Los símbolos que nacen, se descubren, se inventan o se construyen en un momento histórico de ebullición social siempre son, además de reveladores del espíritu de época que anima el malestar popular, poderosos artefactos sintetizadores de las pasiones, de las aspiraciones y de los reclamos que, en el fondo, movilizan a las masas que antes durante y/o después del estallido los reivindican como una bandera más de su lucha. Tan singular es esta característica de los símbolos en momentos especiales de conflictividad sociopolítica que, a menudo, a toda una era o a una época se la suele identificar y recordar más por los vestigios simbólicos que su decadencia y derrumbe dejaron tras de sí que por la propia naturaleza violenta de los acontecimientos en los cuales se inscribieron.
Así, por ejemplo, durante los sucesos de la Revolución Francesa, la toma de La Bastilla, el 14 de julio de 1789, demostró ser mucho más relevante como acontecimiento simbólico para el decurso histórico de la propia Revolución que por su importancia táctica, estratégica, política y/o militar real. El asalto popular de una de las principales prisiones del absolutismo regio francés, símbolo de su arbitrariedad y de su intolerancia ante la crítica, así, en ese suceso particular fue mucho más importante para la Revolución y para el nacimiento de la Primera República francesa porque su caída se asumió metafóricamente como la imagen de la derrota de la propia monarquía que por la nula trascendencia que dicho edificio en efecto tenía para definir la guerra en contra de la corona.
Doscientos años después, el derrumbe del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, también demostró ser ―como La Bastilla para el Ancien Régime― un acontecimiento mucho más efectivo para dar cuenta del fracaso histórico de toda una época (la del experimento del comunismo real en un solo país) por el simbolismo que este suceso tuvo en la conciencia tanto de Oriente como de Occidente que lo que lo fue el propio desmoronamiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Tanta es la distancia que separan al hecho simbólico de su realidad material efectiva que, a pesar de que la desintegración de la URSS se consumó hasta dos años después de la caída de El Muro, el 9 de diciembre de 1991, en general, en el imaginario colectivo occidental es 1989 y no 1991 la fecha que se recuerda como el año del fin de la Guerra Fría y del ensayo soviético.
Salvando todas las distancias que se quieran, en la historia nacional de México, por ejemplo, artefactos simbólicos análogos a los de La Bastilla francesa y El Muro berlinés/soviético se han transmitido de generación en generación, en los libros de texto, en la cultura popular y, como no podía ser de otro modo, en el calendario cívico federal para sintetizar el rol histórico y político de las masas en la construcción de la identidad nacional. Así, por ejemplo: el repique de las campanas en la Parroquia de Dolores, en Dolores Hidalgo, Guanajuato, el 16 de septiembre de 1810, o la toma de la Alhóndiga de Granaditas, posibilitada por el Pípila, el 28 de septiembre de ese mismo año; el famoso carruaje de Benito Juárez (en el que se dice que viajó la República cuando México fue intervenido por Francia y otras potencias coloniales a mediados del siglo XIX), aún expuesto en el Museo Nacional de Historia con toda su solemne austeridad frente a la ostentación aristocrática de la carroza de Maximiliano de Habsburgo; o los asesinatos de Belisario Domínguez, de Gustavo y de Francisco I. Madero, en octubre de 1913, el primero, y en febrero del mismo año los otros dos; son, hasta hoy, metáforas, acontecimientos simbólicos que condensan, en el corazón mismo del nacionalismo mexicano, el espíritu de época que animó a las masas frente a los poderes que los explotaban económicamente, los marginaban socialmente y los dominaban políticamente. A saber: la Independencia nacional ante el régimen colonial, primero; la República liberal frente al imperialismo occidental, después; y la Revolución popular contra la dictadura oligárquica, al final.
Ahora bien, dadas las recientes manifestaciones que se sucedieron en la capital mexicana los pasados nueve y quince de noviembre, en ambos casos apelando a la Generación Z como su sujeto histórico y político convocante (aunque ya se ha discutido hasta la saciedad el deslinde de la Generación Z de una de las marchas: la del día quince), no perder de vista consideraciones como éstas a propósito de los símbolos populares y revolucionarios en momentos de singular crispación viene a cuento porque, como lo habrá notado cualquiera que haya prestado atención a la sucesión de eventos, un símbolo, en particular, tendió a popularizarse como la imagen visible más representativa de ambas movilizaciones. El símbolo en cuestión es la bandera de una tripulación pirata (los Sombrero de Paja o Muguiwara) de un manga japones (One Piece), del que es autor intelectual y material el Mangaka Eiichirō Oda (Kumamoto, 1° de enero de 1975).
