ante tales acusaciones y construcciones discursivas? ¿Cómo leer, hoy, a Michel Foucault, de manera crítica y no dogmática a la luz de la discusión actual, abierta por Sorman?
Por principio de cuentas —por lo menos buscando dejar clara la posición de quien escribe estas líneas—, es fundamental saber que si un adulto tiene relaciones sexuales con un menor o una menor de edad y, más aún, con un infante, sea niño o niña, ese acto, sin duda, constituye un acto de violencia, un ejercicio de poder que implica, por donde se lo vea, un abuso. De ahí que, sin importar si, luego de consumado el acto (o antes de llevarse a cabo), el o la infante, el niño o la niña declara haber dado su consentimiento a que el encuentro sexual se realizara, el acto mismo, en cuestión, no por haber sido consentido por la parte abusada, es justificado, justificable y/o legítimo. El consentimiento sexual de menores de edad, y sobre todo de infantes, no puede ser tomado como consentimiento, por la simple y sencilla razón de que su criterio no es autónomo y la decisión en sí estuvo basada en una manipulación afectiva y sicológica por parte de una persona con mayor experiencia.
Dicho lo anterior, sobre las acusaciones de Sorman en contra de Foucault, habría un par de puntos que aclarar, en especial acerca del acto mismo y de sus consecuencias e implicaciones en el presente; y en seguida acerca de la concepción que el propio Foucault tenía sobre la sexualidad de los y las menores de edad y de los y las infantes. Éste es el primero de cinco textos que se propone abordar dicha problemática, siguiendo de cerca lo que este autor expuso en sus cuatro volúmenes sobre La Historia de la sexualidad, por un lado; y en su curso en el Collège de France dictado entre 1974-1975, Los Anormales.
La acusación
¿De dónde surge la acusación que desató tanto morbo y debate en redes sociales una vez que se viralizó? El punto de partida, al parecer, es una entrada en el nuevo libro de Sorman, Mi diccionario de mierda (2021), dedicada a la pedofilia. En ella, este personaje abre preguntándose: «¿hemos salido de la era de la doble moral de mierda?». La pregunta viene a cuento porque es a partir de ella que Sorman apuntala la discusión sobre las múltiples problemáticas que se dan alrededor del descaro y del cinismo que embriaga a los círculos culturales e intelectuales franceses en los tiempos que corren. Es decir, la discusión, afirma este autor, sobre la importancia que reviste el notar cómo, en el presente, algunas figuras emblemáticas de las bellas artes (el cine, la pintura, el teatro, la literatura, etc.) se creen por encima de la ley y justificadas y legitimadas para cometer abusos sexuales en contra de sus víctimas sólo porque en esos abusos, por ejemplo, se hallarían las fuentes de su inspiración.
El correlato de esta narrativa es, por supuesto, que coloca en el centro del análisis los cada vez más numerosos (y en ocasiones también cada vez más atroces) testimonios de victimas de violencia sexual que hoy día son capaces de denunciar lo que en el pasado no podían o no constituía materia de ninguna denuncia, porque eran actos, fenómenos sociales normalizados, interiorizados o aceptados por la cultura occidental, en general; y la francesa, en particular.
En ese tipo de problemáticas, por ejemplo, Sorman aprecia dos situaciones. Primero, el ejercicio de poder y de violencia en sí mismo, cometido por figuras (artistas, intelectuales, eminencias de la academia, etc.), con impunidad, debido al peso simbólico, moral, político e ideológico de su persona en una sociedad dada; y, en seguida, el rol que en esas relaciones, que en esos ejercicios de poder y actos de violencia juegan los medios de comunicación, en tanto que operan a manera de arietes culturales capaces de volver intocables a ciertas figuras públicas, dada su popularidad entre las masas. Al respecto, y sobre esa tónica, la acusación de Sorman sobre Foucault es la siguiente:
En 1977, en consonancia con sus teorías, Foucault firmó un llamamiento a la abolición de toda mayoría sexual legal; entre los firmantes, encontramos a Matzneff, no es de extrañar, y nos sorprende la presencia de Françoise Dolto, psicoanalista de niños. No se plantearon la cuestión del consentimiento del niño. En nombre de esta liberación total, que Foucault se aplicó a sí mismo, confieso que lo vi comprando niños pequeños en Túnez, con el pretexto de que tenían derecho a divertirse. Los encontraba en el cementerio de Sidi Bou Saïd, a la luz de la luna, y los violaba tumbados en las tumbas. A Foucault no le importaba lo que ocurriera con las víctimas, o quería ignorar que eran víctimas de un viejo imperialista blanco; prefería creer en el libre consentimiento de sus pequeños esclavos. De repente, todo cambió, no la ley, sino las costumbres, gracias a las redes sociales: las víctimas anónimas, que no se atrevían a expresarse o no sabían dónde hacerlo, tienen acceso a la palabra (Sorman, 2021).
