A lo largo de cinco días, entre el domingo 28 y el jueves 30 de octubre del año en curso, el presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, realizó una gira de trabajo por el Sudeste asiático que incluyó, además de su participación en dos de los mecanismos de regionalización más importantes de la zona (la Asociación de Naciones del Asia Sudoriental, concertada en Kuala Lumpur, por un lado; y el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, congregado en Gyeongju, por el otro), reuniones bilaterales al más alto nivel diplomático con Jefes y Jefas de Estado y/o de Gobierno de Malasia, Japón, Corea del Sur y, por supuesto, China (además de Brasil, pero eso es materia de otro análisis).
En los nueve meses que lleva ejerciendo el cargo de titular del poder ejecutivo estadounidense, ésta es la primera vez que Trump cumple con una agenda de trabajo tan cargada de contenido y tan movida en esta región del mundo. De hecho, si se comparan los resultados que él ―personalmente, no necesariamente como presidente de Estados Unidos― consiguió en esta ocasión, respecto de lo que en esa misma zona de Asia obtuvo la última vez que visitó al continente (en 2019), la realidad es que, esta vez, desde su propio punto de vista, parece haber conseguido todo lo que esperaba obtener como concesiones de sus contrapartes asiáticas; aún si en la mayoría de los casos presionó hasta el final para incrementar sus exigencias.
¿En qué medida, no obstante lo anterior, mucho de lo que hoy por hoy Trump en persona considera como un logro personal ―de su estilo de ejercer la diplomacia y en relación con su agenda ideológica prioritaria― en verdad puede interpretarse como una conquista para el Estado estadounidense, en razón de sus propios intereses estratégicos, de su agenda de seguridad nacional y de su posicionamiento geopolítico en el seno de la economía mundial? La respuesta es relativamente sencilla (que no simple), si se aprecia al momento coyuntural en su justa dimensión y, en paralelo, se presta un poco más de atención a las consecuencias de largo plazo derivadas de los acuerdos a los que llegó en cada uno de los países que visitó.
Y es que, en efecto, aunque en términos personalísimos Trump puede presumir, en retrospectiva, que su paso por el Sudeste de Asia fue más que provechoso para hacer lucir su persona a lo largo y a lo ancho de la región, habiendo sido objeto, en cada país que visitó, de ceremoniales y de gestos de una solemnidad simbólica singular (totalmente contrastantes con el tono de mofa con el que la prensa lo suele retratar y con la relativa descortesía que suele permear en sus tratos diplomáticos con sus homólogos y homólogas del Viejo Continente), desde el punto de vista de los intereses nacionales prioritarios del Estado que gobierna, lo ganado por Trump en Asia parece más bien efímero e irrelevante sobre todo en el mediano y en el largo plazos. ¿Por qué?
El detalle está, para no variar, en lo que Donald Trump exigió a sus principales socios en la región (Corea del Sur, Japón y Malasia, en orden de importancia) como condición para mantener sus compromisos económicos, militares y políticos en agendas prioritarias para ellos (y que erróneamente Trump valora como no fundamentales para los intereses de su propio Estado), precisamente porque, con cada uno de ellos, a diferencia de o que ocurre con, por decir lo menos, Alemania o Francia en Europa, Trump (y, en general, Estados Unidos), sí puede negociar bilateralmente desde una posición de fuerza y hasta de intimidación.
Aquí, como en Europa, Trump también exigió, por un lado, una mayor inversión (hasta alcanzar proporciones del 5% del Producto Interno Bruto de cada economía nacional) en rubros militares, de seguridad y de defensa; y, por el otro, medidas encaminadas a propiciar que entre Estados Unidos y cada uno de estos Estados se desarrolle, de hecho, una relación comercial superavitaria en favor de la economía estadounidense; reclamo en el cual, dicho sea de paso, cobró una mucho mayor relevancia que en el caso europeo la demanda estadounidense de comprometer inversiones asiáticas en el corto, el mediano y el largo plazo (hasta los veinte o treinta años, comenzando a fluir a partir de 2026) en Estados Unidos.
Y es que, en efecto, aunque para Trump la formal aceptación de sus socios asiáticos a sus exigencias fue sinónimo de su capacidad personal para arrancar concesiones de las manos de otros jefes de Estado con una carrera política más añeja y consolidada que la suya (cualquiera diría que hasta más respetables) y, al mismo tiempo, el, presidente estadounidense puede estar convencido de que fue un reflejo de la fortaleza geopolítica que aún conserva Estados Unidos cuando por todas partes del mundo ya se acusa cada vez más su manifiesta decadencia, desde el punto de vista de la raison d’État estadounidense, los compromisos por él alcanzados en materia de defensa representan, en realidad, un impulso claro a las capacidades militares de estos Estados asiáticos, favoreciendo la ampliación de sus márgenes de autonomía geopolítica relativa respecto del paraguas de defensa hasta ahora proporcionado por el propio Estados Unidos.
Trump puede no ser capaz de percibirlo con claridad, pero inclusive si los acuerdos bilaterales firmados durante su gira de trabajo no se traducen, en el largo plazo, o bien en la superación o bien en la disminución de la dependencia de estos Estados asiáticos del adiestramiento y/o del armamento, del equipo y de los materiales proporcionados por Estados Unidos (o, en última instancia, de su apoyo directo e indirecto ante una crisis coyuntural), sí, no obstante, acarrean consigo la probabilidad de convertirse en un serio desafío geopolítico para Estados Unidos en apenas un par de años.
