La Barbie que nunca fue

Más allá de lo interesante que siempre resultan ser las estrategias cinematográficas que logran capitalizar la nostalgia de generaciones que vivieron en un mundo mucho más rudimentario y analógico de aquel que hoy sufren y agonizan millones de personas en su vida cotidiana, el fenómeno cultural que la película de Barbie desató por todo Occidente en las últimas semanas es llamativo debido a, por lo menos, la problematización que propone la película en torno de aquello que muchos y muchas insisten en denominar guerras culturales, y que aquí sencillamente se designará como la disputa contemporánea por el sentido histórico de los sexos, los géneros y los afectos en Occidente.

Por sí misma, por supuesto, la película permite múltiples y divergentes interpretaciones. Más que por la calidad artística de la propia obra en cuestión, por el contexto histórico en el que se inscribe (y del cual pretende ser una representación cultural suya) y por la absurda cantidad de discusiones que su guion abre sin que nunca llegue a cerrar, pese al forzado ejercicio de conclusión narrativa que el filme intenta hacer hacia el final de la obra, como para dejarle claro a las audiencias el significado del amasijo de moralejas que ésta intentó transmitirles, a menudo, hay que decirlo, de manera muy poco lograda y sumamente burda a lo largo de las casi dos horas que dura la película.

De todas esas problematizaciones abiertas y nunca cerradas por la película, pues, acá interesan tres; no tanto porque se presuma que sean las principales, y ni siquiera las más importantes de todas las que es posible hallar en el filme, sino, antes bien, debido a su aparente intrascendencia o carácter accesorio dentro de la construcción de la película. A saber: en primer lugar está la hoy tan inverosímil, pero cada vez más dogmáticamente defendida, hipótesis feminista de Barbie: esto es, la lectura contemporánea que hoy se intenta hacer de la muñeca y de todo lo que representa como un nuevo icono del feminismo contemporáneo; y uno, además, que siempre habría estado ahí, desde 1959, pero que por la fuerza ideológica del patriarcado no se habría captado con anterioridad. En segunda instancia está la tematización que hace la obra de Greta Gerwig acerca del patriarcado y lo que en la película busca aparecer como su superación. Y, en tercer término, se halla el sutil tratamiento que hace el largometraje de la maternidad y de las relaciones hoy imperantes entre madres e hijas.

Comenzando, pues, por el primer problema aquí enlistado, quizá lo primero que habría que decir es que feminismos hay muchos, y entre todos ellos, sin lugar a dudas hay uno al cual la idea completa de la Barbie calza muy bien: el de la primera ola en su más profundo carácter burgués y anglosajón; es decir, ese feminismo que, en sociedades como la estadounidense, se lanza a la lucha por la conquista de un piso mínimo de ciudadanía y de derechos civiles y políticos, pero con una fuerte sobrerrepresentación de las clases medias y altas de los estratos caucásicos de la sociedad, que dejaron en un segundo plano la posibilidad de sumar todo cuanto representaban las luchas de las mujeres negras, indígenas y latinoamericanas; o las obreras, las explotadas y las marginadas. Mujeres, pues, cuyas experiencias de vida estaban lejos de ser las que para Barbie eran apenas un conjunto de disfraces de los cuales dependía su nueva identidad y, por supuesto, el éxito de la nueva campaña comercial de Mattel, a propósito de su muñeca estrella.

Y es que, en efecto, si a Barbie se le puede (y debe) de reconocer el ser un juguete (y, más que eso, una idea) que en un mundo dominado por los hombres a sangre y fuego hizo del mantra Se lo que quieras ser (doctora, ingeniera, presidenta, empresaria, veterinaria, etc.,) una suerte de sentido común capaz de normalizar entre niñas y adolescentes (quizá también entre mujeres adultas) la creencia de que, en efecto, ellas pueden ser lo que quieran ser y no lo que los hombres les han dicho y obligado a ser, ello, sin embargo, no invisibiliza el hecho de que, en esa lucha dada por la Barbie, quedaron fuera la multiplicidad y la diversidad de formas de ser mujer que no encajaban con ninguno de los estereotipos que ésta reproducía fielmente. Después de todo, para millones de mujeres que Barbie no representaba, el mantra Se lo que quieras ser en gran medida dependía, por ejemplo, de que se tuviera la tonalidad de piel, la estética corporal o la clase social que en el mundo real, el del capitalismo, la explotación, la dominación y la marginación sociales, siempre fueron (y siguen siendo) condición de posibilidad para que esas mujeres puedan ser lo que cada nueva Barbie en el mercado les decía que podían llegar a ser, sólo con proponérselo.