Más allá de la constatación de hechos de que el contexto sociopolítico mexicano no se halla en una situación ni atraviesa por un momento de particular conflictividad y/o de crisis que permita realizar algún tipo de analogía histórica, política o sociológica con los contextos que imperaron en la Francia de La Bastilla o en el espacio soviético de El Muro, un aspecto interesante a discutir a propósito de la rapidez, de la facilidad y la prolificidad con la que esta bandera ―salida de una historieta japonesa― se adoptó como símbolo de resistencia y de combate en estas dos manifestaciones supuestamente generacionales en México tiene que ver con clarificar el significado que ésta tiene dentro de la propia historia del manga y, a partir de ello, intentar dilucidar por qué, en apariencia, ésta parece ser parte consustancial de las matrices culturales detrás de movilizaciones sociales recientes dentro y fuera de México (como en Francia, Indonesia, Filipinas y Nepal).
En esa línea de ideas, pues, algunos elementos de discusión que habría que obviar (más por el hecho de que extenderían mucho la presente discusión que por su relevancia o irrelevancia analítica intrínseca) tienen que ver con la evidente y creciente popularidad que el manga y el anime (y ahora también el live action de Netflix), con todo y su merchandising, han cultivado alrededor del mundo; circunstancia, ésta, que se explica tanto por los méritos propios de un manga que empezó a publicarse desde 1997 (y desde 1999 como anime) cuanto por la creciente influencia de la cultura japonesa fuera de ese país (especialmente en Occidente con la expansión de la cultura Otaku). Al margen de ello, en el caso de México, una de las primeras y más socorridas explicaciones que circuló en el debate público nacional a propósito de las manifestaciones de la GenZ y su recurso a la bandera de los Piratas del Sombrero de Paja estuvo centrada en señalar, con atino, que, por lo menos en una de ellas (la del quince de noviembre) su utilización parecía estarse dando de manera forzada, artificial, y no por motivaciones orgánicas al propio malestar social que pretendía simbolizar.
Dicha situación, por supuesto, se explica por el hecho de que, a diferencia de la manifestación pública del nueve de noviembre, la del quince tenía detrás de sí a sectores e intereses políticos y económicos tradicionales de la oposición a la 4T, al Movimiento de Regeneración Nacional y al obradorismo. En estos círculos, usar este símbolo, en consecuencia, fue más bien parte de una estrategia de asimilación o, si se quisiere, de camuflaje, con otro tipo de manifestaciones de disconformidad social auténticamente nacidas de manera espontánea y con pretensiones de organización entre algunos de los sectores más jóvenes de la población adulta en México: precisamente aquellos que se asumen como parte de esta generación o grupo etario. No teniendo, en este sentido, significado relevante alguno en estos usos espurios del símbolo, ¿a partir de que consideraciones manifestaciones de descontento social legítimamente nacidas entre la sociedad civil se apropiaron de él?
La respuesta más recurrente dada en medios a partir de las consignas y de las declaraciones emitidas por integrantes de estas manifestaciones tiene que ver con la asunción de que la bandera pirata en cuestión representa cierto espíritu de rebeldía en contra de la corrupción gubernamental y, de paso, con lo que el personaje principal de la historia (Luffy sombrero de Paja) personifica: una inquebrantable voluntad de libertad a la vez individual y popular (en la historia, el protagonista es una suerte de reencarnación de un antiquísimo Dios de la libertad ―Nika― que de vez en vez vuelve a la vida cuando la opresión que sufren los pueblos se vuelve humanamente insoportable). Partiendo de esta interpretación, los usos y abusos que se han podido observar de esta bandera en algunas manifestaciones recientes (como las de Nepal o Indonesia), la verdad sea dicha, hacen sentido: en el mundo de One Piece, la existencia de un gobierno mundial organizado como una oligarquía global con estratificaciones de poder muy bien delimitadas que se extienden por todo el mundo en forma piramidal hasta llegar a un pequeñísimo grupo de personas en el vértice que lo controla todo tras bambalinas es la causa de que la mayor parte de la población de ese mundo sufra de hambre, pobreza, guerras, abusos de poder, despojos materiales, explotación laboral, racismo, esclavismo y servidumbre, entre muchas otras calamidades, bajo el yugo de gobiernos represivos, tiranías personalistas, monarquías hereditarias y hasta parlamentarismos familiares.