En primer lugar porque, al obviar las históricas disputas territoriales que abundan en la región, con su impulso armamentista en la zona, el presidente de Estados Unidos está propiciando reacomodos en los débiles e inestables equilibrios de poder que a lo largo de las últimas décadas han mantenido en relativa tranquilidad a la región. En segunda instancia, porque, al modificarse esos equilibrios, el resto de actores regionales tienen que trabajar por compensar las desventajas derivadas del empuje estadounidense a sus aliados, enfrascándose en nuevas lógicas de competencia que hasta ahora no representaban un riesgo. Y, en tercer lugar, porque al favorecer el desarrollo de capacidades militares y de defensa endógenas y autónomas entre estos Estados, Trump ha coadyuvado a que, sobre la marcha, la agenda propia de seguridad y de defensa de estos Estados gane terreno frente a la que Estados Unidos es capaz de imponer en favor de sus necesidades estratégicas circunstanciales, coyunturales y de largo plazo. Y todo ello aún si entre las preocupaciones de estos Estados y las de Estados Unidos la influencia y el posicionamiento de China son factores que los obliguen a converger en más de un rubro.
En este sentido, aunque es poco probable que las amenazas y las fluctuaciones de la política exterior estadounidense en la región alienen a Malasia, Corea del Sur y Japón de la esfera de influencia de Estados Unidos, arrojándolos a la órbita de China para buscar en el gigante asiático un contrapeso y un asidero ante las incertidumbres inherentes al trumpismo, en particular; y a la errática decadencia de la hegemonía estadounidense, en general; no es en absoluto improbable ni que el Asia insular se embarque en una nueva carrera militar que eventualmente tense aún más al conjunto de la región ni, mucho menos, que China, para compensar este escenario, redoble esfuerzos por posicionarse con mucha mayor firmeza en esta porción del Pacífico Sur apelando, también, cada vez más a medios militares y estrategias de defensa, en momentos en los que su diplomacia comercial ha demostrado una y otra vez su efectividad para matizar la influencia de la Casa Blanca en Asia.
Y a propósito de la asertividad china en materia comercial, es precisamente ahí en donde la obsesión del trumpismo con sostener artificialmente balanzas comerciales superavitarias con sus socios (en Asia y en el resto del mundo) aunque efectiva en el corto plazo para dinamizar un poco la economía de su propio país (vía reducción de las importaciones que adquiere de sus socios y el incremento de la captación de inversión extranjera directa en sectores prioritarios), en perspectiva de largo plazo se vuelve un arma de doble filo al constreñir la tendencia a la expansión del comercio exterior de esos Estados. Con Europa emulando el proteccionismo trumpista a su manera y el efecto contencioso que ello imprime en la posibilidad de que estas economías asiáticas hallen en el Viejo Continente mercados alternativos al estadounidense, después de todo, es cuestión de tiempo antes de que las presiones económicas estadounidenses pesen más en la definición de sus políticas exteriores de lo que hoy pesa el peligro territorial que ven en China.
Más ahora que, dada la manifiesta dependencia estadounidense de las tierras raras chinas y de las capacidades de procesamiento y de industrialización de ésta, Trump optó por aflojar sustancialmente las amarras que había anudado sobre capitales chinos a través de la regla del 50% expedida en septiembre pasado por la Oficina de Industria y Seguridad (BIS) del Departamento de Comercio de EE.UU. (disposición que sometía a estrictos controles de exportación, reexportación y transferencias de tecnología a treinta y dos entidades extranjeras con base en criterios de seguridad nacional, y de las cuales veintitrés se localizan en China y Hong Kong).
De ahí la importancia de no confundir el servilismo que mostraron la y los mandatarios de Japón, Malasia y Corea del Sur a lo largo de la última semana de Octubre como un síntoma de que la región se halla rendida a los dictados de Estados Unidos por más lacerantes que estos resulten para sus propios intereses nacionales (los de los Estados asiáticos, no los estadounidenses). Trump está actuando, por ahora, con base en la eficacia inmediata de sus políticas, deseando, quizá, que la suma de éstas se termine por convertir en un acumulado de fuerzas cualitativamente distinto en el largo plazo. La probabilidad de que eso ocurra, sin embargo, además de incierta, por ahora parece tendencialmente baja aún en los mejores escenarios imaginables para el trumpismo. Más todavía cuando los actos del presidente estadounidense están fomentando tanto en Europa como en Asia la adopción de políticas de largo plazo tendientes a disminuir la dependencia que en ambos continentes se tiene respecto aquella potencia a la que José Martí llamara la Roma de América; sobre todo impulsando, aunque sea de manera involuntaria, la construcción de bloques regionales más inestables y, paralelamente, la redefinición de viejos esquemas de regionalización a partir de la puesta en cuestión de su necesidad de conquistar mayores espacios de autonomía ante un Estados Unidos errante (con Trump y sin él en la presidencia).
Ricardo Orozco
Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Premio Internacional Dr. Leopoldo Zea por la mejor tesis de Maestría sobre América Latina o el Caribe (2021) otorgado por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, de la UNAM. Docente de Relaciones Internacionales en la UNAM.
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