Ahora bien, dar cuenta de este —para muchos y para muchas— intrascendente detalle que en apariencia más bien parece ser —para muchos y para muchas— una suerte de regateo o de patriarcal negación del carácter supuestamente feminista de la Barbie (obviando o ignorando, quizá, las propias críticas que desde sus orígenes múltiples y diversas corrientes del feminismo sesentayochista le hicieron a la muñeca y a la idea por ella representada, por considerar que no hacían más que reproducir los valores del patriarcado, y acusándola, inclusive, de favorecer la reversión de mucho de lo ganado hasta ese momento por las mujeres movilizadas), en los hechos, no es para nada accesorio al momento de comprender, justo, el segundo problema aquí propuesto para analizar la narrativa desarrollada por la película de Gerwig; esto es: la tematización que hace del patriarcado y la respuesta que le plantea como su superación histórica. ¿En qué sentido?

Si se parte de la forma en la que está construido el guion de la película, una cosa es clara: la totalidad del filme se divide en tres grandes postales con lógica propia cada una de ellas. A saber: en primer lugar, la película abre con una imagen espejo del patriarcado; una inversión suya en el amplio y profundo sentido de la palabra: el Barbie World, además de ser un mundo en el que no existe ningún tipo de conflictividad sociopolítica, cultural, económica, etc., es uno en el que todos y cada uno de los rasgos y los roles que caracterizan al mundo patriarcal de carne y hueso también están presentes, pero personificados, todos ellos, por mujeres; con todo y la absurda lógica de poder que distingue a ese mundo, y el cual incluye, para no variar, sus respectivos pactos matriarcales (por oposición a los patriarcales) y hasta esa suerte de fraternidad a la que los hombres apelan para contarse que son los dueños y hacedores de su mundo (y del mundo de las mujeres también), pero ahora siendo una fraternidad entre puras mujeres.

Es cierto, por lo demás, que la armonía del Barbie World no conoce ni la competencia entre mujeres como se suele dar entre hombres ni la violencia que acompaña a la dominación patriarcal (pues por ningún lado se observan hombres golpeados o abusados sexualmente por el simple hecho de ser hombres, como se supondría que tendría que ser la inversión del patriarcado en un matriarcado). Sin embargo, fuera de ello, todo el protagonismo que en el mundo real goza el género masculino, en el mundo de Barbie, se replica palmo a palmo en cada uno de sus finos detalles, aunque teniéndolas por protagonistas a ellas; hasta el punto, inclusive, en el que el conjunto de escenas en el que se plasma la centralidad de las Barbies en su propio mundo, al margen de los Ken, resulta un tanto ridículo (tan ridículo como lo es el protagonismo que se dan a sí mismos los hombres en su propio mundo de hombres, hecho por y para ellos, al margen de las mujeres).

El segundo tercio de la película, de hecho, confirma esta lectura, pues todo aquello que parecía signo de empoderamiento en el Barbie World, por tener como sus protagonistas, precisamente, a las Barbies, en el mundo real de la película, la formula se invierte, y tanto la Barbie estereotípica como Ken descubren que ahí no dominan las mujeres, sino los hombres: ya no son unas Barbies a otras las que se conceden los premios Nobel, sino que son unos hombres a otros; ya no son unas Barbies a otras las que se dicen que son las mejores, sino que son unos hombres a otros; todas las noches ya no son noches de chicas, sino que son, todas, noches de chicos, y así sucesivamente.

Lo que sigue a continuación (más allá de la invitación que hace el filme a las audiencias a que se pregunten, en principio, si ambos mundos son o no igual de aberrantes —aunque uno se sienta menos personal o real que el otro por ser un mundo de muñecas— y, si no lo son, cuestionarse, en seguida, por qué uno sí lo sería y el otro no, a pesar de que uno de ellos es la inversión del otro) es un largo pasaje en el que el patriarcado es representado no como una forma de dominación masculina, a través del género, sumamente plástica, y con tantas cabezas como una hidra, sino, antes bien, como un patético remedo suyo, en el que toda la violencia de la que es capaz se reduce a un ejercicio colectivo de mansplaning; es decir, de hombres explicándoles cosas a las mujeres, y a la extendida práctica de establecer relaciones abiertas entre parejas sexoafectivas.



