Las incertidumbres del trumpismo

Donald J. Trump está a punto de cumplir sus primeros ciento cincuenta días como 47° presidente de Estados Unidos. Suponiendo que a lo largo de los siguientes años no logre degradar lo suficiente al sistema político de su país como para asegurarse un tercer mandato, le restan exactamente 1,318 días más en el cargo. Dados los saldos que hasta ahora han dejado tras de sí sus palabras y sus acciones en tan poco tiempo, lo mismo dentro que fuera de las fronteras territoriales estadounidenses, los aproximadamente cuarenta y tres meses que le restan como inquilino de la Casa Blanca no pueden sino presentársele a la cualquiera que preste atención como un futuro lleno de incertidumbres; más todavía de las que ya son propias de la indeterminación en la que se juega todo tiempo futuro para el ser humano. Más aún cuando aquí y ahora, un día sí y otro también, el actual jefe del poder ejecutivo estadounidense se ha mostrado capaz de superar la mayor parte de las expectativas negativas que sobre él auguraban propios y ajenos al trumpismo (o quizá más los segundos que los primeros).

Sea como fuere, una cosa es más o menos evidente: la magnitud de la descomposición política, económica y cultural que el trumpismo 2.0 ha generado en tiempo récord (sobre todo al interior de Estados Unidos) ya es tal que, hoy más que nunca, dentro y fuera de ese país se ha vuelto cuestión de supervivencia la necesidad de superar el estado de desconcierto y de consternación que sus dichos y sus hechos suelen provocar (particularmente entre quienes no hacen parte de sus bases sociales de apoyo) y, por lo menos, ofrecer algún tipo de explicación que alcance a dar cuenta de por qué este segundo mandato de Trump indefectiblemente parece estar encaminado a rebasar por la extrema derecha cada uno de los límites y de los hitos que el trumpismo enfrentó y alcanzó entre 2017 y 2021, cuando ya era, de por sí, el principal faro de las extremas derechas en todo el mundo.

Asumiendo, pues, esta tarea, en principio parecería que la radicalidad con la que el trumpismo se manifiesta hoy día se debe a la convergencia de, por lo menos, cinco factores que, individual y conjuntamente, brillaron por su ausencia durante el primer paso de Trump por la Casa Blanca. A saber:

Primero: el influjo de las humillaciones pasadas. Desde que en 2014 Trump anunciara públicamente sus pretensiones de competir por la presidencia de Estados Unidos, el personaje en cuestión se vio enfrentado a una opinión pública mayoritaria en círculos intelectuales y medios de comunicación que no se cansó de hacer de él un hazmerreír; actitud, por supuesto, que en absoluto se atemperó ni, mucho menos, desapareció, una vez que el magnate neoyorkino de la industria inmobiliaria juramentó como 45° presidente de su país. A menudo, sin embargo, Trump asumió ese despreció y las burlas de las que fue objeto con singular estoicismo. Llegó, inclusive, a emplearlas a su favor: como cuando, a pregunta expresa por el significado del adjetivo White Trash (a menudo empleado para calificar peyorativamente a su electorado), él mismo se asumió como una Basura Blanca cualquiera, pero con dinero.

Esta vez las cosas son distintas: Trump (y, de paso, también la mayor parte del trumpismo) ha cobrado conciencia plena de las humillaciones de las que fue objeto (y hasta de las que objetivamente no lo eran, pero subjetivamente así las sintió) cuando perdió la presidencia de la Unión ante Joe Biden y el espectro Demócrata de la cultura política estadounidense, ensoberbecido por su triunfo y convencido de que Trump y el trumpismo nunca regresarían a habitar la Casa Blanca, redobló sus esfuerzos para reducir al líder y a sus bases sociales de apoyo a la condición de bufones esperpénticos.

No se trata, por supuesto, de que Trump y su electorado hoy ya no asuman con orgullo esa identidad denigrante que, en los años post-Obama, les ayudó a ganar la presidencia estadounidense. Más bien, lo que parece estar ocurriendo es que, asumiendo de igual modo la burla y la descalificación de la que fueron objeto entre 2014 y 2021, tanto Trump como sus adoradores han decidido convertir la humillación en combustible para inspirar miedo entre sus adversarios y enemigos (que no necesariamente son lo mismo). De ello parece estar dando cuenta, de hecho, cada decisión tomada por Trump para demostrar su fuerza y su determinación de no recular en todos aquellos asuntos y agendas en los que la herida de la humillación pública y masificada caló más profundo y dejó sus huellas más visibles (empezando por los temas racial-nacionales, de género y masculinidad y, para sorpresa de nadie, los concernientes a su intelecto y su preparación para ejercer el cargo).

Puede ser que, hasta el momento, Trump haya dado marcha atrás en muchas de sus decisiones más arrojadizas (Trump always chickens out), sobre todo en materia de política exterior. Sin embargo, ese dato no debe conducir a nadie a obviar que, en muchas otras agendas, el hoy presidente estadounidense no sólo no haya dado marcha atrás en decisiones que, para ponerlo simple, en términos electorales y de percepción pública le están cobrando facturas muy elevadas, sino que, por lo contrario, en esos renglones haya, inclusive, decidido redoblar sus apuestas. El recurso a la represión generalizada de la protesta social y de la desobediencia civil, así como la progresiva radicalización que ha experimentado su política migratoria son dos ejemplos vívidos de ello.

