A comienzos de diciembre, con una buena parte de las agendas pública y de los medios de comunicación centrada en el análisis de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, un acontecimiento de suma importancia para la redefinición de los equilibrios y los desequilibrios de poder globales tuvo lugar en ese gigante territorial que es el Estado indio. A saber: por primera vez en poco menos de cuatro años, desde que Rusia invadiera a Ucrania en febrero del 2022, Vladimir Putin realizó una visita oficial de trabajo al presidente Narendra Modi en su propio país. En número redondos, este viaje fue, también, el tercero en el que el presidente indio recibe en su territorio nacional al mandatario ruso y hace parte de una serie de Cumbres Bilaterales anuales de las que ésta fue la vigesimotercera.
A primera vista y a juzgar por el balance que a posteriori se hizo en medios de comunicación occidentales sobre los saldos de la reunión, el que Putin visitara nuevamente territorio indio después de tantos años de no hacerlo no pasó de ser una interesante anécdota en materia de relaciones internacionales en la que, a menudo, los dos principales temas de conversación dominantes tenían que ver, por un lado, con la necesidad de recalcar el nervio autoritario y populista que ambos mandatarios representan para la comunidad internacional; y, por el otro, con resaltar lo indignante que para esa misma comunidad debería de resultar el hecho de que, para la India (cuya tradición parlamentaria suele ser bien vista en Occidente), la agresión rusa en contra de Ucrania no fuese motivo suficiente como para tomar distancia respecto de Rusia.
Vista en retrospectiva, de hecho, para una parte sustancial de la agenda mediática y de la escasa discusión pública que se generó con la noticia en Occidente, la visita oficial de Putin a Modi ni supuso un acontecimiento excepcional con capacidad alguna de modificar el curso de los acontecimientos globales en los tiempos por venir ni, mucho menos, implicó que algo en la relación bilateral entre ambos gobiernos hubiese cambiado respecto del curso inercial en el que ésta se ha encontrado a lo largo de poco más de tres años y, en particular, desde que el Estado ruso comenzó a ser objeto de un salvaje e inmisericorde régimen internacional de sanciones principalmente económicas, pero también políticas y culturales.
Desde esta perspectiva, en consecuencia, lo que sucedió en territorio indio a principios de este mes, en el mejor de los casos, únicamente significó la ratificación de las dependencias mutuas que atan a ambos Estados entre sí (con Rusia como el principal y más barato proveedor de hidrocarburos para la India y, viceversa, con la India como uno de los más grandes y dinámicos mercados de consumo de energéticos convencionales para la industria rusia en la materia). En el peor, el viaje del mandatario ruso para encontrarse con su homólogo indio no habría sido sino la materialización de la desesperación en la que se hallaría aquel derivado del desgaste natural provocado por la guerra contra Ucrania, sumado al aislamiento internacional al que por fin estaría siendo reducida Rusia gracias a las sanciones occidentales.
¿Qué tanto, no obstante, en realidad son los hidrocarburos el principal factor explicativo de todo lo que se juega en la relación bilateral indo-rusa ahora mismo y en los años por venir?, ¿y qué tanto, en verdad, la reciente visita de Putin a Modi no es más que la manifestación de la desesperación de aquel ante la perspectiva de un aislamiento mayor (según, claro, la perspectiva occidental)?
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