Para ser este tercio de la película aquel en el que ésta alcanza su clímax, lo que resulta más inquietante de su narrativa es que, si bien acierta en visibilizar (inclusive de manera exacerbada, hasta el límite del absurdo) todo lo que de patético y, precisamente, de absurdo hay en el patriarcado, retratándolo como un castillo de naipes hecho de pura vanidad y egolatría que al primer suspiro se derrumbará, a menudo da la impresión de que, lejos de constituir una sátira del patriarcado, la interpretación que se ofrece de él en la película es la que en efecto se piensa que es: un conjunto de machos buenos para nada, carentes de todo talento y de todo rastro de inteligencia, que sólo pueden dominar a las mujeres por sus capacidades físicas (y, en correspondencia, por la noble naturaleza intrínseca de las mujeres que no responde a sus dominadores con la misma moneda) y no, por lo contario, una específica forma de ordenar el mundo para beneficiar a los hombres a costa de la explotación, la marginación y la dominación de las mujeres.

Y es que, en efecto, visto así, el patriarcado parece ser poco menos que un mal chiste al que es tan sencillo derrocar como apelar a la estrategia de poner a pelear a unos machos contra otros, para que se destruyan ellos mismos por mano de su propia vanidad. Pero más allá de los momentos chuscos que esta parte de la película ofrece a sus audiencias, entre las preguntas obligadas que acá se tendrían que hacer al filme sobresalen algunas como, por ejemplo: si el patriarcado se reduce a eso ¿por qué, entonces, es tan difícil deshacernos de él en el mundo que habitamos fuera de las pantallas?, y si no es más que un absurdo ejercicio de mansplaneo en gran escala, ¿de dónde proviene su plasticidad, esa enorme capacidad que tiene para responder con virulencia cada desafío que le plantean las mujeres movilizadas, en general; y el feminismo, en particular? O ¿qué pasa con todas esas formas de dominación patriarcales que no pasan por la sexualización del cuerpo femenino, y que no por ello son menos atroces y perniciosas?

Tan absurda es esta lectura del patriarcado reducido a una parodia de sí, que no sólo no aparecen por ningún lugar de la película sus reacciones más brutales y salvajes (como los feminicidios y las desapariciones que han marcado la vida de millones de mujeres en América Latina, región a la que la película parece interpelar muy poco, por más que su elenco pueda presumir algo de diversidad), sino que, además, la propia historia de lucha de las mujeres y del feminismo terminan por ser ridiculizadas en un gesto que no deja de repetirles: ¡tan sencillo que es terminar con este sistema patriarcal, y ustedes, feministas, ni son capaces de verlo ni de llevarlo a la práctica!

De hecho, en uno de los más profundos y potentes diálogos de la película (aquel en el que Gloria —América Ferrera—, la coprotagonista de Barbie, explica la imposibilidad de ser mujer en el mundo real) esta reducción al absurdo tanto del patriarcado como del feminismo aparecen con sus nervios retardatarios  más profundos cuando lo que en principio fue un momento de lucidez y de toma de conciencia de sí y para sí de las mujeres y de la dominación que viven, se convierte en poco más que una suerte de rezo que debe ser repetido dogmáticamente, una y otra vez, a todas las Barbies para que despierten de su letargo patriarcal y, sin ningún tipo de agencia propia, se lancen a la lucha contra los hombres y su dominación. Como si con repetir la misma letanía una y otra vez fuese suficiente para que toda mujer sea feminista, por la obviedad de las propias palabras que se le repiten.

Tanto la forma como el fondo de esas secuencias en la película van a tono con el altísimo grado de cinismo que ésta despliega para hacerle saber a sus audiencias que no hay critica sociopolítica o cultural que hoy por hoy les afecte a las corporaciones transnacionales del ramo del entretenimiento y que, en última instancia, éstas no sean capaces de convertir en una mercancía más dentro de sus estrategias de negocios. La escena en la que Ariana Greenblatt, en el papel de Sasha, no tiene empacho en acusar a Barbie de todo lo que históricamente se la ha acusado en el mundo fuera de las pantallas de cine: de ser una imagen hipersexualizada de las mujeres, de ser un estereotipo femenino, de ser un producto del imperialismo blanco, de haber hecho la vida de millones de niñas miserable por magnificar traumas de autopercepción y de identidad, etc., así como la sistemática caracterización de los ejecutivos de Mattel como primates más allá de los límites de toda estupidez aceptable dan cuenta de ello y del hecho de que estas grandes corporaciones del entretenimiento han encontrado en el cine un espacio propicio para despolitizar todos los argumentos que las critican y, en cambio, convertirlos en objeto de burla masificada y jugosas ganancias en taquilla. El insistente gesto de la película en el que se explicita que cualquier conquista que lleguen a tener las mujeres en su lucha se lo deben a la mercantilización que hagan de ella las grandes corporaciones trasnacionales es parte de la misma narrativa y, de paso, un recordatorio para las audiencias de que ellas mismas, al estar ahí, en las salas de cine, lejos de estar siendo partícipes del avance del feminismo en una de las Bellas Artes, son apenas asistentes a un espectáculo suyo.