El nervio filosófico profundo de la trama de este manga es, en esta línea de ideas, muy nítido en su perfil ideológico: por definición, los gobiernos y el poder gubernamental son vistos en esta historia como algo intrínsecamente corrupto y tendiente a limitar la libertad individual y de los pueblos. De ahí que, de principio a fin (o por lo menos hasta donde va la historia), todas las instituciones representativas de lo que en el mundo real sería un Estado-nación cualquiera (el gobierno del país, las organizaciones internacionales a las que se adscribe y las fuerzas armadas que fungen como su brazo represor) aparezcan siempre como las encarnaciones de los villanos de la historia a los que hay que derrotar. Son déspotas, son arbitrarios en sus decisiones, son injustos en sus juicios, por lo general torpes, pero perversos y, sobre todo, corruptos e ilegítimos, pues sus poderes no nacen de la voluntad popular de los pueblos que habitan el planeta en cuestión sino, antes bien, de la riqueza de un puñado de familias (alrededor de veinte) que durante más de ochocientos años se han heredado el poder generación tras generación (en el manga se los concibe como seres celestiales por el pueblo raso y su estupidez se explicaría por su endogamia sexual).
No hace falta ser experto o experta en historia de las ideas políticas y filosóficas de Occidente para caer en la cuenta de que, por lo menos hasta aquí, el mantra que guía al protagonista de la historia es abiertamente liberal, aunque llegando a veces a extremos libertarios a la manera en que las extremas derechas conciben hoy dicho concepto. Y es que, aunque en efecto en cada arco de la historia el protagonista y su tripulación se enfrentan a la oligarquía mundial para liberar a los pueblos de su tiranía en su viaje alrededor del mundo, un aspecto central de la personalidad del personaje principal que no habría que perder de vista es que, en última instancia, a él no le interesa otra cosa que no sea cumplir su sueño y hacer lo que le venga en gana siempre, sin ataduras. Cualquiera diría, en términos simples, que el famoso Luffy Sombrero de Paja es, por donde se lo vea, una personificación muy bien acabada del más radical de los individualismos para todo aquello que tenga que ver con el cumplimiento de su sueño. Porque, para todo lo demás, es siempre un ser empático con el sufrimiento de otras personas y un ser, asimismo, que gusta de compartir (sobre todo la comida y la bebida; en general, la fiesta y sus rituales).
Este énfasis que a menudo se hace en la importancia de la camaradería y de la amistad por encima de todas las cosas (la palabra clave es nakama), a menudo favorece el que se pase por alto el agudo nervio individualista del protagonista del manga y de prácticamente todos sus nakamas. Sin embargo, si se presta atención a las subtramas en las que se desarrollan las historias personales de cada uno de ellos y, en última instancia, de su unión a una misma tripulación, la constante en cada caso es que la camaradería y la lealtad que se tienen con frecuencia es apenas un medio para llegar a un fin: cada quien persigue un sueño propio y, para conseguirlo, hacer parte de una misma embarcación es apenas el medio para conseguirlo. Así, los fines justifican los medios, aunque éstos se vistan con los ropajes de la amistad.
Ahora bien, que esta idealización del individualismo a la One Piece termine por hacer tanto eco en la vida cotidiana de millones de personas tiene que ver, por supuesto, con la idea tan radicalizada de la libertad personal que ayudó a construir el neoliberalismo a lo largo de cuatro décadas de hegemonía política y cultural, y que aún ahora (en tiempos supuestamente posneoliberales), la penetración de tecnologías de Inteligencia Artificial generativa en los ámbitos más íntimos de la vida de los individuos sostienen con enorme efectividad. Sin embargo, eso no lo es todo: a esa pretensión de observar en todas las formas de autoridad social (incluida la familiar), cultural y política formas, asimismo, de acotación de la libertad individual y, en última instancia, hasta de opresión, habría que sumar el terreno fértil que para su propagación ofrece ese vuelco psicologizante y afectivo aún en curso que introdujo el neoliberalismo como forma predilecta de subjetivación (de nueva cuenta, hoy atizada por la normalización de las Inteligencias Artificiales generativas como el principal referente de socialización y de relación intersubjetiva en su día a día).
En un tiempo histórico en el que la soledad, el aislamiento, la angustia y la depresión ya adquieren, según consideraciones técnicas de múltiples autoridades sanitarias internacionales (como la Organización Mundial de la Salud) proporciones equivalentes a las de una epidemia en curso en todo el mundo, y en tiempos, también, en los que la dinámica de reproducción, acumulación, concentración y centralización del capital ha conseguido clausurar los horizontes de vida de millones de personas que sobreviven el presente con lo mínimo indispensable y en la más desconcertante incertidumbre sobre su futuro, no sorprende que el individualismo romantizado de One Piece haga eco entre quienes viven este tipo de calamidades a través de las alusiones que en la historia se hacen a la amistad, a la voluntad de libertad y a la idea de que los sueños se pueden y se deben de alcanzar a toda costa.
