¿De qué se habla cuando se habla de defender al INE?

A lo largo de los últimos meses (desde que Andrés Manuel López Obrador presentó ante el Congreso su proyecto de reforma constitucional en materia electoral), bajo las consignas #YoDefiendoalINE y #ElINEnosetoca, diversos sectores de la sociedad civil organizada, intelectuales con enormes grados de visibilidad en medios de comunicación y partidos políticos de oposición al gobierno obradorista han venido haciendo campaña pública promoviendo el rechazo ciudadano a cualquier tentativa del gobierno actual de modificar, en lo más mínimo, las reglas del juego electoral a nivel federal.

La iniciativa, por supuesto, pretende modificar algo más que ciertas disposiciones concernientes a la composición, el funcionamiento, el diseño institucional, el financiamiento y los alcances del accionar de las autoridades electorales vigentes (en este caso, el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Federal Electoral), pues también contempla, entre otros aspectos, una reducción de escaños en ambas cámaras del Congreso General, pasando de quinientas a trescientas diputaciones y de ciento veintiocho a noventa y seis senadurías, así como diversas disposiciones en materia de financiamiento público y acceso de partidos políticos a medios de comunicación, la implementación del voto electrónico y la reducción de los grados de participación mínima que se requerirían para volver a una consulta popular jurídicamente vinculante en sus resultados.

En la discusión pública, sin embargo, el grueso de todas estas consideraciones (que no son menores en sus aspiraciones ni intrascendentes en las consecuencias que tendrían para definir el diseño final que habría de tener el sistema político-electoral federal de ser aprobadas) han brillado por su ausencia, pues la mayor parte del debate movilizado en medios de comunicación y en redes sociales (sobre todo el que ha estado a cargo de cierto círculo de intelectuales, destacado por su virulenta oposición a prácticamente cualquier decisión que se tome desde Palacio Nacional) ha girado por completo alrededor de la discusión acerca de lo que esta iniciativa de reforma constitucional supondría para las autoridades en materia electoral; en concreto, la forma en que impactaría al INE: ¿marchar o no marchar? Es la fórmula simplona en la que esta oposición ha buscado zanjar toda la discusión.

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El autoritarismo social brasileño en tiempos de esperanza

La sociedad brasileña acaba de pasar por una de sus jornadas electorales más tensas y llenas de contradicciones en lo que va de su vida post-dictadura de seguridad nacional. Y, sin embargo, más allá de los ánimos y hasta de la esperanza que la victoria de Luiz Inacio “Lula” da Silva ha vuelto a despertar entre quienes buscan hacer de este mundo, en general; y de esta América, en particular; un lugar de convivencia social mucho más libre, más justo, más democrático e igualitario para todos y todas sus habitantes, hay un par de preguntas que no dejan de flotar en el aire enrareciendo la atmósfera triunfalista que ya se vive en distintas latitudes del continente y más allá de ambos océanos.

La primera y más importante de ellas, aunque en apariencia resulte obvia, tiene que ver con discernir quién ganó en verdad en este proceso electoral. La segunda, en comprender qué se ganó. Y es que, por supuesto, cualquier persona que cuente con un conocimiento mínimo del panorama político que domina en Brasil sin ninguna dificultad podría afirmar que, por cuanto a los vencedores, es innegable que en las urnas ganaron Lula, el Partido de los Trabajadores y las bases sociales de apoyo tanto del personaje como del movimiento político por él encabezado; mientras que, en relación con los derrotados, es claro que perdieron Jair Bolsonaro, el Partido Liberal y las bases sociales de apoyo respectivas de este candidato y de su plataforma política. ¿Qué tanto esto es, sin embargo, verdad, y en qué medida se comprueba que vencedores y vencidos, en efecto, se han repartido así lo ganado y lo perdido?

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A propósito de Mijaíl Gorbachov: la URSS y el socialismo que nunca fue

A propósito del fallecimiento de Mijaíl Gorbachov, ¿qué significado histórico tiene su deceso, a la luz del rol político que tuvo en tanto que último mandatario de la Unión Soviética?, ¿tiene, en principio, alguna implicación su muerte para pensar la historia del tiempo presente, o es que su deceso no va más allá de la simple conmemoración de un exmandatario de Estado más, como suele ocurrir con los pésames que entre las elites políticas se suelen dispensar cuando uno o una integrante de su tribu desaparece físicamente de este mundo?

