El rearme de Europa… ¿y el antibelicismo idealista, ingenuo y utópico?

A medida que pasa el tiempo, la voluntad de las élites europeas orientada al rearme del bloque comunitario parece confirmar, cada vez más, que la guerra será, para ellas, en un futuro tal vez no muy lejano, una opción viable —y hasta ineludible— para gestionar las muchas crisis que aquejan al continente, en particular, y por las que atraviesa el capitalismo global, en general.

Paralelamente, en el espacio ideológico de la izquierda, acompañando a esa aparente fatalidad histórica belicista comienza a adquirir fuerza un posicionamiento político e intelectual que, asumiéndose a sí mismo como auténticamente de izquierda, acusa a cualquier crítica que se haga del rearme europeo o bien de ingenuidad o bien de cretinismo, cuando no de fanatismo, sectarismo o dogmatismo anacrónico.

Para tal posicionamiento, la disyuntiva entre el sí a la guerra y el no a la guerra no parece ser, en absoluto, tal cosa, habida cuenta de que la realidad del mundo y de Europa, por igual, serían capaces de demostrar lo urgente que resulta, hoy, tomar el camino de la militarización a futuro de la Unión para hacerle frente a tantas dificultades e incertidumbres como le sea materialmente posible a los ejércitos europeos gestionar luego de su refinanciamiento, reforma y actualización durante los siguientes años.

El argumento de fondo, aquí, se puede sintetizar en unas pocas ideas: a) en los bordes exteriores de Europa (y en sus periferias Medioriental y Norafricana) conflictos armados reales se han estado desarrollando desde hace un par de lustros; b) la magnitud, la complejidad y la diversidad de los conflictos en curso (políticos, ambientales, económicos, energéticos, migratorios, etc.) potencialmente apunta hacia su desarrollo exponencial y no hacia su mitigación o retracción; c) el contexto occidental actual se caracteriza no sólo por presentarle a Europa amenazas e incertidumbres externas a su geografía sino que, aunado a ello, también le expone a riesgos internos, particularmente aquellos articulados alrededor de la emergencia, el fortalecimiento y la consolidación de viejas y nuevas extremas derechas en cada uno de los Estados que la conforman.

Frente a tal cúmulo de dificultades, en consecuencia, ¿cómo no consentir el rearme de los Estados europeos para que estos, por lo menos, no sean tomados por sorpresa en el futuro, incapaces de defenderse ante el peligro?, ¿cómo no observar y cobrar conciencia de que, cuando el desafío es de tal complejidad, magnitud y diversidad, se debe optar por medidas excepcionales y a la altura de las circunstancias?, ¿cómo no plantearse, en fin, la posibilidad de que en el futuro las adversidades sean tales que la única forma de encararlas sea la de optar por una vía militar?, ¿cómo no relegar a un segundo orden de importancia aspectos de la vida cotidiana de las personas (la educación, la salud, la vivienda, el empleo) si de ese sacrificio en el presente depende, en última instancia, la supervivencia de Europa y de sus naciones en el futuro? ¿Cómo, pues, no preparase para la guerra, con tal de evitar la guerra?

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Siria: la caída de Al-Assad, ¿por qué ahora?

La noticia, sin duda, tomó por sorpresa a propios y a extraños dentro y fuera de las fronteras de Occidente: el sábado 8 de diciembre de 2024, cuando apenas comenzaba a atardecer en Damasco, la ciudad capital de Siria, medios de comunicación alrededor del mundo dieron a conocer que el régimen del presidente Bashar Háfez al-Ásad había sido derrocado. ¿Por quién? La respuesta aún no es clara. Dependiendo de la posición que se asuma dentro de la disputa geopolítica y geocultural en curso, la autoría intelectual y material inmediatas de los acontecimientos o bien se le pueden adjudicar a rebeldes y fuerzas de oposición armada o bien a grupos terroristas y/o fundamentalistas islámicos. La mayor parte de la prensa estadounidense y de sus cajas de resonancia en Europa y en América, por ejemplo, no duda en calificar a estos actores de ser lo primero, pese a que en el pasado les dio trato de ser lo segundo.

El fenómeno que llevó al derrocamiento del gobierno de al-Ásad, sin embargo, ni es monolítico ni, mucho menos, susceptible de ser reducido a uno u otro bloque en su conjunto, toda vez que, en sus entrañas, en efecto aglutina lo mismo a amplios contingentes de militantes de organizaciones terroristas y de agrupaciones fundamentalistas que a extensas y muy diversas bases sociales de apoyo civil, junto a las cuales, además, también se hallan exintegrantes de las fuerzas armadas antaño leales al gobierno, viejos y nuevos cuadros burocráticos inconformes con el statu quo ante, elementos paramilitares y excombatientes en algún momento desmovilizados, etcétera. La incomprensión de esta complejidad, amplitud y pluralidad en la composición poblacional del fenómeno social que llevó a término al dominio de la dinastía Assad en el gobierno nacional sirio es, de hecho, lo que desde hace una década ha dificultado, en otras partes del mundo, el entendimiento de que es en virtud de esa misma complejidad, amplitud y diversidad de los actores políticos involucrados —y no a pesar de ella— lo que a lo largo de ese mismo periodo de tiempo ha facilitado la intervención de tantos actores extranjeros en el conflicto sirio. Incomprensión, dicho sea de paso, que con el transcurrir de los años se ha visto acentuada por el tratamiento maniqueo que se ha hecho de la información proveniente del conflicto en medios de comunicación tradicionales y, por supuesto, en redes sociales.