Segundo: la radicalidad asumida de las bases sociales de apoyo del trumpismo. Probablemente una de las características que menos se está alcanzando a comprender acerca del trumpismo contemporáneo es que los mayores grados de radicalidad y de extremismo a los que parece estar dispuesto a llegar el propio Trump no responden a ningún tipo de pulsión sicológica del personaje en cuestión, ni, mucho menos, a ocurrencias suyas. Antes bien, a lo que se debería de estar prestando atención es al hecho de que sus bases sociales de apoyo, a lo largo de todo el mandato presidencial de Joe Biden, desarrollaron posturas cada vez más extremistas y radicales, abrazándolas abiertamente y sin tapujos. Piénsese, por ejemplo, en el hecho de que, en materia migratoria, han sido los propios elementos en activo del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) quienes han demandado al presidente estadounidense el adoptar medidas mucho más agresivas de las que hasta el momento se les han permitido tomar.



En términos similares también debería de prestarse atención suficiente al hecho de que son cada vez más las manifestaciones públicas y las movilizaciones callejeras en las que se involucran militantes, simpatizantes y adherentes al trumpismo; lo mismo como pura muestra de apoyo a la gestión presidencial de su Caudillo que como actos de contención, intimidación y confrontación de movilizaciones sociales opositoras. Que Trump, en este sentido, no parezca estar dispuesto a moderar sus palabras y sus actos parece ser respuesta directa a lo que interpreta que es una demanda popular de mayor radicalidad de su parte, manifestada masivamente en todas esas movilizaciones y muestras de fuerza contra sus opositores sobre el terreno.

Tercero: la hostilización de las bases sociales de apoyo Demócratas y opositoras. Si por el lado Republicano Trump lee una radicalización y un corrimiento cada vez más marcado hacia los extremos, en el seno de las filas Demócratas y opositoras, por lo contrario, lo que parece percibir es la simple estupefacción; la incapacidad de responder a sus medidas y no sólo por el efecto anestesiante que en ellas pueda tener la política de miedo generalizada que ha decidido desplegar a lo largo y a lo ancho del país, sino, además, como consecuencia directa de su falta de liderazgos, de su fragmentación interna y, por supuesto, de su incapacidad para ofrecer al grueso de la población estadounidense un proyecto de nación que haga eco en sus intereses, inquietudes y necesidades cotidianas, de mediano y de largo plazos.

A todo lo cual, además, habría que sumar los efectos que en el electorado Demócrata y opositor calcula que tendrán la represión y la política migratoria por él decretadas.

Cuarto: la depuración de los contrapesos y el encogimiento de su curva de aprendizaje. Durante su primer mandato, más de una ocasión Trump demostró su carencia de expertise en múltiples y muy diversos temas y agendas de trabajo. Administrativamente, esa falta de conocimiento de la cultura política estadounidense, de sus reglas del juego, de sus pesos y contrapesos y de sus procesos burocráticos a menudo se tradujo en la necesidad de enmascarar su falta de preparación o bien sumando a su equipo de trabajo a personajes más ineptos que él, o bien rodeándose de personal experto que en administraciones anteriores hizo parte del establishment y del funcionariado del Deep State, y a quienes, por ese motivo, podía usar como chivos expiatorios cuando sus decisiones como presidente daban malos resultados, o bien incendiando discursivamente las pasiones nacionalistas de su electorado para mantener su apoyo y su aprobación a pesar de los errores cometidos sobre la marcha.

Esta vez, sin embargo, las cosas son un poco distintas: en principio porque ahora Trump ya cuenta con experiencia suficiente sobre el funcionamiento del imperio que administra (el alineamiento que consiguió de los grandes capitales que antaño lo combatieron es indicativo de ello); en segunda instancia porque, a lo largo de los ocho años pasados, logró que el trumpismo fagocitara casi por completo al Republicanismo, borrando, de facto, oposiciones internas; y, en tercer lugar, porque esta vez no sólo logró conformar un gabinete más acorde con su propia visión del mundo (aunque sin evitar, por ello, tensiones y contradicciones internas), también inició su mandato poniendo en marcha una extensiva e intensiva campaña de depuración burocrático-administrativa en el poder ejecutivo federal a través del Departamento de Eficiencia Gubernamental (del que Elon Musk fue autor material).

Quinto: la perspectiva de futuro. Es probable que Trump esté calculado con autenticidad que, para 2029, los resultados de sus políticas le permitirán barajar con realismo la posibilidad de presentarse a un tercer mandato (segundo consecutivo). Ni la ley ni la tradición por fuera de los marcos jurídicos, después de todo, parecen ser motivos suficientes para no aspirar, siquiera, a alimentar esa aspiración. Si ello es así, entonces la agresividad y la hostilidad con la que hasta ahora se ha manejado en la presidencia no serían más que el violento preludio necesario para alcanzar, en los siguientes cuatro años, a estabilizar al país; luego, se entiende, de haber quebrantado todas las inercias que lo sostenían.

Si este calculo está en la mente del hoy presidente estadounidense, entonces lo que se puede esperar para los siguientes años es un reforzamiento de las medidas que hasta ahora ha venido probando en efectividad. Pero inclusive si esto no es así y Trump, en verdad, está convencido de que no requiere de otro mandato porque puede dejar como sucesor suyo a un Republicano que sea hechura política suya (alguien, inclusive, a quien el propio Trump vea como un personaje capaz de rebasarlo por la derecha), entonces, de lo que se estaría tratando ahora mismo sería de aprovechar al máximo los escasos cuatro años con los que cuenta para dejar el terreno preparado para su suceso o sucesora. Alguien que pueda estabilizar el trabajo por hecho por él hasta enero de 2029.

Cualquiera que sea el caso, lo que no parece estar entre los cálculos del inquilino de la Casa Blanca es el recurso a la moderación.


Ricardo Orozco

Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Premio Internacional Dr. Leopoldo Zea por la mejor tesis de Maestría sobre América Latina o el Caribe (2021) otorgado por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, de la UNAM. Docente de Relaciones Internacionales en la UNAM.


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