En apariencia preguntas retóricas, no son éstas, sin embargo, interrogantes superficiales. De la respuesta que se de a ellas depende, entre muchas otras cosas, por ejemplo, la capacidad que se tenga de explicar por qué, en medio de uno de los contextos globales más abierta y profundamente hostiles en contra de la cultura, la política, la economía y la historia de Rusia, de pronto la mayor parte de la prensa occidental (al margen de las loas propias de ciertas clases políticas globales) se volcó hacia la extensión de pésames y de tributos discursivos tendientes a enaltecer la figura de Gorbachov.

Y es que, si bien es cierto que, para cualquier observador serio y atento de la historia, la Rusia de hoy no es de ningún modo idéntica a la Unión Soviética de ayer, los tiempos que corren se caracterizan, precisamente, por el auge de una generalizada incomprensión internacional de las enormes distancias que se abren, en todos los aspectos, entre esta Rusia y aquella Unión Soviética. En Occidente, la falsa identificación mecánica y en automático de Rusia como un mero despojo de lo que en su momento fue la Unión Soviética, por supuesto, se explica por una multiplicidad y una diversidad de factores imbricados que van desde las diferencias idiomáticas hasta las distancias culturales, pasando por el hecho de que, geográficamente, Rusia parece demasiado lejana al grueso de esas sociedades occidentales y, en última instancia, abrevando, también, de ciertas reminiscencias ideológicas normalizadas durante la época de la guerra fría que, entonces como ahora, condujeron y siguen conduciendo a sostener discursos de odio en contra de cualquier cosa que parezca una herencia del sovietismo.

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Los espectros de la violencia y sus narrativas en México

En las últimas semanas, un puñado de ciudades en el Norte (Chihuahua y Baja California), Occidente (Jalisco) y Bajío (Guanajuato) de la geografía mexicana se colocaron en el centro del debate político nacional debido a los hechos de violencia que ahí se registraron: ataques indiscriminados en contra de la población civil, incineraciones de vehículos particulares y adscritos al transporte público local y/o incendios inducidos en instalaciones comerciales de grandes cadenas trasnacionales dedicadas a la venta por menudeo.

En un país que, por lo menos desde diciembre de 2006, en los albores del sexenio encabezado por Felipe Calderón, es visto regional e internacionalmente como uno de los principales epicentros de la violencia armada en América, producto del actuar de organizaciones criminales dedicadas, entre otros rubros, al trasiego de estupefacientes, los atentados de los últimos días bien podrían no parecer, a primera vista, nada anormal o fuera de lo común si se los compara, por ejemplo, con la masacre perpetrada en el Casino Royale, en Monterrey, el 25 de agosto de 2011, cuando un grupo armado provocó un incendio al interior del inmueble, encerrando a un centenar de personas en él, provocando la muerte de, por lo menos, cincuenta y dos de ellas. De hecho, en esa misma lógica, habría, inclusive, quien podría llegar a afirmar que, en un frío cálculo comparativo, los atentados de Jalisco, Guanajuato, Chihuahua y Baja California de estos días sin duda alguna palidecerían (lo mismo por sus consecuencias en la psique de la población que por el número de víctimas mortales) ante acontecimientos como los granadazos en pleno Zócalo de Morelia, Michoacán, abarrotado por los festejos relativos a la conmemoración del 198 aniversario del grito de independencia, en 2008.

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La falsa «conciencia climática» en la nacionalización eléctrica francesa

A pesar de que el desarrollo de los acontecimientos alrededor de la invasión rusa a Ucrania sigue siendo el principal foco de atención del grueso de la prensa mainstream en Occidente (incluyendo los grandes medios corporativos que acaparan el sector en América), en estos primeros días de julio de 2022, Francia logró convertirse en una de las noticias más relevantes a ambos lados del Atlántico debido al anuncio hecho por la primera ministra, Élisabeth Borne, acerca de la pretensión del Estado francés de hacerse con el 100% del control accionario de la multinacional Electricité de France (EDF). La noticia, por supuesto, no es en estricto sentido una novedad: desde hacía varios meses, Emmanuel Macron había venido barajando la posibilidad de nacionalizar EDF para garantizar que el Estado que preside contase con un amplísimo margen de soberanía energética entre las economías de Europa.

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