Reseña: Tempestad (2016) Tatiana Huezo

Narrar públicamente los dolores que nos atraviesan nuca ha sido una tarea sencilla. Hacerlo requiere no sólo de una enorme dosis de valor necesario para vencer los miedos que vienen aparejados con la posibilidad, siempre latente, de que la mirada ajena nos haga sentir juzgados, juzgadas; seres, en el mejor de los casos, incomprendidos; en el peor, objeto de lastima o de indiferencia; a menudo, contar acerca de las tragedias que nos atraviesan y que marcan un antes y un después en nuestra biografía afectiva también precisa de un cierto tipo de fortaleza física, emocional y sicológica sin la cual la sola idea de volver a revivir imágenes y palabras del pasado se vuelve una pesada carga capaz de hundir toda nuestra existencia varios metros bajo tierra; asfixiándonos.

Y es que, aunque en realidad las palabras en y por sí mismas también son difíciles de manejar cuando son ellas las que funcionan como los contenedores supurantes en los cuales anidan los dolores que nos atraviesan luego de una tragedia —hasta el punto en el que su densidad se revela en frases entrecortadas, sentencias a medias y sollozos ensordecidos experimentados como voces cortadas por el llanto—, es el hecho de tener que lidiar con las imágenes del pasado que esas mismas palabras reviven lo que, en el fondo, con frecuencia se vuelve en verdad una tarea sumamente difícil afrontar en cualquier ejercicio testimonial.

Las palabras, después de todo, con todo y su glamurosa abstracción, nunca se presentan solas cuando en un momento determinado en la vida de alguien su función no es otra que la de relatar un pasado que casi siempre termina siendo algo muy parecido a una especie de inmenso presente en el que ni él ni la desolación que lo embriaga tienen principio ni final.

Y aunque saberlo de cierto sería difícil, no parece un absurdo total el suponer que, quizá, Tatiana Huezo era consciente de  esta complicada relación entre el testimonio de la tragedia y las imágenes que evoca cuando se dio a la tarea de dirigir Tempestad (2016), un largometraje documental mexicano en el que, al parecer, la única manera en la que se vuelve sensato y posible escuchar a cabalidad los relatos de Miriam Carvajal y de Adela Alvarado, durante poco más de hora y media, es a condición de que sus palabras se vean acompañadas en la pantalla por una sucesión para nada aleatoria de imágenes que en apariencia no tienen nada que ver con los recuerdos que cada una de ellas va contando para evidenciar las violencias, los abusos y las injusticias de las que cada una de ellas fue víctima: la primera, habiendo sido privada de su libertad por un crimen que nunca cometió; la segunda, habiendo sido despojada de una de sus hijas.

Y es que, en efecto, aunque a primera vista, en Tempestad, no termina de quedar claro por qué las voces en off de Miriam y de Adela, sucediéndose la una a la otra (cada vez con mayor cadencia a medida que el documental se acerca a su fin) tienen que ser acompañadas por tomas de personas, de animales, de espacios y de fenómenos de la naturaleza que parecen no compartir ningún otro rasgo más allá de su aparente aleatoriedad, con frecuencia, cuando el relato de ambas mujeres se vuelve demasiado denso, terminan siendo esas mismas imágenes (para nada aleatorias, pues a menudo cumplen una función metafórica de lo que el relato va reconstruyendo palmo a palmo) las que le recuerdan al espectador y a la espectadora que, a veces, con mucha más frecuencia de la que sería deseable, escuchar historias así de desgarradoras, contadas en primera persona, sólo se vuelve posible si el impacto inmediato de la palabra hablada se atenúa con imágenes que ofrezcan alguna suerte de refugio, aunque sea, justo, en medio de la metáfora: del encierro, de la desaparición, del secuestro, de la tortura y del asesinato.

De hecho, en tiempos en los que todo en esta vida tiende cada día más a acelerar su paso y a eliminar de la cotidianidad la opción preferente por la calma y por la cadencia pausada, en Tempestad, es el cautivante efecto de curiosidad que las imágenes del documental producen en el espectador y la espectadora lo que, además de ayudar a aguantar el peso de las palabras de Miriam y Adela, ayuda a mantener la tranquilidad y desarrollar cierta predisposición a desacelerar el ritmo en el que vivimos y presar atención a lo que dos víctimas de múltiples violencias cifradas por su género tienen que decir: sobre lo que ocurrió, sobre sus formas de sobrevivir a la tragedia y sobre la angustia en la que se encuentran, cada una a su manera.

No sería demasiado aventurado afirmar, por ello, que de ahí emerge, en estricto sentido, el que quizás es el mayor acierto de la propuesta narrativa y visual de Tatiana Huezo en este documental: el ofrecer una manera alternativa de narrar y de visibilizar la violencia sistémica en contra de las mujeres, en sociedades como la mexicana sin tener que hacer uso de recursos gráficos explícitos como los que durante tres sexenios, desde Fox hasta Peña Nieto, aunque con mayor profusión en durante el gobierno de Felipe Calderón, acostumbraron a los mexicanos y las mexicanas no sólo con la violencia explícita que inundó las calles en las cuales desarrollaban su cotidianidad, sino, asimismo, a normalizar tendencias artísticas que, inercialmente, en su forma de retratar, de representar, de visibilizar y de narrar la crueldad que se apoderó de cada espacio público, de los cuerpos, de los afectos y de las vidas de millones de personas, hicieron de la muerte su mejor mercancía a traficar.


Ricardo Orozco

Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Desde el 2019, miembro del Grupo de Trabajo Geopolítica, integración regional y sistema mundial, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).