Más allá, no obstante, de la necesaria discusión sobre el sujeto sociopolítico al que se le pueden adjudicar los acontecimientos, lo que sin duda resulta mucho más interesante analizar ahora mismo son las razones que explicarían por qué, después de poco más de una década de conflicto armado (en el que convergieron una guerra antiterrorista con una proxy war entre potencias regionales y una más entre potencias globales con intereses estratégicos en la zona; un proceso de deposición gubernamental con uno de balcanización territorial del Estado; así como un conflicto de clases con uno de carácter confesional; todo al mismo tiempo), en apenas dos semanas, y prácticamente sin grandes, costosos y sangrientos enfrentamientos armados, el régimen de al-Assad sencillamente se desmoronó, sin que, al parecer, éste haya opuesto resistencia alguna. ¿Cómo explicar, pues, lo abrupto del resultado al que se arribó este fin de semana, cuando hasta hace apenas un par de días las apuestas en favor de la supervivencia de la dinastía al-Assad aún eran significativamente elevadas inclusive entre comentaristas occidentales especializados/as en el conflicto?

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La valoración estratégica de la política exterior rusa en Ucrania

A la luz de los acontecimientos que desde hace dos días se suceden en las fronteras entre Ucrania y Rusia, hoy es inevitable preguntarse si en verdad Estados Unidos y sus principales aliados en el seno de la OTAN tenían razón acerca de las pretensiones expansionistas rusas. Y es que, vista la sucesión de hechos en retrospectiva, lo primero que sale a la luz es la campaña en medios de comunicación occidentales que sistemática y permanente apuntaron que Vladimir Putin preparaba a su ejército para llevar a cabo una inminente incursión militar en territorio de Ucrania,  —de acuerdo con esa misma narrativa— sin motivo aparente alguno que no fuese el puro deseo de satisfacer el hambre expansionista de ese gobierno.

Pensando, por eso, en todas las columnas de opinión, en todos los análisis y en todas las noticias, en general, que circularon en Occidente, a lo largo de los últimos tres o cuatro meses, en torno del conflicto diplomático acerca de la política exterior de Ucrania y su vinculación con la expansión de la OTAN hacia el Este, lo que hoy resulta más difícil de creer es que Rusia en verdad nunca tuvo intenciones (como se aseguró una y otra vez desde la presidencia y su cancillería) de hacer avanzar a sus ejércitos hacia Occidente y ocupar, en consecuencia, los territorios de lo que hasta hace unos días en la diplomacia rusa se seguía reconociendo como Repúblicas autoproclamadas de Donetsk y Lugansk, en la región del Donbás. Partiendo de esa base, y de todo lo expresado por políticos y diplomáticos de Estados Unidos y de algunos Estados parte de la OTAN, por ejemplo, hoy, más que hace unas semanas, parece mucho más plausible creer que las advertencias esgrimidas sobre una invasión rusa eran verdaderas y no sólo una campaña de golpeteo mediático en contra de Putin. El gobierno ruso, después de todo, terminó por hacer lo que constantemente se advirtió que haría: un movimiento militar hacia Ucrania.

¿Son las cosas así de simples y la sucesión de eventos una cadena de acontecimientos así de lineal como hoy se argumenta que son? ¿Rusia, todo este tiempo, tuvo intenciones de invadir a un Estado con el que comparte frontera y los servicios de inteligencia occidentales siempre estuvieron en lo correcto al señalarlo? A propósito de estas preguntas es claro e innegable, por ejemplo, que Rusia optó por movilizar a sus ejércitos fuera de sus propias fronteras. La discusión de fondo, sin embargo, no gira ni debe de gravitar alrededor del reconocimiento o de la negación de este hecho (pues ello implicaría atentar en contra de la más elemental capacidad de comprobación empírica de la que despone el intelecto humano). Acá, antes bien, el fondo de la cuestión se halla no en la comprensión del acontecimiento en cuanto tal, sino en el análisis de tres discusiones mucho más fundamentales. A saber: a) la que tiene que ver con los motivos que llevaron a Rusia a actuar de tal modo; b) la concerniente a la legitimidad del acto en cuestión; y, c) la que remite a las consecuencias de lo hecho.

En ese sentido, lo primero que habría que anotar aquí es que no todo lo que tiene que ver con el conflicto actual en Ucrania se explica por los últimos acontecimientos que lo han caracterizado; ni siquiera por la situación que ha imperado en la región desde 2014, fecha en la que la mayor parte de los análisis que defienden la política exterior estadounidense y el programa de agresiones de la OTAN suelen situar el origen de la crisis actual. Y es que, si bien es cierto que de los eventos que ocurrieron en aquella fecha derivaron las sucesivas problemáticas relativas a Crimea, a Donetsk y Lugansk, esa coyuntura en particular no se explica si no es a través de su correcta contextualización dentro del marco temporal mucho más amplio que rodea a los sucesivos avances territoriales de la OTAN hacia el Este de Europa.

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