Siria: la caída de Al-Assad, ¿por qué ahora?

La noticia, sin duda, tomó por sorpresa a propios y a extraños dentro y fuera de las fronteras de Occidente: el sábado 8 de diciembre de 2024, cuando apenas comenzaba a atardecer en Damasco, la ciudad capital de Siria, medios de comunicación alrededor del mundo dieron a conocer que el régimen del presidente Bashar Háfez al-Ásad había sido derrocado. ¿Por quién? La respuesta aún no es clara. Dependiendo de la posición que se asuma dentro de la disputa geopolítica y geocultural en curso, la autoría intelectual y material inmediatas de los acontecimientos o bien se le pueden adjudicar a rebeldes y fuerzas de oposición armada o bien a grupos terroristas y/o fundamentalistas islámicos. La mayor parte de la prensa estadounidense y de sus cajas de resonancia en Europa y en América, por ejemplo, no duda en calificar a estos actores de ser lo primero, pese a que en el pasado les dio trato de ser lo segundo.

El fenómeno que llevó al derrocamiento del gobierno de al-Ásad, sin embargo, ni es monolítico ni, mucho menos, susceptible de ser reducido a uno u otro bloque en su conjunto, toda vez que, en sus entrañas, en efecto aglutina lo mismo a amplios contingentes de militantes de organizaciones terroristas y de agrupaciones fundamentalistas que a extensas y muy diversas bases sociales de apoyo civil, junto a las cuales, además, también se hallan exintegrantes de las fuerzas armadas antaño leales al gobierno, viejos y nuevos cuadros burocráticos inconformes con el statu quo ante, elementos paramilitares y excombatientes en algún momento desmovilizados, etcétera. La incomprensión de esta complejidad, amplitud y pluralidad en la composición poblacional del fenómeno social que llevó a término al dominio de la dinastía Assad en el gobierno nacional sirio es, de hecho, lo que desde hace una década ha dificultado, en otras partes del mundo, el entendimiento de que es en virtud de esa misma complejidad, amplitud y diversidad de los actores políticos involucrados —y no a pesar de ella— lo que a lo largo de ese mismo periodo de tiempo ha facilitado la intervención de tantos actores extranjeros en el conflicto sirio. Incomprensión, dicho sea de paso, que con el transcurrir de los años se ha visto acentuada por el tratamiento maniqueo que se ha hecho de la información proveniente del conflicto en medios de comunicación tradicionales y, por supuesto, en redes sociales.

Más allá, no obstante, de la necesaria discusión sobre el sujeto sociopolítico al que se le pueden adjudicar los acontecimientos, lo que sin duda resulta mucho más interesante analizar ahora mismo son las razones que explicarían por qué, después de poco más de una década de conflicto armado (en el que convergieron una guerra antiterrorista con una proxy war entre potencias regionales y una más entre potencias globales con intereses estratégicos en la zona; un proceso de deposición gubernamental con uno de balcanización territorial del Estado; así como un conflicto de clases con uno de carácter confesional; todo al mismo tiempo), en apenas dos semanas, y prácticamente sin grandes, costosos y sangrientos enfrentamientos armados, el régimen de al-Assad sencillamente se desmoronó, sin que, al parecer, éste haya opuesto resistencia alguna. ¿Cómo explicar, pues, lo abrupto del resultado al que se arribó este fin de semana, cuando hasta hace apenas un par de días las apuestas en favor de la supervivencia de la dinastía al-Assad aún eran significativamente elevadas inclusive entre comentaristas occidentales especializados/as en el conflicto?

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