Para Sorman, si esto fue posible en los años setenta del siglo XX, a pesar de la vigencia en la que se hallaba la Ley de protección de menores, de 1945, en la cual se tipificaban una serie de conductas como delitos de carácter sexual; y si este tipo de prácticas se siguen dando, aún hoy (entre eso que el considera es una casta de artistas y de intelectuales protegidos por el poder político), eso se debe a que esos círculos se protegen y se excusan bajo argumentos en defensa de la libre creatividad del arte y de las ideas. Argumento, no sobra señalarlo, que, de acuerdo con este diagnóstico, estaría reforzado por la popularidad de estos personajes y por el mutismo al cual los medios de comunicación y el poder político reducen a sus víctimas. Foucault, en esta línea de ideas, al ser uno de los intelectuales más populares de su época, habría sido intocable: razón por la cual nunca se conocieron sus gustos perversos.
El consentimiento
Aunque la manera en que Sorman construye su argumento es a todas luces tramposa e hipócrita, habida cuenta de que procura excusar su silencio de más de cuatro décadas afirmando que la popularidad de Foucault lo volvía intocable, el aspecto más relevante a discutir sobre sus dichos no es, sin embargo, ese.
Del extracto retomado de su obra, lo primero que llama la atención es que, hasta el momento, y hasta donde se tienen registros (ya sea por trabajos biográficos sobre Foucault, autorizados o no, apologistas de su persona u hostiles a ella; por notas de prensa, por dichos y exposiciones de otras figuras publicas que le fueron contemporáneas, etc.), la de Sorman es la única acusación con la que se cuenta, hoy día, de tal naturaleza. Es decir, que Foucault llevaba a cabo ciertas prácticas sexuales que para los estándares de la época constituían poco menos que una aberración, eso es historia tan añeja como Nerón. Infinidad de textos se han dedicado a exponer la vida sexual de este intelectual francés con el propósito de descalificar sus dichos y sus escritos a partir de juicios de valor sobre su persona y sobre la anormalidad que supone, para las sexualidades heteronormadas, su homosexualidad. La ingenuidad con la cual Foucault pensó su propia enfermedad (VIH), creyéndola un dispositivo de poder más, inventado por la medicina y la siquiatría para constreñir el despliegue libre de sus preferencias sexuales y afectivas hacia los hombres, por ejemplo, es un registro increíblemente recurrente en los textos que tratan sobre su vida: como buscando descalificar todo lo que durante su vida dijo respecto de la medicina y la siquiatría por el simple hecho de que él murió de una enfermedad entonces incurable; que además era consecuencia directa ¡castigo divino!, de su desviación sicológica (su homosexualidad). Otros tantos pasajes, a partir de la obra de Freud, en esa misma línea de ideas, han hecho lo propio al visibilizar su gusto por el Fisting o fist-fucking (en el que Foucault adoptaba el rol de sumisión: él era el penetrado). Slavoj Žižek ha escrito innumerables pasajes al respecto.