El último tercio de la película, finalmente, es un intento por dotarla con un halo de mucha mayor seriedad: es el instante en el que se explicitan y sintetizan todas las moralejas incomprendidas por la audiencia debido a que el filme lo que otorga con una mano lo arrebata con la otra (pues así como revindica banderas del feminismo, también las critica por medio de la sátira) y ahí hay dos cosas que destacar. La primera de ellas es la lección que Barbie sacó de todo esto y que transmite a Ken: el fondo de la cuestión contra el patriarcado, tanto para hombres como para mujeres, se trata de una conquista de la autonomía individual de las personas; de que unas y otros se sepan seres autónomos, independientes y completos en sí mismos, capaces de tomar decisiones sobre el sentido de su vida. (Una Barbie sin Ken, un Ken sin Barbie). Una lección, dicho sea de paso, que aunque pasa de largo ante las formas en que el neoliberalismo se ha servido de ella para radicalizar sus tendencias hiperindividualizantes, en el fondo es acertado: tanto las mujeres tienen que luchar por su autonomía, para dejar de ser dominadas por los hombres, como los hombres necesitan conocer su propia autonomía, hasta ahora inexistente para ellos en la medida en la que siempre han dependido de la dominación, la marginación y la explotación de las mujeres para gozar de los privilegios de los que gozan.

La segunda cosa por destacar es el cierre que la película hace de una temática que abrió desde el comienzo, y que a lo largo del filme sólo aparece de manera tangencial: la problematización de la maternidad. Esta discusión en el filme es interesante no tanto porque abre con una secuencia en la que el juego de muñecas (históricamente instrumentalizado como ejercicio de pedagogía de la maternidad entre las niñas; esto es: como un juego que desde la infancia busca enseñarles y prepararles para asumir su rol de madres en sociedad) es roto en pedazos, y cierra con Barbie deseando, como primer deseo siendo ella ya una persona de carne y hueso y no una muñeca más en Barbie World, visitar a su ginecólogo (o ginecóloga, según sea la traducción al español que acompañe al doblaje o la subtitulación). Lo es, más bien, porque la única relación de maternidad que verdaderamente aborda la película (la de Gloría y Sasha) hace de la madre treintañera (y no de la hija) el personaje con la verdadera crisis existencial y, de la hija, una adolescente que, aunque al comienzo de la película vestía toda de negro (como las morras del bloque negro al frente de las marchas del 8M) y era capaz de destrozar la autoestima de quien se le parase enfrente, hacia la culminación del largometraje, es, ella también, una reencantada creyente de la idea de Barbie y de todo lo que ella representó para la generación de treinta años o más que en el fondo parece no querer despegarse de ese pasado romantizado que se hicieron de los tiempos en los que las niñas jugaban con Barbies y no con cualquier otra cosa.

Barbie no es un réquiem feminista. Es una película mucho más conservadora de lo que parece a primera vista. Todo lo cual, sin embargo, no cambia el hecho de que es una obra que no tiene una narrativa unívoca, pues busca interpelar a múltiples y diversos actores del contexto actual, permitiendo, con ello, igual número de lecturas de su guion. Ese sólo rasgo ya es valioso en sí mismo, y explica mucho cómo es posible que el conservadurismo que destila por sus poros sea capaz de coexistir con atinadas críticas a ciertas lógicas retardatarias, lo mismo a través de diálogos potentísimos como el de América Ferrera que por medio de la mofa y la sátira llevada al excesivo y forzado ridículo. En todo ello, la película es fiel al mantra de Barbie como muñeca y como idea: el largometraje puede ser lo que quiera ser (y lo que sus audiencias quieran que sea, para cada espectador y espectadora). Todo depende de la postura política que se adopte en la disputa contemporánea por el género, el sexo y los afectos en Occidente. Su ambigüedad es al mismo tiempo su mayor fortaleza y su mayor debilidad.


Ricardo Orozco

Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Premio Internacional Dr. Leopoldo Zea por la mejor tesis de Maestría sobre América Latina o el Caribe (2021) otorgado por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, de la UNAM. Docente de Relaciones Internacionales en la UNAM.


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