
Probablemente, para una persona que nunca ha sufrido, a lo largo de su vida, ningún tipo de abuso sexual o emocional, la idea de que las víctimas de tales agresiones en su contra confronten a sus victimarios podría parecer una forma relativamente sencilla de conseguir algún tipo de justicia, de sanación, de cierre de ciclo y hasta de venganza; lo que sea que necesiten para seguir con su vida como normalmente lo harían.
Para quienes sí fueron o son víctimas de este tipo de abusos (diferenciados, aunque a menudo se acompañe uno del otro), sin embargo, las cosas, en el fondo, no parecen ser tan claras ni tan radicalmente contrastantes como a menudo se suelen presentar por parte de quienes sólo pueden intentar comprender tragedias como éstas desde el punto de vista de un observador externo a los acontecimientos.
Esta diferencia entre una y otra actitud a propósito del abuso sexoafectivo y de la respuesta que durante el acto o a posteriori deberían de adoptar las víctimas en relación con sus victimarios, por supuesto, podría con simplicidad explicarse a partir del reconocimiento de que nadie en este mundo es capaz de escarmentar en cabeza ajena, toda vez que, quien nunca ha sufrido de abusos sobre su cuerpo o sus afectos, no sólo no sabría lo que se siente en carne propia, sino que, además, no tendría la necesidad de experimentar su propia biografía a partir de ese hecho.
Las cosas, no obstante el alto grado de veracidad y de acierto de la afirmación anterior, no tienden a ser tan sencillas. Y no lo son, sobre todo, cuando el recurso a la empatía se hace presente no tanto para justificar o legitimar a víctimas y/o a victimarios, sino, antes bien, cuando aparece como un instrumento de problematización que busca, precisamente, problematizar lo que aparece en formulas simplificadas; sacar matices y gradaciones en donde la realidad inmediata parece ser del todo cristalina, monocromática y evidente en y por sí misma.
En efecto, mientras que para el observador externo a una historia de abuso sentimientos como el enojo, la rabia y hasta el rencor parecen ser respuestas emocionales evidentes entre las víctimas (como si éstas fuesen reflejos automáticos para sobrevivir al hecho o para superarlo), una suerte de combustible en bruto del cual se deberían de valer para sacar el coraje suficiente para encargar a quien abusó de ellas, entre éstas, entre quienes han tenido que experimentar un acontecimiento que irrumpe en su vida para marcar un antes y un después indeleble, la idea de enfrentar a quien abusó de ellas a menudo parece fragmentarse en un mosaico de posibilidades y de matices emocionales entre los cuales el enojo, la rabia y el rencor son apenas una variable de un conjunto mucho más amplio, complejo y heterogéneo.
Esto es así, en particular, porque para la víctima de abuso, además de la venganza o de la justicia (deseos a menudo evidentes en la actitud del observador externo, cuando éste no recurre a la lacerante indiferencia y el cínico estoicismo), lo que suele estar en juego para ella, implicando a toda su existencia, de principio a fin, suelen ser aspectos igual o más importantes, como la posibilidad de sanar sus heridas y los dolores que las acompañan.
Y es que, después de todo, el tránsito entre la justicia y/o la venganza, por un lado, y la sanación, por el otro, es potencialmente todo, excepto mecánico, como si al conseguir una cosa se obtuviese automáticamente la otra.
En efecto, la venganza y la justicia son posibles sin sanación, por mucho que los dramas mainstream de la cinematografía pop obliguen a sus audiencias a aceptar el mantra que dicta que al asesinar al malo de la película se acabó el drama propio de la víctima.
Un ejemplo claro de las múltiples dificultades que se desprenden del abordaje intelectual, político y artístico de todas estas cuestiones lo ofrece UNA (2015), el largometraje de debut en el género de Benedict Andrews, en el que Rooney Mara protagoniza la historia de una niña de 13 años que, a sus 28, tiene que lidiar con la necesidad de enfrentar al hombre que abusó de ella, encarnado por Ben Mendelsohn.
Y es que, aunque a primera vista el guion del filme parece ser un inteligentísimo esfuerzo más (entre tantos que hoy abundan en los circuitos comerciales de la cinematografía occidental) de lavado de cara de la figura del hombre mayor que abusa sexoafectivamente de niñas que apenas atraviesan por las etapas más tiernas de su infancia, en el fondo, tanto la trama como los diálogos puestos en juego permiten apreciar un esfuerzo de problematización mucho más agudo y sesudo que el simple recurso a la justificación cínica del victimario o a la exaltación romántica de la víctima.
El hecho de que el personaje encarnado por Rooney Mara no estalle en cólera incontrolable a lo largo de la película, una y otra vez, como esperaría que sucediese un observador externo, sumado a una construcción narrativa en la que los diálogos entre la protagonista y su coestrella de reparto dominan el desarrollo de la película, de hecho, es lo que permite problematizar en toda su complejidad lo que en principio parece ser claramente una oposición entre negro y blanco, sin grises intermedios.
Pero son esos diálogos, en los que Rooney Mara rememora la historia desde su propia experiencia, lo que favorece, al mismo tiempo, uno de los mayores aciertos de la película: no forzar la inclusión de escenas explícitas o medianamente explícitas de sexo entre un adulto y una niña para reconstruir el relato que Una (nombre del personaje de Mara), en su madurez, tiene que revivir a fuerza de hacer encajar fragmentos de dolor cuando encara a Ray (Mendelsohn). De esta forma, el espectador no tiene que apelar a imágenes explícitas para reconstruir el trauma que traviesa Una, pero también se encuentra ante la posibilidad de empatizar con su vivencia en primera persona, hundiéndose debajo de la piel de la protagonista a medida que cuenta su historia.
Por otro lado, el que UNA decidiera encarar a su abusador a partir del establecimiento de un fragmentario, pero extenso diálogo con él permite complejizar también a la figura del abusador, sin que ello signifique que el largometraje esté apostando por justificar y/o legitimar sus actos. El diálogo profundo que mantienen Una y Ray, de hecho, pone a prueba los juicios morales del espectador una y otra vez (aunque la tranquilidad en la que parecen permanecer ambos personajes enmascare con éxito la tensión subyacente) a menudo forzando al espectador a que revictimice a la mujer madura que de niña fue abusada. Esto último se vuelve una probabilidad aún mayor, sobre todo, si se cae en la trampa ideológica que de a poco va construyendo el relato explotando la manera en que Una, ya adulta, vive su propia sexualidad: el recurso sicológico del Edipo.