Ello, sin embargo, no significa que, además de la de Sorman, se tenga conocimiento de más acusaciones parecidas a la suya, basadas en la compra de favores sexuales de menores de edad y de infantes. Y la cuestión es que, hacer notar este aspecto resulta fundamental por dos situaciones. Más allá de si Sorman decidió no volver a emitir comentario alguno al respecto, luego de una entrevista que concedió al canal de televisión France 5 y de la conversación que sostuvo con el diario El Clarín, de Argentina (acontecimientos que hicieron estallar el debate en redes sociales), lo que sin duda es preciso comprender o, por lo menos, cuestionar, es el estatuto mismo de la denuncia. ¿En que sentido? Sorman, no hay que pasarlo por alto, forma parte de ese mismo circulo de intelectuales con alto prestigio y reconocimiento popular (por lo menos para derecha neoliberal, a la que tanto apoyo moral ha prestado desde los años de Reagan y Thatcher) al que con tanto ahínco condena y demoniza. Eso lo convierte en un actor más en busca de capital cultural que no es ajeno a la disputa publica por el reconocimiento y la fama concedida por las masas. Sus declaraciones hay que tomarlas no al margen de la política, sino como un movimiento que fue ejecutado dentro de ella, en lo más profundo de su disputa.
Eso, en los hechos, tiene consecuencias importantes: su acusación no es la acusación hecha desde la situación de una víctima. Su acusación es la de un intelectual que tiene diferencias con otros intelectuales, a quienes debe pelear y arrebatar eso: capital cultural, peso simbólico, relevancia política, importancia histórica, etcétera. Y es que, el correlato de esta historia es que, hay que insistir, hasta donde se tiene registro, no hay acusaciones de victima alguna de abusos sexuales, cometidos por Foucault, ni hechas en vida de éste ni hechas a posteriori de su muerte, en 1984. De ahí que, si lo que dijo Sorman es verdad y hay victimas de abusos cometidos por Foucault, en el momento en que ellas se decidan a hablar habrá que creerles sin reservas, sin miramientos y sin criminalizarlas, por la sencilla razón de que el estatuto de su denuncia sería, en esencia, distinto al que llevó a cabo Sorman. Cuando eso pase, habrá, además, que releerse a Foucault a la luz de sus propias contradicciones.
El segundo aspecto que llama la atención, del extracto anterior, tiene que ver con la manera en que el argumento encadena las prácticas sexuales de Foucault con la concepción que éste tenía acerca del poder, implicando que, como el autor de Vigilar y castigar consideraba que cualquier restricción sobre la sexualidad de los y las menores de edad, de los y las infantes, era producto de ejercicios de poder provenientes desde el Estado y en favor de la reproducción del neoliberalismo, éste se sentía justificado y legitimado en sus transgresiones a la ley vigente entonces. Y lo cierto es que llama la atención porque, de entrada, la concepción que ofrece Sorman sobre cómo Foucault comprendió el poder y las constricciones a las que se ve sometida la sexualidad contemporánea, de todas las personas, dista muchísimo de la propia concepción que Foucault tuvo a lo largo de su vida. Para Foucault, el poder no era, ni en primera ni en última instancia, una potestad absoluta del Estado (ni siquiera su principal fuente de irradiación o de profusión) y las principales constricciones y ataduras a las que era sometida la sexualidad (incluyendo la de las parejas heterosexuales dedicadas sólo a la procreación), en su visión del mundo, no comenzaban, transitaban y se agotaban en los circuitos gubernamentales o en la figura del Estado. Respecto de la sexualidad, por lo contrario, acerca de los puntos de anclaje de los ejercicios de poder que se ceñían sobre ella, Foucault contemplaba a una diversidad y a una multiplicidad de instancias involucradas (entre las cuales se hallaba el Estado) y, además, era consciente de que la principal relación que se desarrollaba entre poder y sexualidad no era del tipo de la represión (eso que él llamó, en el primer volumen de La historia de la sexualidad: la voluntad de saber, «la hipótesis represiva», contra la cual escribió).
