Una suerte de amnesia colectiva parece enseñorearse, en los primeros días del 2021, por todas partes en el desarrollo de la vida política nacional: los órganos constitucionales autónomos son el producto de una historia de combates, con eje de gravitación en la sociedad civil mexicana, que tenían el propósito de disputar, en el seno mismo del andamiaje gubernamental del Estado, posiciones de poder firmes, orientadas, entre otras cosas, a desafiar una larga tradición de abusos cometidos por el sistema político mexicano en contra de los sectores más explotados de la población (CNDH), romper con los pactos de silencio que imperan entre los y las integrantes de la clase política nacional y develar los entramados de poder que se tejen entre empresarios privados y funcionarios públicos (INAI), reconocer los excesos del poder político y empresarial en la expoliación de las capas más vulneradas de la sociedad (CONEVAL), garantizar un piso mínimo de reglas político-electorales y de respeto a los derechos y las decisiones tomadas por la ciudadanía en la elección de sus representantes (INE), etcétera.
En cada uno de esos casos, por supuesto, hubieron actores e intereses políticos y empresariales que, en muchas ocasiones, terminaron por imponer su visión de lo que un órgano constitucionalmente autónomo significaba en la teoría y en la práctica; y, en el grueso de las más de trece entidades que hacia 2015 ya gozaban de dicho estatuto en el texto de la Constitución, lo que al final se observó fue la progresiva captura de esas mismas instancias por aquellos intereses que, se supone, habían sido la causa y el fundamento, en principio, de su existencia. Ello, sin embargo, no significó, en la larga historia de consolidación de la figura de la autonomía en el derecho nacional, que la sociedad civil (y no sólo aquella que se organiza como Organización no Gubernamental, Asociación Civil y similares y/o derivadas) no continuase movilizándose con miras a garantizar que esos órganos en verdad sirviesen para funcionar como un contrapeso a la clase política mexicana y al empresariado nacional y extranjero.
Así pues, aunque a entidades como el Instituto Nacional Electoral llegaron figuras como Luis Carlos Ugalde y Lorenzo Córdova Vianello en calidad de máximas autoridades de ese órgano —que nació siendo el resultado del empuje de la sociedad civil para romper con la tradición priísta de que fuesen o el Congreso de la Unión o la Secretaría de Gobernación las instancias encargadas de organizar, realizar y calificar los procesos electorales en el país—, y a pesar de que sus gestiones al frente del instituto estuvieron abierta y sistemáticamente influidas por las relaciones y la comunión de intereses que ambas figuras compartían con otros actores políticos en los tres poderes del Estado, en sus escalas federal y local, la ciudadanía nunca dejó de disputar el funcionamiento del INE como un espacio en el que ella misma tenía la posibilidad de corregir y/o contener algunos de los principales vicios del sistema político nacional.
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