El pasado quince de octubre del año en curso, en California, Estados Unidos, fue detenido el General en retiro, exsecretario de la Defensa Nacional de México, Salvador Cienfuegos. Un hecho inédito, sin duda, no únicamente por el perfil del individuo (que sea un militar y no un civil), sino, sobre todo, por el rango de éste dentro de la estructura castrense del Estado mexicano. Las acusaciones, en ese momento, fueron varias, aunque todas tenían que ver, directa o indirectamente, con el rol que jugó durante el sexenio de Enrique Peña Nieto en la política antinarcóticos del Estado.
Por increíble que parezca, cuando la noticia se dio a conocer, las autoridades mexicanas reaccionaron con extrañeza, pues, al parecer, y de acuerdo con la información publicada en ambos lados de la frontera, la detención y todo el proceso de vigilancia e investigación previos se dieron sin haber hecho parte del asunto al gobierno mexicano y sus instancias correspondientes. Mucho se debatió en la agenda pública nacional y en la agenda de los medios, de hecho, si aquello era una movida de la administración de López Obrador para cobrar una vendetta personal con el siguiente en la fila de los personeros del expresidente Enrique Peña Nieto, aunque enmascarada bajo el argumento de que habían sido las autoridades estadounidenses las que unilateralmente habían decidido actuar.
La idea parece plausible, no cabe duda. Sin embargo, los extrañamientos realizados por la Cancillería mexicana y el intercambio de declaraciones que se dio en los días posteriores confirmaron que en verdad aquello había sido un movimiento unilateral más (de tantos observados en los últimos cuatro sexenios) del gobierno estadounidense para atar algunos cabos sueltos en acontecimientos recientes, respecto de su siempre simulada guerra contra el narcotráfico internacional. Políticamente, además, si la detención del General hubiese sido en realidad una operación mexicana encubierta, adjudicarla a la administración de Donald Trump lejos de impactar positivamente en la percepción pública que se tiene del sexenio de López Obrador, y de su compromiso con la impartición y procuración de justicia, termina siendo una estrategia que opera en contra del propio gobierno mexicano, pues ni la victoria por su captura ni el simbolismo de la misma —demostrando coraje y decisión por la parte mexicana para avanzar en esos asuntos que históricamente han quedado intocados—, son susceptibles de ser adjudicados a México.
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