Pero hay algo más, en el extracto citado de la obra de Sorman, lo que sin duda resulta más relevante para que él pueda hacer plausible la acusación en contra de Foucault es que se rescata un pasaje de la historia de Francia en el cual un número relativamente amplio de intelectuales, hombres y mujeres de la época, la mayor parte de ellos y de ellas de París, firmó una petición al gobierno en turno para reducir la edad de consentimiento que legalmente era requerida para que encuentros sexuales ente adultos y menores de edad fuesen considerados como legítimos, y no fuesen criminalizados.
De acuerdo con la normativa vigente en la época, no hay que olvidarlo, la edad mínima requerida para sostener un encuentro sexual era, para las parejas heterosexuales, de veintiún años; mientras que para las homosexuales era de dieciocho. ¿Por qué entonces, si la homosexualidad era una perversión para la cultura francesa de aquellos años, para encuentros sexuales entre homosexuales se requería una edad de consentimiento menor (18) a la de las parejas heterosexuales (21)? La respuesta a dicha pregunta rebasa los límites de este texto, sin embargo, es importante hacer notar que, sin duda, parte de su explicación tiene que ver, aunque parezca algo evidente en y por sí mismo, con la marginalidad en la cual eran colocadas las relaciones entre homosexuales. Su estatuto ante la ley nunca ha sido el mismo que el de las parejas heteronormadas.
Ahora bien, de acuerdo con el extracto citado del Diccionario de Sorman, «en 1977, en consonancia con sus teorías, Foucault firmó un llamamiento a la abolición de toda mayoría sexual legal; entre los firmantes, encontramos a Matzneff, no es de extrañar, y nos sorprende la presencia de Françoise Dolto, psicoanalista de niños». ¿En dónde se halla, aquí, el problema? El principal de ellos es que ese desplegado, publicado en Le Monde, surgido a raíz de un caso conocido como Caso Versalles, en verdad fue firmado por un numero relativamente amplio de intelectuales de la época, hombres y mujeres, de las más variadas e incluso contradictorias entre sí posiciones políticas e ideológicas: desde el existencialismo de Sartre, el feminismo de Simone de Beauvoir hasta el posmodernismo de Jean-François Lyotard, pero entre quienes no se encuentra como firmante Foucault.
Ello no quiere decir, por supuesto, que Foucault no tomase parte del caso, en particular; o del debate, en general; que envolvía al problema de las reformas a los códigos legales sobre la sexualidad que en esos años (los años de la liberación sexual en todo Occidente) estaban en marcha. La participación de Foucault en el tema, de hecho, fue profusa, pero la más significativa de ellas fue cuando se pronunció sobre el caso concreto en una entrevista radiofónica, en 1979 (dos años después del desplegado de Le Monde). En esa intervención pública, Foucault es muy cuidadoso de situar el problema singular del consentimiento sexual entre dos personas dentro del marco contextual dado por esos movimientos de liberación sexual que están teniendo lugar por todas partes en Occidente, pero que también involucra a la reacción que esas revoluciones desatan: una fuerza política de signo contrario a la de aquellos movimientos que busca, más que sostener el régimen penal en torno de la sexualidad tal y como estaba en esos años, volverlo aún más restrictivo, más pernicioso para el ejercicio, por ejemplo, de las prácticas sexuales entre personas del mismo sexo.
Foucault lo expresa así: «en Francia lo vemos a través de una serie de hechos particulares y específicos […] que parecen mostrar que tanto en la práctica policial como en la jurídica estamos volviendo a posiciones más duras y estrictas. Y este movimiento, observable en la práctica policial y jurídica, está desgraciadamente muy a menudo apoyado por campañas de prensa, o por un sistema de información llevado a cabo en la prensa» (Foucault, 1979).
Que Foucault reconozca la potencia de esa contrarrevolución sexual, de esas fuerzas políticas de la reacción, sin embargo, no lo llevó, nunca, a justificar sus posiciones en torno al tema partiendo del argumento un tanto simplón de que la respuesta dada por la revolución debería de ser, en consecuencia, tan radical y desproporcionada como lo fuera la misma reacción: es decir, nunca justificó ninguna opción fundamentalista ni radical por parte de los defensores y de las defensoras de la liberación sexual argumentando que dicho posicionamiento era necesario para hacer frente a la embestida de la reacción conservadora. Para Foucault, proceder así invisibilizaba los ejercicios de poder que de ese tipo de lógicas se desprendían, y que en los hechos no eran mejores que los que se presenciaban por parte de la reacción.