No sorprende en absoluto, por ello, que esos mensajes genéricos del manga resulten ser un anclaje fundamental del fandom de esta franquicia. Y es que, por debajo de esa narrativa principal ―que, hay que insistir, sabe ocultar el nervio libertario que anima la voluntad de sus personajes principales― también tienen lugar subtramas que, a lo largo del desarrollo del manga (y del anime) han ido ganando cada vez mayor peso narrativo. A saber: por un lado está la centralidad que en esta historia adquieren los personajes infantiles, vistos como las principales y más dolorosas víctimas del mundo de los adultos (a menudo, también, como las que sufren los más indolentes regímenes de invisibilización social). Y, por la otra parte, conectado con lo anterior, también se halla la innegable importancia que con el paso de los años Eiichirō Oda le ha conferido en su creación a la salud mental y, sobre todo, a la necesidad de sanar los traumas de la infancia.
En efecto: si se presta atención a todos aquellos pasajes de la trama en los que la acción cede el paso y el protagonismo a la narración de las historias que van develando los secretos de la explotación económica, de la marginación social y de la dominación política en el mundo de One Piece, una de las variables que más se repite en esos instantes tiene que ver con la insistencia con la cual Oda fuerza a sus audiencias a atestiguar la vida de infantes cuyas vidas fueron desgarradas por el hambre, por la guerra, por la servidumbre y la esclavitud, por el racismo, por la orfandad e, inclusive, por el tráfico con fines de explotación sexual. Hasta cierto punto, inclusive, algunas de las principales figuras antagonistas de la historia se explican, en toda su maldad y villanía, por un pasado en el que, aun siendo niños y niñas, tuvieron que sobrevivir a experiencias límite en las que su propia vida estaba en juego (Luffy, el héroe de One Piece, de hecho, es un personaje que tenía 17 años al comenzar el manga; la mayor parte de su tripulación, además, no supera los 23 años de edad).
En un contexto en el que la lógica cultural del capitalismo contemporáneo ha hecho de la psicología y de sus avatares seudopsicológicos (como el espiritualismo mainstream y el coaching emocional) moneda de uso corriente en la construcción de la subjetividad de las personas y de sus relaciones intersubjetivas; y en un contexto en el que, además, en muchas partes del mundo se experimenta un marcado relevo generacional en el que los problemas de salud mental (o neurodivergencias) son asimilados con normalidad, al tiempo que se piensa a la salud mental como un estadio permanente de ausencia de perturbaciones de la psique y emocionales, no puede negarse el atractivo que genera la forma idílica en la que se trata a las infancias y a las juventudes de One Piece como las generaciones que terminarán por redimir los pecados de un mundo profundamente adultocéntrico (y, por esa misma razón, inherentemente corrupto, violento e indolente).
One Piece, en este sentido, puede ser muchas cosas, pero de lo que no cabe duda es de que gran parte de los múltiples y muy diversos mensajes que transmite (muchas veces de manera caótica y contradictoria, a veces también de forma fragmentaria) hacen sentido en más de una generación de jóvenes (y de no tan jóvenes, como los milenials) por la similitud de las incertidumbres y de las angustias que se viven dentro del manga con las que personas de carne y hueso experimentan en su día a día, aquí, en este plano terrenal, producto de la dinámica histórica del capitalismo. De ahí nacen la potencia y la facilidad con las que pueden ser asumidos sus símbolos como propios de las pasiones y de las luchas políticas del presente en distintas partes del mundo en donde los sistemas de privilegios asociados a la clase y al estatus mantienen a amplísimos sectores de la población al margen de sus beneficios.
Que eso esté en sintonía o no con los contextos sociopolíticos específicos que se viven en cada país es una discusión aparte. En México, por lo pronto, es claro que no se vive nada similar a lo que se vivió en otras latitudes del mundo como Indonesia, Filipinas o Nepal. Lo cual, no obstante, no significa que las generaciones más jóvenes de este país no tengan que lidiar con la angustia que nace de no contar con certeza alguna sobre el futuro de su propia vida. Sobre todo cuando la guerra (en sus múltiples modalidades y escalas) comienza a ser un recurso cada vez más socorrido por las élites globales para zanjar sus diferencias y salvaguardar sus intereses en un momento en el que los equilibrios ecológicos del planeta atraviesan ya por un proceso de degradación que amenaza con ser irreversible y con hacer cada vez más difícil la vida orgánica en sus ecosistemas en las décadas por venir.
Ricardo Orozco
Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Premio Internacional Dr. Leopoldo Zea por la mejor tesis de Maestría sobre América Latina o el Caribe (2021) otorgado por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, de la UNAM. Docente de Relaciones Internacionales en la UNAM.
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