De ahí, entonces, que al abordar el problema de la sexualidad de los y las menores de edad, así como de los niños y las niñas, se pronuncie en el siguiente sentido:
Pero lo que está surgiendo —y, de hecho, por eso creo que era importante hablar del problema de los niños— es un nuevo sistema penal, un nuevo sistema legislativo, cuya función no es tanto castigar los delitos contra estas leyes generales relativas a la decencia, como proteger a las poblaciones y partes de las poblaciones consideradas especialmente vulnerables. En otras palabras, el legislador no justificará las medidas que propone diciendo: hay que defender la decencia universal de la humanidad. Lo que dirá es: hay personas para las que la sexualidad de los demás puede convertirse en un peligro permanente. En esta categoría, por supuesto, están los niños, que pueden encontrarse a merced de una sexualidad adulta que les es ajena y que puede ser perjudicial para ellos. De ahí que haya una legislación que apele a esta noción de población vulnerable, de «población de riesgo», como se dice, y a todo un cuerpo de conocimientos psiquiátricos y psicológicos imbuidos del psicoanálisis —no importa realmente si el psicoanálisis es bueno o malo— y que esto dé a los psiquiatras el derecho a intervenir dos veces. En primer lugar, en términos generales, para decir: sí, por supuesto, los niños tienen una sexualidad, no podemos volver a esas viejas nociones de que los niños son puros y no saben lo que es la sexualidad. Pero nosotros, psicólogos o psicoanalistas o psiquiatras, o profesores, sabemos perfectamente que la sexualidad de los niños es una sexualidad específica, con sus propias formas, sus propios periodos de maduración, sus propios puntos álgidos, sus pulsiones específicas, y también sus propios periodos de latencia. Esta sexualidad del niño es un territorio con una geografía propia en la que el adulto no debe entrar. Es un territorio virgen, un territorio sexual, por supuesto, pero un territorio que debe conservar su virginidad. El adulto intervendrá, pues, como garante de esa especificidad de la sexualidad infantil para protegerla. Y, por otra parte, en cada caso particular, dirá: se trata de un caso de un adulto que introduce su propia sexualidad en la sexualidad del niño. Puede ser que el niño, con su propia sexualidad, haya deseado a ese adulto, puede incluso haber consentido, puede incluso haber dado los primeros pasos. Incluso podemos estar de acuerdo en que fue él quien sedujo al adulto; pero los especialistas, con nuestros conocimientos psicológicos, sabemos perfectamente que incluso el niño seductor corre el riesgo, en todos los casos, de quedar dañado y traumatizado por el hecho de haber tenido relaciones sexuales con un adulto. En consecuencia, el niño debe ser «protegido de sus propios deseos», incluso cuando sus deseos lo dirigen hacia un adulto. El psiquiatra es quien podrá decir: Puedo predecir que se producirá un trauma de esta importancia como resultado de tal o cual tipo de relación sexual. Es, pues, en el nuevo marco legislativo —destinado básicamente a proteger a ciertos sectores vulnerables de la población con el establecimiento de un nuevo poder médico— donde se asentará una concepción de la sexualidad y, sobre todo, de las relaciones entre la sexualidad infantil y la adulta; y es una concepción sumamente cuestionable. […] Vamos a tener una sociedad de peligros, con, por un lado, los que están en peligro, y por otro, los que son peligrosos. Y la sexualidad ya no será un tipo de comportamiento acotado por prohibiciones precisas, sino una especie de peligro errante, una especie de fantasma omnipresente, un fantasma que se desarrollará entre hombres y mujeres, niños y adultos, y posiblemente entre los propios adultos, etc. La sexualidad se convertirá en una amenaza en todas las relaciones sociales, en todas las relaciones entre miembros de diferentes edades, en todas las relaciones entre individuos. Es sobre esta sombra, sobre este fantasma, sobre este miedo que las autoridades tratarán de meter mano a través de una legislación aparentemente generosa y, al menos, general, y a través de una serie de intervenciones particulares que probablemente serán realizadas por las instituciones jurídicas, con el apoyo de las instituciones médicas. Y lo que tendremos ahí es un nuevo régimen de supervisión de la sexualidad; en la segunda mitad del siglo XX es posible que se despenalice, pero sólo para que aparezca en forma de peligro, un peligro universal, y esto representa un cambio considerable. Yo diría que el peligro está ahí (Foucault, 1979).
Si se leen estas declaraciones al margen del contexto en el cual se están dando y, en especial, al margen de todo cuanto Foucault llegó a expresar en vida sobre el problema de la relación entre sexualidad, saber, poder y verdad, el pasaje anterior aparece, sin duda, como una defensa cínica, a ultranza, de la pedofilia, apenas enmascarada de cierto intelectualismo y de una serie de argumentos pretendidamente filosóficos. Y la cuestión de fondo es que los hechos no son tan tajantes y ni son tan blancos y negros como ese tipo de argumentación los presenta.
A lo largo de toda su carrera, Foucault fue muy cuidadoso de siempre poner de manifiesto las amenazas que acarreaba el colocar a la sexualidad de las personas bajo un estatuto de peligrosidad, ya fuese por medio del poder penal (esto es, por la vía de su criminalización y su relación con la ley penal) o a través de los poderes médico y siquiátrico (rarificándola y haciendo de la conducta sexual un objeto de intervención por parte de una multiplicidad y una diversidad de instituciones), teniendo como consecuencia la construcción de nuevos dispositivos de vigilancia y de castigo; en suma, teniendo por efecto la instauración de nuevas tecnologías de poder que normalicen ciertos aspectos de ella y anormalicen otros tantos. ¿No fue esa la manera en que la homosexualidad fue construida, por la medicina y la siquiatría, como una enfermedad biológica y, luego, mental? ¿La terapias de conversión no se sustentaron en esa narrativa? ¿La Organización Mundial de la Salud y los principales diccionarios de siquiatría no sancionaron a la homosexualidad justo como esa aberración médica, biológica, sicológica? ¿Y no fueron las mujeres atadas al estatuto de histéricas, por parte de la medicina y la siquiatría, cuando se pensaba que eran frígidas y que necesitaban ser penetradas por un pene y tener más sexo para curarse?
Sobre los niños y las niñas, por ejemplo, este problema lo aterriza Foucault en la visibilización de los nervios profundos de la historia de la sexualidad en Occidente, a través de los cuales es posible percibir el enorme control y la sistemática vigilancia que ejercen la familia (sobre todo el padre y la madre), los docentes (en la escuela) el médico (a través de la figura del pediatra) el confesor (a través de las figuras de autoridad en el cristianismo) el siquiatra (bajo la máscara de esa novedosa rama del saber que comenzó a llamarse salud sexual), etc., sobre el niño y la niña, regulando, interviniendo, constriñendo (pero también explotando, cuando era necesario) la sexualidad de los y las infantes.
Los controles sobre la autoexploración de sus genitales, la prohibición absoluta de la masturbación en edades tempranas, el ocultamiento de los secretos que acarrea la práctica sexual, la división estricta y la restricción oficiosa del contacto entre niños y niñas en distintos espacios públicos y privados (la casa, la escuela), la imposición y la normalización de ciertas preferencias sexuales (heteronormadas), el adiestramiento de sus mentes para aceptar que el sexo sólo sirve a la procreación y a la reproducción saludable de la especie (proscribiendo toda practica sexual que no tenga por objeto la reproducción biológica), entre tantas otras cuestiones son, para ponerlo simple, algunos de los problemas que Foucault halla en la manera en que el saber sobre la sexualidad en Occidente opera para administrar los placeres de la carne, para decir quiénes son seres normales y quienes anormales, qué mujeres son decentes y pudorosas y qué mujeres son frígidas e histéricas, para establecer quiénes son perversos y perversas y quiénes son seres funcionales; para estatuir, en fin, qué tipo de sexualidad es funciona para la sociedad industrial contemporánea y cuál no.
De ahí que, si Foucault observaba un problema en las reformas planteadas a los códigos legales sobre la sexualidad, este problema no estuviese dado porque, de alguna manera, ahora la ley sería más restrictiva con esa población (y, en consecuencia, el depredador sexual Foucault, y todo su séquito de intelectuales depravados, se las verían más difíciles para conseguir víctimas de su voracidad carnal). Por lo contrario, y por oposición a la afirmación esgrimida por Sorman (respecto de que personajes como Foucault «no se plantearon la cuestión del consentimiento del niño»), en el fondo de la reflexión de Foucault se halla incrustado el fundamento del consentimiento y, en un sentido aún más amplio, el estatuto que tiene la voz, la veracidad, de los menores de edad al dar cuenta de sus propias experiencias.
Y es que, en efecto, si Foucault observa un problema en el hecho de que las nuevas leyes francesas sobre sexualidad hagan de ésta un terreno de peligroso, esto es: si ve un enorme riesgo en que la propia práctica, la experiencia de la sexualidad sea siempre un peligro latente del cual hay que defender a determinadas poblaciones (las reformas no competían sólo a las infancias) eso se debe a que, para garantizar su virginidad, su pureza, la sociedad deberá de instaurar nuevos mecanismos de control de la misma, reduciéndola a sus mínimas expresiones y constriñendo sus potencialidades para autoexplorarse y para disfrutar de ella.
¿No es la crítica ante tales constricciones y ante tal sistema de vigilancia, por cierto, una de las principales banderas de lucha de las mujeres movilizadas en México, en América y en el resto de Occidente? ¿No han sido las mujeres francesas, precisamente, las que han puesto de manifiesto que el sistema que se instauró, en materia de sexualidad, en Francia, desde los años setenta, se encargó de oprimir, de controlar, de sabotear, de dominar y de explotar su propia experiencia sexual, con base en el argumento de que se la estaba defendiendo de los peligros que la acechaban (los mismos peligros que, diciendo que la defendían, la violentaban)? ¿Y no es verdad, acaso, que hoy la siquiatría, al mismo tiempo que ejerce sus capacidades de vigilancia, de control y de regulación de la sexualidad infantil, hace de una sexualidad infantil disfuncional la primera explicación de los crímenes que cometen depredadores sexuales siendo ya adultos? ¿No son los principales feminicidas, asesinos seriales y violadores explicados por la siquiatría como productos de infancias pervertidas, a menudo consecuencia de impulsos sexuales desviados o fracasados?
Si para Foucault la edad de consentimiento de los menores de edad es el centro de la discusión en la que Francia se encuentra en ese momento eso se debe a que es capaz de observar que «una cosa es el consentimiento y otra muy distinta es la probabilidad de que se crea a un niño al hablar de sus relaciones sexuales, de sus afectos, de sus sentimientos tiernos o de sus contactos» (Foucault, 1979). Es decir, para Foucault, el problema del consentimiento pasa, en primera instancia, por la resolución del estatuto de validez con el que cuenten el o la infante, el o la menor de edad, al momento de hablar y de expresar sus experiencias de manera verbal. No debe olvidarse, después de todo, que el momento en el que se está discutiendo esta cuestión lo que se busca es liberar a la sexualidad de un sistema legal viejísimo.
Esto, si se lo piensa sólo en su sentido afirmativo, de nueva cuenta, sin duda conduce al riesgo de ver en Foucault a un apologista de la pedofilia. Sin embargo, un ejemplo que él mismo da podría aclarar por qué, para él, este asunto es tan importante, viéndolo, sobre todo, desde el punto de vista del combate a las agresiones sexuales. En efecto, cuando desde el público se le pregunta si él, siendo legislador (un caso hipotético), no fijaría ningún límite legal al consentimiento de la sexualidad, Foucault responde con el siguiente pasaje:
En cualquier caso, una barrera de edad establecida por la ley no tiene mucho sentido. De nuevo, se puede confiar en que el niño diga si fue o no objeto de violencia. Un juez de instrucción, un liberal, me dijo una vez cuando discutíamos esta cuestión: después de todo, hay chicas de dieciocho años que están prácticamente obligadas a hacer el amor con sus padres o sus padrastros; pueden tener dieciocho años, pero es un sistema de coacción intolerable. Y uno, además, que ellas sienten que es intolerable, si tan sólo la gente está dispuesta a escucharlas y a ponerlas en condiciones de que puedan decir lo que sienten (Foucault, 1979).
La frase final es, sin duda, reveladora de la posición política que Foucault ha tomado sobre este problema: ¿qué se supone que debe de proceder cuando, de acuerdo con la ley vigente, en un encuentro sexual dos personas tienen la edad requerida para dar su consentimiento, pero en el acto, de hecho, una de las partes se vio forzada, coaccionada, por la fuerza física o por la fuerza de la manipulación, por el sometimiento violento o por el sometimiento de la confianza ciega, como sucede, por ejemplo, en las violaciones de las que son víctimas millones de mujeres alrededor del mundo, a manos de sus propios familiares? ¿Qué hacer, por ejemplo, cuando en una relación en la que existen evidentes jerarquías institucionales la persona colocada en el extremo inferior de la jerarquía es manipulada por su superior?, ¿en ese caso no hay violencia ni abuso sólo porque la ley dicta que se cuenta con la edad de consentimiento requerida? ¿Nada de esto se parece al #YoSíTeCreo, abanderado por las mujeres movilizadas de nuestros días? ¿Nada de esto se parece a los millones de denuncias que hoy se hacen sobre abusos sexuales supuestamente consentidos que nunca debieron de haber sido considerados, en primera instancia, encuentros consensuados?
En los últimos meses, a raíz de las acusaciones de Sorman, la defensa histórica que hizo en vida Foucault alrededor de escuchar a los menores de edad y de concederle el mismo estatuto de validez y de veracidad a su voz que el que se le concede a los adultos (y no sólo para aquellas cosas que convienen a los adultos, sino para la totalidad de las experiencias de vida de los y las menores de edad) ha sido leída como una triquiñuela para justificar abusos sexuales a menores argumentando que éstos dieron su consentimiento. Sin embargo, poco se ha observado que esa defensa de Foucault no es unilateral, unívoca, una calle de sentido único: su defensa sirve, asimismo, para denunciar la violencia, los ejercicios de poder y los abusos de los que son objeto, creyendo, de antemano, en la veracidad de sus acusaciones. Hoy, cuando las mujeres movilizadas piden a las madres que le crean primero a sus hijas cuando acusan a un abusador, en lugar de poner en primera instancia la versión de éste, apuntan exactamente en la misma dirección a la que Foucault se dirigía.
¿Cómo abordar, entonces, el problema de la manipulación? Foucault era consciente de que los infantes y los menores de edad son sujetos sexuales, sexuados (sujetos de sexualidad, con sexualidad propia), sin embargo, al mismo tiempo siempre fue consciente de que en ellos existía una condición de confianza ciega en los adultos que los colocaba a merced de ellos. Ese es, por ejemplo, el problema de la seducción vista como manipulación. Trazando la genealogía de este problema (el de la seducción), hasta la Grecia clásica, es que Foucault llegará a poner de relieve cómo ésta implica un ejercicio mayor de violencia, comparada con la violación que se vale de la fuerza bruta, porque en la seducción, quien se vale de ella desarma a su víctima a través de sus atributos intelectuales.
Esa, sin embargo, es materia del siguiente texto, en el que se abordarán algunos pasajes del primer volumen de La historia de la sexualidad: la voluntad de saber, sobre todo, para comprender que cuando Foucault habla de sexualidad de los infantes no se refiere a forzar relaciones sexuales y amorosas entre menores de edad y adultos, o entre menores de edad y ya. La sexualidad es mucho más que el acto de la copula entre dos personas.